Mi caído, te amparas en las sombras del cargo, en la disciplina académica, en la mentira ordenada de los pasillos.
Pero tus ojos, cuando rozan mi piel, desnudan la verdad que niegas con palabras: tu deseo es una fiera que araña las paredes de tu pecho.
No conseguirás engañarme, ni a todos, aunque te disfraces con la máscara de autoridad.
Pareces tonto, pretendiendo que tu carne no tiembla al pensar en mí.
En ti conviven dos hombres: el que dicta reglas, y el animal que me devora en silencio.
Ese que en las noches se arrastra por tus venas, que en la penumbra imagina mis labios mordiendo tu miembro, mis muslos abiertos como páginas malditas, mi voz dictando la sentencia que esperas escuchar: “Soy tuya, aunque nunca lo admitas.”
Te jactas de control, pero tu cuerpo te traiciona.
Tus manos sueñan con recorrerme, desplumando cada ala de mi resistencia,
lanzando mis vestidos al azar como fichas en un casino imposible.
Yo lo sé, quisieras atarme a la primera butaca, convertir el aula en tu altar profano, y hundirte en mi canal con la violencia del hombre que se quiebra en soledad.
Ese hombre eres tú mi amor, y yo soy la grieta que lo derrumba.
Tu silencio está hecho de gemidos contenidos, tu autoridad es una pantomima,
un abanico inútil frente a la tempestad.
Porque aunque te escondas, aunque finjas indiferencia, cada vez que cruzas mi sombra tu piel arde como si el infierno se hubiera mudado a tu sangre.
No conseguirás engañarme, ni a todos.
Yo he visto en tus ojos la súplica, he olido tu deseo como un perro
que reconoce el alimento prohibido.
Tu alma, te reclama a mí como un esclavo reclama a su verdugo, y tu cuerpo,
Pobre carne en guerra, que clama por poseerme, tenerme por completo, como si al devorarme pudieras salvarte de ti mismo.
Pero aquí está mi verdad: seré tu perdición.
Porque mientras me imaginas sometida, soy yo quien arrastra tus cadenas, soy yo quien maneja tus hilos, soy yo quien se esconde en el espejo que nunca logras romper.
Pareces tonto, cuando crees que me posees, porque en la misma entrega eres tú el poseído.
II
Te observo, cuando crees que tus rabietas y tus gestos me pasan inadvertidos.
Tus miradas son dagas, me atraviesan en silencio desde el otro extremo del pasillo.
Crees que no veo cómo se crispan tus manos cuando alguien más se acerca a mí, cómo se endurece tu mandíbula cuando yo sonrío a otro.
Tu represión es una pantomima grotesca.
Te revistes de autoridad, de estatutos y memorandos, pero en tu interior la bestia jadea.
Tu obsesión es real y humana, huele a sudor, a fiebre, a deseo vil.
No es el amor de autoridad: Es el hambre del hombre que, en secreto, me imagina de rodillas, me imagina rendida, me imagina en el acto prohibido que lo destruiría y salvaría al mismo tiempo.
Cuando me hablas de normas, cuando reprimes con la voz tu temblor, yo veo el cuadro completo: las fantasías que te incendian mientras finges neutralidad, las noches donde no hay más cátedra que la de tu cuerpo clamando por mí.
Sueñas con arrinconarme otra vez en el aula desierta, clavar tus dedos en mis caderas como garras de ave rapaz, probar mi piel con tu lengua hasta borrar todo resto de aquellos antes de ti.
Me quieres desnuda sobre la mesa donde antes apilabas papeles, quieres que mi espalda repose sobre tus planes de estudio mientras me invades como un conquistador sin fe.
Eso es lo que niegas en público.
Eso es lo que disimulas con tus rabietas, tus miradas fugaces, tus silencios tensos.
Crees que tu represión te absuelve, que tu máscara es perfecta.
Pero yo lo veo,
Yo veo el animal.
Yo veo al hombre quebrado, al que necesita poseer para existir, al que arde por tenerme, al que se masturba con mi sombra mientras predica normas desde su púlpito.
No conseguirás engañarme.
Ni a todos.
Yo sé lo que en cuerpo y alma deseas: poseerme, tenerme por completo, devorar mi piel con tu boca, ahogarte en mi sexo como quien se ahoga en un pozo, hacerme tuya no por amor sino por obsesión, por esa necesidad brutal que te hace parecer tonto cuando intentas fingir que no existe.
Y aquí estoy yo, no sometida sino erguida, mirándote de frente, diciéndote: en esta danza tú no me posees; soy yo quien lleva la daga, soy yo quien decide cuándo tu máscara se rompe, soy yo quien te desarma, porque aunque me desees hasta la locura soy tu condena, tu delirio, y tu laberinto sin salida.
BARAKAT RUFFILO,
OPINIONES Y COMENTARIOS