Era una radiante mañana de primavera en la Inglaterra del siglo XIX. Al abrir los ojos, me percaté de que a los pies de la cama había una nota: “Para mi amada Vanessa”. Con miedo la sostuve, pues estaba abierta; seguramente mi marido ya la había leído. La letra en el sobre era de mi amada Loretta.
Por los nervios solo pensaba disparates: “Ya era hora de que se enterase, mejor tarde que nunca. Seguramente él ya se cansó de mí; anoche seguro estaba con otras mujeres divirtiéndose”. Eran solo tonterías en busca de consuelo. La brisa de la mañana no me tranquilizaba. Lo único en mi cabeza era la cara de Charles, mi marido.
“Esto nunca fue mi intención. Nunca pensé que esto ocurriría. Tengo a Charles en mi corazón, pero amo a Loretta con locura. Estar con ella ha sido una aventura, los mejores meses de mi vida. Pero la vida con Charles es todo lo que siempre quise. Esto nunca debió ocurrir, nunca debí invitarla a tomar té, nunca debí casarme, nunca debí seguir con esta mentira. Charles, perdóname…”
Me arreglé como pude y decidí salir a caminar, con la esperanza de calmar mis nervios antes de enfrentar a mi esposo. Sin pensar demasiado, tomé un desvío hacia el llamado “callejón del diablo”. Admito que no fue la mejor idea, pero mi mente estaba nublada.
Allí, unos jóvenes me ofrecieron unas botellas de láudano y opio en polvo. “Sé que no debería, pero quizá solo por esta vez me ayude a liberar el estrés”, pensé. Compré un frasco y guardé el resto para más tarde.
Caminé hasta un parque solitario, el mismo donde Loretta me confesó sus sentimientos y donde nos dimos nuestro primer beso. Allí decidí beber unas gotas de láudano diluido en agua. Al momento, mi mente se despejó, mis sentidos se relajaron y mis preocupaciones parecían desvanecerse. Pasé la tarde en aquella plazoleta, como suspendida en un sueño.
Cuando volví a casa, me asaltaban pensamientos descabellados: “¿Y si escapo con Loretta y empezamos de cero? ¿Y si Charles ya sabe todo y me sermonea? ¿O quizá esté esperándome para terminar conmigo en buenos términos?” Pero pronto me hundía en la certeza de que lo había traicionado de la peor manera.
Al llegar, él no estaba. Temí que hubiese ido a buscarla. Entonces sonó el teléfono: era Charles. Con voz calmada me dijo que llegaría tarde. No sonaba enojado ni alterado, era su tono habitual. Quizá no había leído la carta. Respiré aliviada, aunque sabía que tarde o temprano tendría que enfrentar la verdad.
Abrí la carta. Era una confesión de Loretta: hablaba de mis ojos, mis besos, de lo feliz que había sido conmigo, y de su incapacidad para soportar no ser la única en mi corazón. Al final, anunciaba que se marcharía para siempre… a un lugar “donde solo los ángeles la acompañarían”.
“¡Una carta de suicidio! ¡Loretta, idiota, por supuesto que me importas! ¡Claro que te amo! ¿Cómo puedes pensar que no? Yo también quería vivir contigo, envejecer juntas, contárselo todo a Charles… ¡hubiéramos encontrado la manera!”
El dolor me sobrepasaba. Tomé el frasco de opio y lo apuré con desesperación. La última imagen que recuerdo es la de mi propio cuerpo desmoronándose, mientras todo se volvía oscuro.
A la mañana siguiente, Charles llegó a casa. Desde la penumbra de mi trance lo escuché:
—Vanessa, querida… leí la carta. Al principio me sentí traicionado, incluso pensé en lo peor. Pero luego comprendí: lo nuestro no funcionaba. Hace unas semanas conocí a alguien, y pensé que si podía amar a otra mujer, era porque tú también merecías ser feliz. No estoy enojado; quiero que seas libre, que seas feliz con Loretta. Yo me iré. Te escribiré cuando pueda volver a verte, porque, a pesar de todo… aún te amo.
Por la tarde, Loretta entró en la habitación. Lo único que halló fue mi cuerpo inerte, con el frasco vacío aún en la mano. Se arrodilló junto a mí, presa de la desesperación.
—¿Por qué? —lloró—. ¿Por qué el destino es tan cruel? Nunca debí escribir esa carta. Soy una tonta, siempre arruino todo lo que amo…
Y con esas palabras, desapareció para siempre. Nunca más se volvió a saber de ella.
OPINIONES Y COMENTARIOS