Capítulo 41: Corazones en silencio
La mañana posterior a aquella noche en la que Kaito visitó su vieja casa fue extrañamente tranquila. El sol iluminaba la mansión con un brillo cálido, y por un instante todo parecía en paz. Sin embargo, dentro de él, los recuerdos aún ardían como brasas encendidas.
Había logrado aceptar que su pasado no desaparecería nunca, pero también entendía que no estaba solo en el presente. Y eso era algo que comenzaba a sentir con más fuerza: las miradas constantes, los gestos, los silencios de aquellas cinco chicas que lo rodeaban cada día.
Airi, Lena, Miyu, Reina y Sofía.
Cada una con su carácter, cada una con sus cicatrices, pero todas unidas por un mismo hilo invisible: la atracción, el respeto y el creciente amor que sentían hacia él.
Esa mañana, mientras Kaito revisaba informes en su oficina, la puerta se abrió suavemente. Era Airi, la más serena y dulce del grupo. Llevaba una bandeja con té y pastelillos, gesto que sorprendió a Kaito, pues no era común que ellas entraran sin motivo.
—Pensé que necesitabas un descanso —dijo con una sonrisa tímida, dejando la bandeja sobre el escritorio—. Has estado trabajando sin parar.
Kaito la observó en silencio por unos segundos. Su delicadeza contrastaba con la imagen de asesina que alguna vez tuvo. Ahora parecía más una joven preocupada por alguien a quien admiraba.
—Gracias, Airi —respondió él, tomando la taza—. Es raro… en el pasado nadie se preocupaba por si descansaba o no.
Ella bajó la mirada, y con un hilo de voz contestó:
—Entonces permíteme ser la primera.
Ese momento, breve y sencillo, dejó en Kaito una sensación de calidez que hacía tiempo no sentía.
Horas después, cuando salía al jardín, Lena lo esperaba allí. La más impulsiva de todas, con carácter fuerte y mirada decidida. Se cruzó de brazos y, sin rodeos, le habló:
—Sé que anoche saliste.
Kaito se detuvo, sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
—Te sigo con la mirada aunque no lo notes —dijo sin titubear—. Y no es por obligación. Es porque quiero hacerlo. Porque… me importa lo que pase contigo.
Kaito quedó en silencio, observando la honestidad brutal de Lena. Ella no sabía disfrazar sus emociones; su sinceridad era tan afilada como un cuchillo.
—Lena…
Ella dio un paso más cerca, sus ojos brillando con determinación.
—No me importa cuán fuerte seas, Kaito. No me importa que el mundo te admire. Yo quiero estar cerca incluso cuando caigas. Y si alguna vez vuelves a llorar, quiero ser quien te sostenga.
Sus palabras atravesaron la coraza de Kaito. No supo qué responder, pero en su pecho algo vibró con fuerza.
Esa misma noche, Miyu se acercó a él en la sala de música, donde Kaito solía refugiarse para tocar el piano. Ella, la más alegre y juguetona del grupo, se sentó a su lado sin pedir permiso, dejando que sus dedos recorrieran las teclas con torpeza.
—Siempre tocas cosas tristes —comentó, ladeando la cabeza—. Deberías probar con algo alegre, algo que haga sonreír.
Kaito dejó escapar una leve risa.
—No soy muy bueno en eso.
—Entonces déjame intentarlo.
Miyu comenzó a improvisar, tocando notas al azar, riendo cuando sonaba mal. Kaito no pudo evitar unirse, y pronto la sala se llenó de una melodía extraña, imperfecta pero llena de vida.
Ella lo miró, sus ojos brillando con ternura.
—Mira… logré sacarte una sonrisa. Eso ya es suficiente para mí.
Y en ese instante, Kaito comprendió que incluso la alegría torpe de Miyu podía aliviar su corazón cansado.
Unos días después, Reina lo encontró en la biblioteca, sumido en libros de medicina y gestión hospitalaria. Ella, siempre elegante y reservada, se sentó frente a él sin pronunciar palabra.
El silencio se alargó, hasta que Reina habló con voz suave:
—Tus ojos… llevan un peso muy grande.
Kaito levantó la mirada, sorprendido.
—¿Eso piensas?
—Lo siento cada vez que te observo —respondió ella con calma—. Tratas de ocultarlo detrás de tu fuerza, detrás de tus logros… pero yo sé lo que es cargar con un pasado doloroso.
Kaito se quedó mudo. Reina, con solo una mirada, parecía atravesar cada capa de su alma.
—No tienes que decir nada —continuó ella—. Solo recuerda que, si alguna vez necesitas dejar ese peso por un momento, yo estaré aquí para sostenerlo contigo.
Sus palabras no eran un ataque ni una confesión abierta, pero se sintieron más íntimas que cualquier declaración.
Finalmente, Sofía, la más distante y fría de todas, fue quien lo sorprendió más. Una noche, mientras él revisaba documentos, ella entró sin anunciarse y dejó un abrigo sobre sus hombros.
—Hace frío —dijo simplemente, sin mirarlo a los ojos.
Kaito arqueó una ceja.
—No suelo verte hacer cosas así.
Ella se cruzó de brazos, incómoda.
—No lo malinterpretes. No me gustan los hombres que se enferman por descuido.
Pero al darse la vuelta para marcharse, Kaito alcanzó a ver el leve rubor en su rostro. Ese pequeño detalle derrumbó el muro de hielo que Sofía solía mantener, y Kaito no pudo evitar sonreír.
Días después, las cinco coincidieron en preparar algo especial. Sin planearlo, organizaron una cena en la mansión. Cada una aportó algo: Airi cocinó un platillo delicado, Lena se encargó de la carne, Miyu llenó la mesa de postres, Reina seleccionó un vino fino y Sofía, a regañadientes, se ocupó de la decoración.
Kaito llegó sorprendido a la sala, encontrando la mesa llena de comida y las cinco chicas esperándolo con sonrisas y nervios.
—¿Qué es esto? —preguntó él, desconcertado.
—Un agradecimiento —dijo Airi suavemente.
—Un recordatorio de que no estás solo —añadió Lena.
—Una excusa para verte sonreír —rió Miyu.
—Un momento para que descanses —susurró Reina.
—Y… porque alguien tenía que hacerlo —murmuró Sofía, mirando hacia otro lado.
Kaito se quedó en silencio, mirando a cada una de ellas. Su corazón se apretó con fuerza. No estaba acostumbrado a recibir cariño, y ahora tenía demasiado frente a él.
Durante la cena, hablaron, rieron y compartieron historias. Por un instante, no había pasado, no había misiones, no había enemigos. Solo eran seis personas compartiendo un momento real, humano.
Y en medio de todo, Kaito se dio cuenta de algo: no importaba cuánto tratara de mantener distancia, ellas ya se habían convertido en parte esencial de su vida.
Cuando la cena terminó y las demás se retiraron, Kaito salió al jardín. El cielo estrellado lo observaba en silencio.
Una a una, las chicas aparecieron, como si el destino las hubiera guiado al mismo lugar. Se quedaron alrededor de él, sin hablar al principio.
Finalmente, fue Lena quien rompió el silencio.
—Sabemos que no lo dices, pero… sentimos lo que llevas dentro.
—Y no vamos a dejarte cargarlo solo —agregó Reina.
—No importa cuánto te resistas —sonrió Miyu—, ya estamos aquí.
—Te guste o no —añadió Sofía, aunque su tono era más suave que de costumbre.
Airi dio un paso adelante, colocando una mano en el hombro de Kaito.
—Kaito… no tienes que elegir ahora. Solo queremos que sepas algo: todas nosotras, de una u otra forma… te amamos.
El aire se volvió pesado, el corazón de Kaito se agitó. Miró a cada una de ellas, viendo la sinceridad en sus ojos.
No respondió con palabras.
Solo cerró los ojos, respiró hondo y dejó que una lágrima resbalara por su mejilla.
Porque por primera vez en su vida… se sintió amado.
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