En un futuro cercano, en que los ritmos de la guitarra eléctrica habían logrado un eco inesperado. No solo en la piel, sino también más allá: en los dominios ocultos de los océanos y en las alturas inalcanzables del cielo. El rock seguía siendo la banda sonora de la rebeldía: distorsión, solos incendiarios, estruendo de bajos y baterías que hacían vibrar almas. Pero la historia cambió cuando, desde lo profundo, emergió un nuevo protagonista: una mítica embarcación instrumental apodada “El Gato Salvaje del Mar”, una gigantesca estructura flotante con fuselaje de acero. Mientras en el mundo se alzaban los poderosos reinos submarino de Atlaxia y de Celesteon, en Cuba surgía una revolución paralela: una insurgencia musical impulsada por generaciones que habían hecho del malecón, de los solares habaneros y de la calidez de su gente, una plataforma para su rock rebelde.
En La Habana, bandas como Los Gatos del Malecón, Ánima Sónica y Luz del Submarino ensayaban en sótanos y patios, llevando su música con pasión contra el silencio impuesto por la lucha geopolítica. Mientras el mundo combatía con armas avanzadas, los cubanos desafiaban con riffs, coros y paredes de sonido, sabiendo que su viejo país acunaba la semilla de un fervor cultural imparable. Todo empezó cuando el geólogo y melómano de los discos, Joaquín «El Mono» Santana recibió extrañas señales submarinas en sus aparatos de medición sísmica. No eran un preludio a un terremoto, ni se registraban en el sonar, pero sí provocaban distorsiones rítmicas en las estaciones de radio clandestinas: una especie de compás profundo y mecánico, fascinante, que iría más allá del blues industrial emergente. Tras semanas de transmitir esas señales a colegas en el extranjero, se confirmó lo inaudito: era un reino oculto bajo el mar profundo —Atlaxia—, gobernado por el Almirante Darion Kamael, que utilizaba tecnología tan avanzada como perturbadora; y por otro lado, otra señal captada por el radar, venida de las alturas, una civilización flotante, Celesteon, que también poseía tecnología increíble, pacifista y luminosa. La noticia se filtró en el mundo entero, y llegó a Cuba como un estruendo coral.
Era final del verano habanero. La brisa traía ecos del mar y de bajo el agua; y la ciudad se alborotó con noticias de gigantescas naves metálicas. El rock —ya siempre subversivo— se apoderó de esa noticia: conciertos improvisados surgían en esquinas cercanas al mar, guitarras distorsionadas que acompañaban con himnos de alerta y conciencia. De pronto, emergió en las transmisiones globales una imagen: una nave colosal, como una mezcla entre acorazado y rascacielos flotante, surcando la atmósfera y el océano. El Gato Salvaje del Mar era la punta de lanza bélica de Atlaxia. Su armamento, sacado de una fuente de energía oscura —un fluido primario extraído de las profundidades oceánicas—, era capaz de barrer islas enteras en un solo estallido: un ataque directo contra Celesteon y, por consecuencia, contra la superficie. En La Habana, los subterráneos musicales explotaron, obsesionados con traducir esa imagen gigantesca en riffs, solos de guitarra que pretendían desafiar todo, letras que hablaban de la resistencia contra la oscuridad que se avecinaba. En plena calle San Lázaro, una banda emergente llamada el Huracán Submarino compuso el himno “Gato de Acero”, un tema arrasador que se volvió viral entre los seguidores del rock alternativo.
Mientras, las potencias mundiales —EE.UU., Rusia, China— entraron en nervios globales. Debían decidir: ¿aliarse con Celesteon o enfrentarse a Atlaxia? Fue en ese momento que el embajador cubano, un melómano empedernido con alma de compositor, propuso un pacto insólito: un concierto-alianza pacifista que convocara al mundo a resistir con música antes que con armas. El mensaje era claro: “la humanidad no debía ser aplastada por el sonido del metal, sino levantada por él”. En el corazón de La Habana Vieja, con vistas al malecón, se organizó el evento más grande de la era: “El Concierto por la Luz”. Las bandas cubanas eran seleccionadas: Los Gatos del Malecón, El Huracán Submarino, Ánima Sónica, pero también artistas internacionales invitados. Mientras en el cielo flotaban las naves de Celesteon, listas para intervenir, y bajo las aguas turquesas el Gato Salvaje se preparaba… la tierra hizo erupción musical. Fue en medio de ese clima electrizante que el Capitán Darius Harkin, líder de la Fuerza Internacional, llegó a La Habana. Su misión secreta: evaluar la alianza con Celesteon y planificar la forma de detener a Atlaxia. Fue recibido con recelo por las bandas, pero pronto comprendió el poder del rock como arma para llegar al corazón de las personas.
Durante una reunión en el Bar «El Submarino Azul», Harkin se encontró con Helena Weiss, científica especialista en energías. Ella había escuchado las transmisiones del Gato Salvaje y sabía que el poder de Atlaxia se alimentaba de una mezcla letal de biotecnología y energía oscura. Pero también creía que un pulso armónico—una interferencia sónico-luminosa—podría debilitar esa fuente. Juntos asistieron a los ensayos en el viejo anfiteatro del malecón. Los gritos de la guitarra, la percusión tribal, los coros colectivos empezaron a parecerse a un ritual: una ceremonia de conexión humana frente a la amenaza. Nuestros protagonistas —Harkin, Helena y la novata teniente Akira Matsu— se sumergieron en la escena musical cubana. Akira se sorprendió: la calle era vida, su táctica militar se mezclaba con percusión afrocaribeña en improvisaciones espontáneas. Allí conocieron al vocalista de Ánima Sónica, Yosvani “El Tigre”, un veterano de los claustros clandestinos, quien les confesó que la energía oscura resonaba con un tono bajo subterráneo que distorsionaba el mar y el aire, matando peces y otros seres marinos.
Fueron al taller de luthier del barrio: un hombre mayor llamado Don Ernesto modificaba guitarras con circuitos y sensores, listo para crear amplificadores que pudieran emitir frecuencias específicas. Su meta: diseñar un pulso sónico-lumínico que interrumpiera el flujo del Gato Salvaje. Armaron un plan: durante el Concierto por la Luz, se activaría ese pulso mediante una guitarra adaptada. Llovía ligeramente. El público —miles de almas, cubanas y del mundo entero— abarrotaba el malecón. En el cielo, la flota de Celesteon flotaba, deslumbrando con luz blanca y magnética. En el horizonte, a lo lejos, bajo el agua, se percibía la silueta opaca de la nave de Atlaxia. Los guitarristas subieron al escenario improvisado. Resonó primero Los Gatos del Malecón
con un riff de apertura que pareció romper la línea entre la tierra y el océano. Luego fue Ánima Sónica, más oscura, más coral, vibrando en frecuencias bajas que temblaron sobre el mar.
Harkin, bajo una lona improvisada, vio cómo Don Ernesto ajustaba knobs en la guitarra híbrida de Helena. Cuando llegó el turno de Huracán Submarino, con Yosvani como vocalista, empezó la ejecución del plan: el solo maestro debía lanzar el pulso disruptivo… un acorde tan intenso que alterara la matriz energética del Gato Salvaje. Cuando Yosvani subió al solo final, sus dedos se tensaron. El amplificador latía. Cada nota estaba calibrada a la frecuencia vital del Gato Salvaje. La orquesta humana que llenaba el malecón descendió en un sótano vibracional: guitarras, bajos, tambores, coros en coro. Parecía que la ciudad entera estaba tocando. El aire centelleaba. A una distancia indeterminada, la nave de Atlaxia recibió el pulso. Parpadeó su iluminación; el campo de energía vibró de manera anómala. En el cielo, las naves de Celesteon aumentaron su brillo al ritmo del pulso; abajo, el agua pareció agitarse en un vaivén inusitado. Se oyeron crujidos mecánicos: el Gato Salvaje se tambaleó.
Fue en ese instante que Akira dirigió una flota de drones habilitados por Celesteon hacia las rendijas de la nave. Harkin organizó a un grupo de infiltración para abordar y sabotear la fuente oscura. Mientras los acordes resonaban, el equipo internacional y los músicos de Cuba se unieron en un único acto de resistencia. Bajo la noche iluminada por rayos pulso, la flota aérea interceptó la gigantesca nave. Encontraron el corazón de la nave: una criatura marina gigantesca, encerrada en una cámara vítrea. Era una bestia de las profundidades: mandíbula bioluminiscente, cuerpo sinuoso. Atlaxia la usaba como fuente viva, obligada a bombear energía. Cables biológicos la conectaban a los cañones principales.
Los defensores submarinos atacaron. Akira equipó su fusil táctico con eco-impulso, respaldado por Helena quien usó su conocimiento científico para aislar los cables y descargar pulsos que alteraran el flujo energético. El equipo de infiltración se enfrentó a los soldados de Atlaxia, mientras algunos disparaban rayos sónicos con un arma adaptada, desestabilizando a los enemigos. En un momento clave en el concierto, Yosvani realizó un solo ascendente hasta que su amplificador estalló en luz, resonando con los cableríos implementados por Helena. El corazón bioluminiscente respondió liberando un pulso interno que debilitó los generadores, esto no afecto al ambiente que se formó en el concierto. Mientras, los comandos subterráneos se debilitaban: la retaguardia atlaxiana resistía. Para sacar al equipo, la flota aérea de Celesteon realizaba maniobras defensivas sobre la cubierta. Fue Lysara, la soberana de la potencia flotante, quien activó un rayo magnético que interceptó misiles submarinos, protegiendo así el malecón musical.
Pero la bestia marina, liberada del confinamiento, se agitó. El equipo tuvo que replegarse. Lysara desvió energía de la flota para proteger a la Tierra y a la gente en el concierto. Su ciudad comenzó a descender, protegiendo la retirada del equipo como si fuera un gran escudo. El Almirante Kamael entendió que su fuente oscura estaba en peligro. Ordenó retiro, pero no sin liberar una descarga final de energía: una explosión cataclísmica que sacudió La Habana. La noche se iluminó con un estallido reverberante de frecuencias.
Al alba, la flota de Celesteon desapareció tras el que parece un atardecer prematuro. El malecón estaba en el desorden típico tras un evento musical, pero las notas del himno “Gato de Acero” flotaban en el aire. Grupos de civiles, soldados, músicos se unieron en cánticos, como una sola voz reclamando la victoria… El Almirante Kamael reculó. Su nave retrocedió hacia las profundidades. El Gato Salvaje del Mar estaba dañado, y su poder oscuro interrumpido. Helena recogía los restos de la fuente biológica para analizarla. Akira cuidaba la distribución de equipos para reconstruir amplificadores entre hospitales para reiniciar comunicaciones. Harkin tomaba notas: era un triunfo militar, pero también cultural.
Pasaron días. La vida en La Habana volvió a la cotidianidad. Los músicos regresaron a los escenarios. Los Gatos del Malecón, Ánima Sónica y Huracán Submarino reinterpretaron el himno. Llegaron emisarios de otros países y emisarios de Celesteon y aún unos pocos sobrevivientes atlaxianos para iniciar negociaciones. Compartían tecnología limpia, circuitos sónicos y energías regenerativas. Harkin, Helena y Akira fueron condecorados. Don Ernesto creó la guitarra llamada “El Pulso”. Y los cubanos, orgullosos de haber transformado una amenaza global en un acto de luz y música, reconstruyeron su historia con un nuevo símbolo: El Gato Salvaje ya no era sólo instrumento de guerra, sino también el galvanizador de un himno.
Un coro de miles de voces concluyó con las últimas palabras de Lysara, transmitidas por radio: “El poder sin control es la destrucción asegurada. «Aprendan de nuestros errores, y tal vez puedan evitar el destino que nosotros no pudimos».
La guitarra que Yosvani alzó sobre su cabeza brilló con una sola cuerda intacta, cuya vibración sumaba a cientos de guitarras, percusiones, vientos y un malecón que jamás olvidaría la noche en que el rock salvó al mundo.
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