El día era brillante. Los tulipanes, con sus variopintos colores y su fresco aroma, abrazaban la vista y el olfato de todos. El canto de los ruiseñores cargaban de alegría el ambiente; al igual que las risas de los niños, quienes corrían extasiados y disfrutaban de un momento que, quizás, tan solo en el futuro, serían capaces de entender lo valioso que era.
El brillo de aquel día parecía alcanzar a todos, excepto a dos hombres, quienes observaban el panorama desde la distancia, sentados en un viejo banco de madera. En principio, no había intercambio de palabras alguno, ni siquiera una mirada de reojo entre ellos.
No fue sino hasta que uno de ellos, quien tendría unos cincuenta años y resaltaba por tener una notoria cicatriz en la frente, suspiró algo agobiado.
—No vinimos aquí solo a sentarnos y reflexionar en silencio, ¿verdad? —Instó a su compañero a romperlo.
Viéndose interpelado, el otro hombre, apenas llegado a los cuarenta años, se giró hacia él. Colocó su brazo derecho sobre el respaldo del banco y tragó saliva.
—No, tienes razón. Te llamé aquí por una idea que está en mi cabeza hace tiempo y… no puedo contársela a cualquiera.
Sus palabras denotaban cierto nerviosismo. Su expresión corporal también, sus dedos golpeaban impacientemente el respaldo y zapateaba incansablemente uno de sus pies. No fue difícil notarlo.
—¿Y esta idea te incomoda? ¿Es sobre nuestro pasado en común, verdad? —Su tono, en contrapartida, estaba cargado de serenidad.
—Sí, es sobre… eso…
—Bien, entonces no temas y dime qué te aflige.
No fue capaz de expresar de inmediato lo que sentía. Tragó saliva, no una, sino dos veces; cambió su postura, encorvándose ligeramente y apoyando sus codos sobre sus rodillas y perdiendo su mirada en el césped.
—La realidad es que… mi mente está cargada de resentimiento. Cada noche, cuando me acuesto, soy incapaz de dormir. En la oscuridad de mi habitación… solo puedo recordar esa época. —Hizo una pausa para levantar su cabeza y mirar a su compañero. —Tú también lo sabes. Ser metidos, cientos de personas, en un vagón como si fuéramos mero ganado, perder la noción del tiempo ahí dentro, tener que usar un único balde para ir al baño… el ser despojado, no solo de todos nuestros bienes materiales, sino de aquellos a quienes más amábamos…
La aflicción se podía palpar a simple vista. Sus músculos faciales se hallaban en total tensión y sus ojos estaban cristalizados, al borde de derramar un centenar de lágrimas que, probablemente, serían insuficientes para apaciguar el dolor que aquella persona estaba sintiendo en ese momento. A pesar de lo necesario que aparentaba ser aquel sollozo, optó por secar sus ojos y endurecer su corazón.
—Cada vez que recuerdo todo lo que pasé, todo lo que aquellos que conocía tuvieron que sufrir, surge lo peor de mí. Detrás de todo el dolor que siento, hay… hay algo mucho más grande que me corroe, que destruye mi humanidad.
—Sientes un gran odio, ¿verdad? —La actitud de su oyente aún se mostraba impasible.
No hubo una respuesta inicial. Solo asintió lentamente con su cabeza, dando paso a unos instantes de silencio.
—Lo que deseo, me vuelve indigno como persona. Pero me sobrepasa. Siento que, en el fondo, solo apaciguaría mi dolor que ellos sufran lo mismo que yo. Que sientan el frío con los mismos harapos, el hambre tomando ese lodo negro que llamaban “café” y ese pan sin fermentar… La desidia y la desesperanza que nos producía el color gris que nos rodeaba y la incertidumbre del mañana…
Al finalizar su monólogo, cerró sus puños. Su rostro, aún tensionado, ahora reflejaba fielmente el significado de sus palabras. El hombre de la cicatriz, por primera vez, dejó de mirarlo y centró su mirada en el paisaje que se cernía frente a él.
—Comprendo cómo te sientes y comprendo por qué te duele el simple hecho de pensarlo. Sería un mentiroso si negara que aquellos pensamientos irrumpieron en mi mente alguna vez.
Sorprendido ante dicha confesión, su compañero lo observó fijamente.
—Entonces, ¿estás de acuerdo con lo que he dicho?
Más pareció sorprenderse en el momento que cerró los ojos y negó lentamente con la cabeza.
—Me refiero que no soy capaz de juzgarte. En cambio, sí soy capaz de decirte que esas ideas te llevarían a un camino que solo desgarrarían las más viejas heridas, heridas que aún no cicatrizaron y, quizás, jamás lleguen a cicatrizar. —Su tono transmitía serenidad, así como cierta melancolía.
—¿Por qué? ¿Acaso tienes miedo? —Su voz se tornó algo más intensa, ofuscado por una inesperada negativa.
—En cierta medida, sí. A mi edad y, luego de lo que he vivido, pocas cosas me aterran. Te confieso que la muerte hace tiempo es algo que no me provoca pavor alguno. —Hizo una breve pausa para tocar con la yema de sus dedos la cicatriz de su frente. —Nunca te conté cómo me hice esta cicatriz, ¿verdad?
Recibió una negativa ante dicha pregunta. Ello provocó que se gire y mire a los ojos a aquel hombre cargado de nerviosismo. Extrañamente, una ligera sonrisa se dibujaba en su rostro, aunque lejos parecía estar de transmitir algún tipo de felicidad.
—Como tú, también fui transportado, junto a mi padre y mi hermano, tres años menor, como si fuera ganado. Cuando bajamos, el caos era total. Golpes e insultos por doquier, un foco de luz nos daba de lleno en nuestros ojos y nos impedía ver con claridad. Por suerte, no perdí de vista a mi familia.
Por un momento se mostró dubitativo, e incapaz de continuar. Una gota de sudor frío caía por su frente y el aire parecía abandonar sus pulmones hasta quedarse vacíos.
—Mientras… caminábamos por una fila que parecía ser interminable. —Su voz era algo ahogada, pero logró continuar con su relato. —Mi padre me tomó del brazo y me dijo, con una seriedad que jamás le había visto antes, “cuida a tu hermano”. En su momento no lo entendí. Ni siquiera lo entendí cuando al final de la fila, un sujeto, con un fuerte latigazo, nos envió a mi hermano y a mí, por un lado, y a mi padre por el otro. Como ya sabrás, esa fue la última vez que lo vi.
Un silencio desolador los azotó. Los dos, casi de manera instintiva, observaron el horizonte. Empero, sus miradas estaban perdidas, rememorando un doloroso pasado.
—Cuando estuvimos forzados a trabajar hasta la muerte, comprendí mejor lo que papá me había pedido. Antes de eso, con mi hermano no nos llevábamos especialmente bien. Pero, presos de la desesperación, afloró entre nosotros un vínculo que pronto nos hizo darnos cuenta de que nos mantenía vivos.
En su tono se desprendía cierto aire de melancolía, al mismo tiempo que por unos instantes su débil sonrisa parecía transmitir una efímera felicidad.
—Así es, como tú, pasamos frío, hambre y el gris que nos rodeaba solo fomentaba la desesperanza en nosotros. Pero nuestro vínculo nos daba una esperanza por vivir… o al menos, eso creía.
—¿Eso creías? ¿A qué te refieres?
Ante la pregunta, el hombre de la cicatriz tragó saliva y lamió sus labios, como si estuviera buscando tiempo con el que ganar fuerza.
—Un día, un disparo hizo especial eco. No era extraño, habrás visto que los guardias solían practicar su puntería para matar el tiempo. Pero ese disparo fue diferente, vino acompañado de un grito ahogado. Por alguna razón, como si el destino quisiera que no ignorara el suceso, me sentí atraído por buscar el origen de aquel grito. —Vencido por los nervios, se vio obligado a realizar una pausa. Hasta la última fibra de su cuerpo temblaba. —Mi hermano estaba en el suelo, con un charco de su propia sangre esparciéndose. En ese momento, no hubo racionalidad en mí. Todo lo que me rodeaba se volvió oscuro y lo único que podía ver era su cuerpo. No importaba qué tanto corriera. De la misma manera que en la fila de la muerte, parecía que en lugar de acercarme, me alejaba más.
Atento a sus palabras, el otro hombre podía sentir el dolor que su relato transmitía. Un intenso dolor en el pecho y un nudo atorando su garganta le impedían esbozar palabra alguna. Se vio limitado a escuchar con el mayor de los respetos.
—Cuando por fin llegué a él, hubo dos hechos que me impactaron. Por supuesto, intenté inútilmente evitar su muerte, pero de por sí ya se encontraba muy débil y el disparo fue cerca de su yugular. El color rojo fue el primer color diferente al gris que vi en mucho tiempo y, a día de hoy, puedo ver mis manos teñidas en ese color…
—¿Y cuál fue la otra?
Ante la pregunta, giró su cabeza y, una vez más, lo miró directamente a los ojos. Empero, en esta ocasión no había brillo alguno en su mirada.
—Su rostro. —Su tono fue más seco de lo normal. —Cuando estaba agonizando, me di cuenta de que su expresión no había cambiado en lo absoluto con respecto a todos los días que habíamos pasado juntos allí. Fue entonces que comprendí que mi hermano no falleció en ese instante. Él, como todos los demás, morimos al ingresar allí. Todo lo que fuimos antes de ese lugar, por más que lo deseáramos, jamás podrá regresar.
Hizo una breve pausa, al mismo tiempo que tocaba su cicatriz.
—Al entender eso, me quedé congelado. Tanto que, el guardia que le había disparado, vino a sacarme de encima. No entendía lo que me decía, pero por su tono claramente me estaba insultado. No me importaba, estaba en shock. No me moví de ahí hasta que ese sujeto perdió la paciencia y me dio un fuerte culatazo en la frente, provocándome esta marca que ahora mismo me genera un picor bastante desagradable, como si entendiera que estoy hablando de ella.
—¿Cómo sobreviviste a eso?
—No estoy del todo seguro, el golpe fue lo suficientemente fuerte como para hacerme perder la conciencia. Solo sé que fui tratado por otro compañero, quien, antes de ser encerrado, estaba cerca de completar la carrera de medicina. Fui afortunado de no ser llevado a la enfermería, probablemente me hubieran seleccionado para morir por mi paupérrimo estado. Solo sigo aquí por suerte, tras ese suceso perdí el deseo de vivir. —Visiblemente afectado, bajó la cabeza y esbozó una sonrisa melancólica. —Fallarle a la última voluntad de mi padre y ver el rostro de mi hermano derrumbaron todos mis cimientos. Sin embargo, a los pocos días el lugar fue atacado y fuimos liberados.
—Después de todo esto que me contaste… aún no entiendo cómo puedes no estar de acuerdo con lo que pienso. —Su tono denotaba cierta indignación. —Lo que sufrió tu padre, tu hermano, todos los que estuvimos en esa situación. ¿Cómo puedes suprimirlo así?
—Porque lo vi en primera persona, y sé lo terrible que es.
Una expresión de sorpresa se formó en el rostro del más joven.
—No me digas que…
Sin embargo, negó con la cabeza.
—Cuando nos rescataron, los soldados nos dieron el… gusto, de ver cómo fusilaban a nuestros torturadores. Yo, aún muerto en vida, no dudé en verlo. Como tú ahora, estaba cargado de los deseos más inhumanos, pensaba que una parte de mis familiares estarían en paz al presenciar ese acto. Y más me convencí de esa idea cuando vi entre los condenados al asesino de mi hermano.
Su rostro se volvió solemne, hasta el grado de transmitir una incómoda frialdad.
—Solo lo miré fijamente a él, hasta el último detalle de su cuerpo pavoroso. Sus ojos llenos de lágrimas, sus piernas temblorosas y sus labios que parecían rezarle a quien sea que considerara que era su Dios. Me centré tanto en él, que ni siquiera escuché la orden de “fuego”. Solo me sobresalté por el ruido de los disparos. Y la imagen de su cuerpo cayendo… nunca la olvidaré.
Como si los disparos se hubieran producido en ese momento, un escalofrío recorrió por su espina, provocándole un pequeño sobresalto.
—Lo siento, a veces las imágenes en mi mente son más vívidas de lo que desearía.
—También me suele suceder… Pero dime, ¿qué sentiste al ver eso?
—Un vacío inexplicable, justo aquí. —Señaló su corazón, mientras que su tono sonó más apagado que nunca. —Ese hombre murió, ¿y qué había cambiado? Nada. Mi familia seguía muerta. Cuando murió mi hermano, fui incapaz de llorar, como dije, en ese momento perdí todo deseo de vida. Pero cuando murió su verdugo, estallé en lágrimas. Quería… de alguna manera, algo que me devolviera la paz y fue devastador darme cuenta de esa manera, que ese no era el camino. Fue cuando comprendí que aún deseaba vivir y por ello quise presenciar ese acto.
No hubo palabra alguna. Un silencio respetuoso se formó entre los dos, quienes tan solo observaban a los niños, que seguían jugando alegremente.
—Y déjame añadir una cosa más. —Acotó el hombre de la cicatriz. —Antes me preguntaste si tenía miedo y te respondí que en parte sí. Te habrás percatado de que cuando confesé que la muerte no me produce temor alguno, lo dije con total franqueza. No le temo, porque la gente no le teme a la muerte, le teme al desconocimiento de la muerte. Yo ya la conozco, vi su rostro muy de cerca.
Una vez más, el más joven de los dos se vio algo sorprendido ante aquellas palabras y, a su vez, cargado de intriga.
—Si no es a la muerte, ¿a qué le temes entonces?
En principio, no respondió, esbozó una cálida sonrisa y señaló con su mirada en dirección a los infantes.
—A ellos.
—¿A los niños? No lo entiendo.
—No exactamente a ellos, ¿quién podría temerle a criaturas tan inocentes? Mi temor es lo que los adultos podríamos provocarles. Míralos, son felices, pregúntale a cualquiera de ellos cuál es el color que más les gusta y todos responderán un color más cálido que el otro.
A pesar de estar risueño, suspiró con cierto agobio. Levantó la cabeza, perdiéndose en la inmensidad del cielo azul.
—Hemos sufrido terribles injusticias, pero ello no nos da el derecho a provocar que otros inocentes sufran las mismas injusticias. Por ello el odio no nos va a llevar a ninguna parte, solo a un ciclo interminable, donde los hijos de los otros sufrirán lo mismo que nosotros y, ellos, a su vez, desearán que nuestros hijos sufran lo mismo.
Inmediatamente, dejó de observar el cielo para penetrar en los ojos de su compañero. Su mirada estaba cargada de convicción.
—¿Quiénes somos nosotros para quitarles esa sonrisa? ¿Quiénes somos nosotros para quitarles esos colores? ¿Quiénes somos nosotros para privarlos del bello canto de los ruiseñores? Antes de contestar, solo te pido algo más, que los veas con atención.
Extrañado, accedió a su petición. Quizás, como nunca antes, observó con especial atención todo aquello que lo rodeaba. Y, de pronto, como si le sacaran una venda de los ojos, todas las palabras que acababa de escuchar impactaron de lleno en su corazón. Los colores, los agradables aromas, la melodiosa risa de los niños. Todo era tan bello. Traicionado por sus sentidos, no pudo evitar romper en llanto, un llanto desconsolado, hasta el punto de hacerlo encorvarse y ocultar su rostro en sus manos.
La mano de su compañero se posó en su hombro, quien con una sonrisa compasiva le dio su espacio para seguir sollozando.
—¿Ahora lo entiendes? El odio no nos devolverá nada. Y para peor, nos quitará todo lo que nos queda. No tienes que perdonar a los que nos lastimaron, pues el daño es imperdonable. Pero no debes odiar. Viviremos hasta el último de nuestros días con este inmenso dolor. Pero, hasta que ese día llegue, debemos asegurarnos de que nunca más alguien tenga que sufrir lo mismo que nosotros. De todas nuestras desgracias sembraremos un mundo donde nadie olvide lo que sucedió y comprendan que jamás deberá volver a repetirse.
Se detuvo para apreciar una vez más el escenario, viéndose completamente embelesado y llevándolo a realizar una sonrisa de oreja a oreja.
—Para que estos colores jamás vuelvan a apagarse…
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