Capítulo 38: La misión cumplida y la celebración del pueblo
El aire de la ciudad vibraba con una energía distinta. Durante semanas, los noticieros, redes sociales y conversaciones en las calles giraban en torno a un mismo tema: los hospitales de Kaito. El proyecto que muchos consideraron imposible se había convertido en una realidad tangible. Cada piedra colocada, cada pared levantada, cada sala equipada, era testimonio de una visión que trascendía lo material.
Y ahora, el día había llegado. La misión que el sistema le había asignado —gastar 800 billones en crear hospitales que salvaran vidas— estaba completa. No era solo un número en una pantalla invisible para todos menos él, sino una cadena de hechos que habían transformado la esperanza de millones.
Desde la madrugada, las calles estaban abarrotadas. Familias enteras, ancianos con bastones, niños con banderitas improvisadas, jóvenes con pancartas coloridas; todos se congregaban en las plazas principales de cada ciudad donde un hospital de Kaito había sido construido. Era como si el mundo entero hubiese decidido detenerse por un instante para celebrar lo que representaba: un nuevo comienzo.
En una de las avenidas más amplias, gigantescas pantallas transmitían en directo la llegada de Kaito al hospital central, el más grande de todos. Sus pasos eran firmes, pero dentro de él, un torbellino de emociones lo agitaba. La voz del sistema resonó en su mente, clara y solemne:
Misión completada: Construcción de hospitales para salvar vidas.
Recompensa desbloqueada: 20 habilidades de rango divino.
Kaito no reaccionó con sorpresa visible; su rostro se mantuvo sereno, pero en su corazón sintió el peso de aquellas palabras. Había cumplido. Lo que comenzó como una misión imposible se había convertido en una hazaña que el mundo entero reconocía.
Cuando bajó del vehículo oficial y puso un pie en el suelo, la multitud estalló en gritos y vítores. No eran simples aplausos formales: eran ovaciones sinceras, llenas de gratitud.
Una niña pequeña, con un ramo de flores en la mano, se abrió paso entre la gente y corrió hacia él. Los guardias intentaron detenerla, pero Kaito levantó la mano y se agachó para recibirla. La pequeña lo abrazó con fuerza, enterrando su rostro en su pecho.
—Gracias por salvar a mi hermano… —murmuró entre lágrimas.
El corazón de Kaito se estremeció. Esa era la verdadera razón por la que todo valía la pena. No las cifras, no la fama, sino esas vidas concretas, esos rostros agradecidos.
Pronto, más personas comenzaron a acercarse. Una anciana tomó sus manos y lloró, diciendo que ya no tendría que viajar kilómetros para recibir tratamiento. Un joven estudiante lo abrazó con fuerza, repitiendo que ahora sus padres enfermos tendrían atención gratuita. Uno tras otro, cientos de personas lo rodearon, extendiendo brazos, sonrisas y lágrimas.
Era como si la humanidad entera, cansada de sufrimiento, hubiese encontrado en él un refugio. Y Kaito, aunque no lo decía en voz alta, lo sentía: esa era la mayor recompensa.
La música comenzó a sonar. No había sido planeada, no en ese nivel. Un grupo de jóvenes apareció con guitarras, tambores y violines, improvisando melodías que pronto se mezclaron con las voces de la multitud. Las canciones hablaban de esperanza, de un futuro nuevo, de la unión que se estaba gestando.
Algunos comenzaron a bailar en las calles, tomados de las manos. Niños daban vueltas en círculos, riendo a carcajadas. Las madres aplaudían, los abuelos cantaban letras improvisadas, y poco a poco, la celebración se extendió como un incendio de alegría.
Kaito observaba todo con una mezcla de asombro y humildad. Nunca había buscado que lo veneraran; lo que quería era dar un paso más hacia un mundo diferente. Pero al ver a la gente sonreír, cantar y bailar, comprendió que esa felicidad compartida era un símbolo más fuerte de lo que él mismo podía imaginar.
Cuando subió al escenario improvisado frente al hospital central, el silencio se hizo absoluto. Miles de ojos se clavaron en él, esperando palabras que marcaran aquel día. Kaito tomó aire y habló con la voz firme que siempre lo caracterizaba:
—Hoy no celebramos a un solo hombre, ni a un proyecto. Hoy celebramos a la humanidad. Estos hospitales no son míos, son de todos ustedes. Son de los que sufrieron, de los que esperaron, de los que no perdieron la fe. Son de los que lucharon por ver un futuro mejor.
La multitud estalló en aplausos, pero Kaito levantó la mano para continuar.
—La misión nunca fue gastar dinero ni levantar edificios. La verdadera misión es salvar vidas. Y eso no termina hoy. Cada doctor, cada enfermera, cada voluntario que trabaje en estos hospitales, será un héroe. Cada persona que entre por estas puertas debe salir con esperanza. Ese es nuestro juramento.
Las palabras calaron profundo. Muchos lloraban, otros aplaudían con furia, y algunos simplemente se quedaban en silencio, absorbiendo cada sílaba como un mantra.
Entre la multitud, cinco miradas se mantenían fijas en Kaito. Airi, Lena, Miyu, Reina y Sofía, cada una desde su posición, observaban con el corazón latiendo desbocado.
Airi sonrió con lágrimas en los ojos, murmurando para sí:
—¿Cómo no enamorarme más de él, si es capaz de mover el mundo entero?
Lena, más contenida, apretó las manos contra su pecho.
—No hay estrategia que se compare a la pureza de lo que está haciendo. Debo estar a su lado… cueste lo que cueste.
Miyu se dejó llevar por la emoción y terminó cantando con los niños, pero en su mirada había un brillo nuevo, una decisión firme.
Reina apretaba los labios, no de celos, sino de pasión contenida.
—Este hombre… no voy a dejar que nadie más se quede con él antes que yo.
Y Sofía, con la elegancia que siempre la caracterizaba, simplemente inclinó el rostro, dejando que una lágrima solitaria recorriera su mejilla.
—El mundo entero puede amarlo… pero yo quiero ser quien lo entienda en silencio.
Aunque no hicieron ningún movimiento directo ese día, todas comprendieron algo: la competencia se volvería aún más intensa.
La celebración continuó hasta entrada la noche. Las ciudades se iluminaron con fuegos artificiales que pintaban el cielo de colores brillantes. Los niños gritaban emocionados con cada estallido, las parejas bailaban bajo las luces, y los ancianos observaban con lágrimas de nostalgia y alegría.
Kaito se quedó de pie en el balcón del hospital central, mirando todo. A su lado, médicos y voluntarios lo acompañaban, pero en su mente resonaba la misma pregunta: ¿qué vendría después?
El sistema había recompensado su misión con habilidades de rango divino, pero lo que veía frente a él era aún más poderoso que cualquier don sobrenatural: la unión de la gente.
—Este es solo el comienzo… —murmuró para sí mismo.
Cuando bajó de nuevo para unirse a la multitud, ocurrió algo inesperado. Un grupo de personas comenzó a formar un círculo y, antes de darse cuenta, lo arrastraron hacia el centro.
—¡Con nosotros, Kaito! ¡Baila con nosotros! —gritaron entre risas.
Al principio intentó negarse, pero las manos lo empujaron suavemente, hasta que se encontró girando, moviéndose torpemente al ritmo de la música. La multitud estalló en carcajadas y aplausos, y pronto, cientos de personas comenzaron a bailar a su alrededor, como si aquella danza improvisada fuera un ritual de agradecimiento.
Y Kaito, por primera vez en mucho tiempo, permitió que su corazón se relajara. Rió, giró, y compartió aquel momento con la gente que lo había abrazado no como un líder lejano, sino como alguien cercano, alguien que había devuelto esperanza.
Las celebraciones duraron hasta el amanecer. Nadie quería irse a casa, como si temieran que todo se desvaneciera al despertar. Pero no era un sueño: los hospitales estaban ahí, firmes, listos para salvar vidas.
En cada ciudad, en cada rincón donde se erguía un edificio de Kaito, la historia se repetía: abrazos, cantos, bailes, fuegos artificiales, lágrimas de alegría. Era la primera vez en generaciones que la humanidad se unía en una fiesta global no por un deporte, no por un evento pasajero, sino por algo que tocaba lo más profundo: la vida.
Kaito observó todo en silencio, y aunque sabía que nuevas pruebas vendrían, también comprendió que ese día quedaría grabado para siempre en la memoria del mundo.
La misión estaba cumplida. Pero el verdadero viaje apenas comenzaba.
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