Capítulo 29: La Noche de las Sombras
La luna llena iluminaba un valle apartado, rodeado de montañas que ocultaban a los ojos del mundo lo que allí iba a ocurrir. El aire estaba cargado de una tensión extraña, como si incluso la naturaleza presintiera el choque que estaba por desatarse.
Kaito, vestido con ropa negra de combate y un largo abrigo que ondeaba con el viento, aguardaba en medio del claro. Su mirada era serena, pero en lo profundo de sus ojos ardía una chispa implacable. El sistema ya lo había advertido: Kurohime y las cinco asesinas estaban en camino.
Un susurro de pasos rompió el silencio. Desde las sombras, cinco siluetas femeninas emergieron, seguidas de una figura majestuosa: Kurohime. Su vestido negro brillaba bajo la luz de la luna, y en sus manos portaba una katana forjada en acero maldito. Su presencia era tan imponente que las mismas asesinas parecían pequeñas a su lado.
—Kaito… —su voz se deslizó como un veneno dulce—. Pensé que eras solo un niño jugando a ser poderoso, pero después de lo que lograste, me has obligado a venir personalmente. Deberías sentirte honrado.
Kaito desenfundó lentamente dos pistolas plateadas, girándolas con una fluidez impecable antes de apuntarlas al frente.
—No me siento honrado. Solo veo a seis personas que decidieron amenazar mi vida y mi camino. Y hoy… aprenderán que no debieron hacerlo.
Las asesinas se tensaron, sus ojos brillando con el ansia de probarse contra él de nuevo. Kurohime sonrió, mostrando una calma peligrosa.
—Entonces… que la danza comience.
Las cinco asesinas se lanzaron a la vez, como sombras veloces. Una con dagas, otra con cadenas, otra con lanzas cortas, otra con cuchillas retráctiles y la última con garras metálicas. Coordinadas, buscaban abrir brechas para que su jefa diera el golpe final.
Kaito apretó los gatillos.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
Las balas surcaron el aire con una precisión imposible. Cada disparo impactaba en las armas de las asesinas, desviándolas en el último instante. No apuntaba a matarlas, sino a desarmarlas, a quebrar su ritmo. Una bala dio en una cadena, partiéndola en dos. Otra golpeó el filo de una daga, arrancándola de las manos de su portadora.
Kurohime dio un paso adelante y en un destello de acero bloqueó una bala con su katana. La onda de choque retumbó en el valle.
—Impresionante… usas armas de fuego como si fueran parte de tu propio cuerpo —comentó, sus labios curvándose en un gesto de fascinación.
Kaito no respondió. Guardó las pistolas en un movimiento fluido y avanzó directo hacia ellas.
El choque cuerpo a cuerpo fue inmediato. Una de las asesinas intentó acuchillarlo con una cuchilla oculta en la muñeca, pero Kaito desvió el ataque con un giro de muñeca y la inmovilizó contra el suelo en un solo movimiento. Otra vino con una lanza corta, pero él la quebró con una patada giratoria que resonó como un trueno.
Los golpes de Kaito eran secos, precisos, perfectos. Cada movimiento estaba impregnado de una fuerza que iba más allá de lo humano. Sus puños parecían atravesar el aire con el poder de un relámpago, y sus patadas sacudían la tierra como un terremoto.
Una de las asesinas, la más ágil, intentó saltar sobre él desde atrás con sus garras metálicas. Kaito giró en el último instante, atrapó sus muñecas y, con una llave impecable, la derribó sin esfuerzo.
Las cinco estaban de nuevo en el suelo, jadeando, heridas, pero vivas.
Kurohime aplaudió lentamente.
—Tienes razón… eres diferente. No solo eres un luchador, eres un artista de la batalla. Pero ahora… probarás mi filo.
La jefa avanzó, desenvainando por completo su katana. El aire se cortó en dos cuando lanzó el primer ataque. Un tajo horizontal que habría partido en dos a cualquiera… pero no a Kaito.
Él giró sobre sí mismo, esquivando el filo por centímetros, y respondió con un golpe de palma directo al abdomen de Kurohime. Ella retrocedió varios metros, sorprendida por la fuerza.
—¡Tch…! —chocó la hoja contra el suelo y levantó una nube de polvo. En un instante, desapareció de su lugar.
¡Zas!
Apareció detrás de Kaito, su espada bajando en un arco mortal. Pero él, sin mirar atrás, desenfundó una de sus pistolas y disparó al aire. La bala chocó con la katana, desviándola antes de tocarlo.
—¡¿Qué…?! —Kurohime abrió los ojos, sorprendida por su reflejo.
Kaito giró, atrapó su muñeca y, con un movimiento seco, la desarmó. La katana cayó al suelo, resonando en el valle.
—Tú… —susurró Kurohime, jadeando—. ¿Quién diablos eres realmente?
Kaito apuntó el cañón de la pistola a su frente. Su voz salió firme, sin titubeos.
—Soy Kaito. Y no importa si eres asesina, jefa o reina de las sombras. No dejaré que nadie destruya lo que estoy construyendo.
Un silencio absoluto se extendió. Las asesinas, todavía heridas, observaban con ojos abiertos la escena. Su jefa, la invencible Kurohime, había sido derrotada.
Pero lo que las sorprendió más no fue su derrota… sino que Kaito bajó el arma.
—No voy a matarlas. Ni a ti, ni a ellas.
Kurohime lo miró fijamente. Una mezcla de furia, incredulidad… y algo más profundo. Respeto.
Kaito dio media vuelta, guardando las armas y alejándose con pasos firmes.
—Regresen a su mundo de sombras. Pero recuerden bien esta noche: no importa lo que intenten, jamás me derribarán.
El eco de la derrota
Las asesinas ayudaron a su jefa a ponerse de pie. Ninguna de ellas podía hablar. Habían visto algo que estaba más allá de la fuerza: una voluntad inquebrantable.
Kurohime apretó los dientes, pero en el fondo de su pecho ardía una llama distinta.
—Ese hombre… —susurró para sí misma— no es de este mundo.
Y mientras la luna seguía brillando sobre el valle, Kaito se alejaba, imparable, sabiendo que aquella batalla era solo el inicio de algo mucho más grande.
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