Me contaron que cuando era pequeño me apodaban Dieguito Maradona debido a mi pelaje enrulado.
Qué lindo y qué orgullo que me dijeran así.
Y es que yo tenía menos de dos años cuando Argentina ganó la Copa del Mundo del 86. Es decir que era un Dieguito Maradona cuando la gloria de ese mundial aún estaba bien nuevita.
Sin embargo, con el tiempo dejaron de apodarme así. Supongo que fue porque me vieron jugar a la pelota.Me decían Dieguito cuando todavía no jugaba al fútbol, pero al verme jugar ya no me lo dijeron más.
Es que yo amo el fútbol pero parece que siempre fui malo.
De hecho escribí un cuento fantástico sobre ese tema.
Probablemente escribo mejor de lo que juego.
En fin, tuve que sufrir mucho por esta causa ya que, para un varón, jugar mal a la pelota resultaba despreciable para niños y adultos por igual.
Incluso los propios profesores de educación física se sumaban a las burlas de mis compañeros cuando tenía una mala actuación (o sea siempre que participaba).
En aquel tiempo los docentes no solamente permitían el bullying sino que lo celebraban y fomentaban.
La cuestión es que esto hirió mi autoestima y afectó mi desarrollo en diferentes áreas, más allá de mi improbable carrera deportiva.
Me sentía, pues, inepto para las actividades más diversas. No me percibía capaz de aprender en la escuela, de trabajar o estudiar en equipo, de ser útil en general o de tener amigos y ser querido.
Al cargar con este deprimente antecedente, muchas otras cosas me salieron mal a través de los tiempos.
Es que no solamente se me consideraba un jugador de fútbol poco habilidoso, sino un niño fallado, indeseable, que no servía para nada.
Sin embargo, un día, siendo ya un joven que había terminado sus estudios secundarios y cumplía con la tarea designada de ser un solitario marginal, ocurrió algo inesperado.
Caminaba sin rumbo alguno por una calle vacía que pasaba por detrás de un colegio.
Allí, dentro de los muros del colegio, se escuchaban gritos, pitidos, indicaciones y festejos de diferentes deportes, dado que era el horario de educación física de varios cursos al mismo tiempo.
El colegio tenía un patio gigantesco, así que no había problema en que varios grupos de secundaria tuvieran sus clases en simultáneo usando diferentes sectores del campo.
Pasaba yo por ahí sin importar lo que ocurriera en la escuela pero, de pronto… ¡una pelota de fútbol salió hacia la calle!
La bola superó el muro divisorio entre la escuela y el mundo exterior. Cayó en medio del asfalto y rebotó hasta quedarse inmóvil a la espera de que alguien la tomara.
Como yo era el único presente allí, me tocaba ser quien agarrara esa pelota y la devolviera. Caminé hacia ella y noté que un adolescente ya estaba trepado al muro para saltar a la calle y recuperarla.
Sí, en ese tiempo los profesores también permitían que los estudiantes saltaran los muros y cruzaran la calle sin control alguno.
Sin embargo, cuando el joven me vio a mí cerca de la pelota, retrocedió y volvió al campo de juego. De algún modo, mi sola presencia confirmaba que yo la iba a devolver.
En realidad, lo primero que se me ocurrió fue… robármela.
«Aunque no soy bueno jugando al fútbol, sí corro bastante rápido. Si escapo con la pelota nunca me atraparán». Y no me venía nada mal obtener una pelota gratis. Eso fue lo primero que pensé, lo reconozco. Pero no fue lo que decidí.
Porque entonces recibí una especie de inspiración o algo así y decidí devolver la pelota a la cancha con un buen zapatazo.
Sin pensar más, agarré la bola con mis manos, la arrojé a corta distancia con una altura moderada y cuando caía le di mi mejor patadón. Como hacen los arqueros cuando sacan con los pies.
¿Estuve un momento como poseído por un espíritu futbolístico?
En realidad, podría haber pasado cualquier cosa. Podría haber errado el disparo, podría haber enviado el balón aún más lejos o perderlo haciéndolo caer dentro de una casa vecina. Podría haber fallado de mil maneras. Podría haber pasado vergüenza, pero no.
¡El impacto de mi pie derecho con la pelota fue de lo más espectacular!
Le di de lleno, con una potencia inusitada y con una dirección absolutamente inmejorable.
La pelota se elevó muchísimo y dibujó una curva gradual en los cielos que la desplazó desde la calle hasta el centro del campo de juego escolar.
Cuando estaba en su punto más alto lucía tan asombrosa como si ya no fuera a bajar del cielo jamás, parecía un satélite, una pequeña nave espacial, una pelota cósmica.
Parece algo simple, pero fue la mejor devolución de pelota que hice en mi vida. La mejor devolución de una pelota de todos los tiempos.
¡La fuerza de ese tiro, la altura sideral que alcanzó esa pelota y la dirección tan perfecta con que viajó por los aires! Increíble, inolvidable, ¡in-ol-vi-da-ble!
Cuando estaba en su altura máxima, incluso se llegó a escuchar la expresión de sorpresa de los que estaban esperándola.
Y entonces un joven, tal vez el mismo que había subido al muro, gritó «¡¡¡Guardaaa!!!» (que en nuestro país es como decir «¡¡¡Cuidado!!!») para advertir a los demás que un superpelotazo viajaba a toda velocidad hacia la tierra y que se iba a estrellar allí.
Escuché la pelota rebotar con tanta fuerza sobre la cancha de tierra que creo que todo el edificio del colegio tembló.
Después, satisfecho, seguí caminando. Mi día había mejorado un montón.
Desde entonces, cuando me encentro con una dificultad o un desafío, un miedo o una inseguridad, recuerdo esto y me doy ánimo. Me pongo de cara al problema y me digo:
«Lo voy a lograr. Si pude devolver esa pelota, entonces puedo hacer esto también. ¡Adelante!»
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Mi nombre es Sebastián Araujo y comparto escritos sobre diversos temas que descubro
en mi camino como persona y como autor.
Si querés, seguime para compartir futuros textos.
También podés encontrarme como @sebas.autor
¡Saludos y que tengas un día fantástico!
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