Capítulo 1: El vacío de Kaito
La casa de Kaito Takahashi no era realmente un hogar, sino una herida abierta en medio de un barrio olvidado por todos. Hecha de madera podrida, cada tabla parecía crujir bajo el peso del tiempo, como si la vivienda misma estuviera cansada de resistir. En los días de lluvia, el agua se filtraba por el techo, formando pequeños charcos que nadie se molestaba en limpiar porque, al final, siempre volvían a aparecer. El olor a humedad impregnaba las paredes y hasta los sueños.
Los sillones del pequeño salón eran apenas esqueletos de lo que algún día habían sido. Los resortes asomaban como dientes oxidados, y cada vez que su hermana se sentaba en uno de ellos, Kaito temía que la estructura cediera por completo. Pero no había nada mejor. No había dinero para reparar, ni esperanzas para cambiar.
Su hermana, de apenas dieciséis años, solía mirarlo en silencio. Se parecían demasiado: el cabello oscuro, la piel algo marchita por el hambre, y la misma mirada apagada que reflejaba una vida sin caminos. Ninguno había tenido la oportunidad de estudiar; ni primaria, ni secundaria, mucho menos la universidad. A duras penas sabían leer lo básico, y eso gracias a un viejo vecino que les enseñó algunas letras antes de morir. Vivían como sombras, sin futuro, sin presente, con un pasado que solo era una cadena más.
Kaito salía cada mañana a trabajar en lo que podía. Nunca tenía un empleo estable; siempre lo contrataban por el día, para tareas que nadie más quería hacer. Cargar cajas llenas de polvo, limpiar desechos, recoger basura que apestaba a kilómetros. Al final, lo único que se llevaba a casa era unas monedas que desaparecían rápido en arroz barato y pan duro. Y, aun así, los demás lo despreciaban. No había día en que no recibiera insultos.
—Apártate, hueles peor que la basura que recoges —escuchaba en la calle.
—¿Para qué vives? No sirves para nada.
Las palabras eran dagas. Una, otra, y otra más. Con el tiempo había intentado convencerse de que ya no dolían, pero cada insulto era un recordatorio: para el mundo, él no era más que un desecho.
Ese día en particular, el aire parecía más pesado que nunca. El sol caía implacable, y Kaito trabajaba en un taller pequeño donde limpiaba pisos y recogía desperdicios. Su ropa estaba sucia, rota en varios lugares, y el sudor se mezclaba con el polvo. Sentía que cada movimiento lo hundía más en un abismo sin salida.
De pronto, la voz de su jefa cortó el aire.
—Kaito. —Era seca, dura, casi un escupitajo—. Estás despedido.
El muchacho dejó caer la escoba que sostenía. Un nudo en la garganta lo ahogaba.
—Por favor… —susurró, casi sin voz—. No me despida. No tengo nada, no tengo a dónde ir.
Por un momento, creyó ver en ella un gesto de duda. Pero lo que vino después fue peor que cualquier palabra. Una carcajada cruel resonó en el taller.
—¿No tienes nada? —repitió ella, con burla—. Pues sigue sin tenerlo.
Un empujón lo arrojó al suelo. Una patada en el estómago lo dejó sin aire. Y cuando intentó levantarse, los demás trabajadores comenzaron a tirarle restos de comida, papeles, basura. Cada objeto caía sobre él como un sello que confirmaba lo que todos pensaban: Kaito Takahashi no valía nada.
Salió tambaleando del lugar, cubierto de polvo y restos inmundos. Caminó sin rumbo fijo, con la cabeza gacha, las lágrimas contenidas y los dientes apretados. Una y otra vez, las mismas preguntas lo golpeaban por dentro:
—¿Por qué yo? ¿Por qué mi vida tiene que ser así? ¿Por qué los dioses son tan injustos?
Se detuvo en medio de la calle, con la mirada perdida. Gritó. No importaba que la gente lo mirara como a un loco. No importaba que algunos se rieran de él al pasar. Su voz salió rota, desgarrada:
—¡Díganme por qué! ¡¿Por qué nací para sufrir de esta forma?!
El eco se perdió entre edificios sucios, sin que nadie respondiera. Nadie lo haría nunca.
Finalmente, sus pasos lo llevaron a un rincón vacío, cerca de un parque abandonado. Se dejó caer en un banco de metal oxidado, incapaz de contener la mezcla de enojo, frustración y tristeza. El cuerpo le pedía llorar, pero las lágrimas ya no salían. Había llorado demasiado a lo largo de su vida; ahora solo quedaba la sequedad amarga de la desesperanza.
Y entonces ocurrió.
Una luz tenue comenzó a brillar frente a sus ojos. Al principio pensó que era un reflejo del sol, un truco de su mente agotada. Pero la luz creció, formando líneas y símbolos en el aire, como si una pantalla invisible se desplegara ante él. Kaito se quedó inmóvil, con el corazón golpeando su pecho.
Las letras comenzaron a ordenarse, una tras otra, hasta formar un mensaje claro:
[Carga completada: 100%]
Bienvenido, anfitrión.
Sistema activado: La Cartera Infinita.
Kaito parpadeó varias veces. Creyó estar soñando, pero la luz seguía allí, flotando, esperando. Una voz metálica, fría y neutra, resonó en su mente:
—Anfitrión confirmado. Sistema de Dinero Infinito activado.
Nuevas líneas aparecieron en el aire, como si fueran un registro imposible de su existencia:
Nombre: Kaito Takahashi
Edad: 18 años
Fuerza: 0
Agilidad: 0
Inteligencia: 0
El joven temblaba. No entendía lo que veía. Era demasiado irreal, demasiado imposible. Se llevó las manos a la cabeza, murmurando para sí mismo:
—¿Qué es esto…? ¿Qué… qué significa?
La voz volvió a hablar en su interior:
—Anfitrión, usted ha sido seleccionado. Este es el inicio de una nueva vida.
Por un instante, todo el dolor acumulado en su corazón se mezcló con algo desconocido. No era alegría, no era alivio. Era una chispa. Una chispa tan pequeña que apenas podía notarse, pero suficiente para encender una posibilidad: ¿y si, por primera vez, su vida podía cambiar?
Kaito miró la pantalla flotante. Su respiración era agitada, su cuerpo temblaba. Había pasado dieciocho años siendo nada, siendo menos que nada. Humillado, despreciado, reducido a la miseria. Pero ahora, frente a él, aparecía algo que escapaba a todo lo que conocía.
Una oportunidad.
El viento sopló suavemente, moviendo las ramas de los árboles cercanos. El cielo se teñía de un naranja apagado, como si el día se cerrara para dar paso a algo nuevo. Y allí, en medio de la soledad, Kaito Takahashi dio el primer paso hacia un destino que jamás hubiera imaginado.
El sistema permanecía flotando frente a sus ojos, esperando órdenes, como un dios silencioso que le ofrecía todo y, al mismo tiempo, le exigía dar el salto.
Kaito no sabía aún lo que significaba tener una “cartera infinita”. No sabía si era un milagro, una maldición, o simplemente otra burla del destino. Pero por primera vez en su vida, sintió algo parecido a esperanza.
Y eso, para un muchacho que nunca tuvo nada, lo cambiaba todo.
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