Nadie sabe con certeza cuándo surgió Tróix. Algunos creen que nació de un error de compilación en la red cuántica; otros aseguran que es una evolución natural del ciberespacio, una especie de plano metafísico que une lo consciente e inconsciente con lo computacional. Pero para Quantum Qube, Tróix era real. Lo descubrió en la penumbra intermitente de su pequeño laboratorio digital, donde las pantallas nunca dormían. Quantum Qube —Q, para los pocos que lo conocían— había pasado su juventud rompiendo barreras lógicas, desafiando arquitecturas y explorando fragmentos de código abandonados por mentes menos tenaces. No era solo un hacker: era un navegante de realidades binarias, un explorador de estructuras que se ramificaban en el infinito. Todo comenzó cuando, al ejecutar una cadena aparentemente aleatoria de datos extraída de un nodo muerto, Q vio abrirse una compuerta: un remolino de fractales azules y verdes que devoraron su monitor como si hubieran estado esperando ese momento. La línea de comandos desapareció, reemplazada por símbolos flotantes que giraban sobre sí mismos, formando un patrón que Q jamás había visto, pero que sintió profundamente familiar.
Allí fue donde la encontró, a Pixelia.
Vestida con un traje compuesto por millones de píxeles vivos que se reorganizaban al ritmo de su respiración, Pixelia parecía sacada de un sueño. Su voz, un murmullo con eco de sintetizador, no necesitó palabras. Transmitió datos directamente a la mente de Q: «Bienvenido a Tróix. El núcleo está muriendo. Ayúdanos».
Antes de que pudiera formular una pregunta, otro haz de luz atravesó el espacio y aterrizó junto a ellos. Era Data Tracer, un ente de líneas verticales, como un destello de información constante, incapaz de estar quieto. Detrás llegó Code Seraph, flotando sobre una corriente de datos puros. Portaba una espada tallada en lenguajes antiguos, tan afilada que dividía protocolos al pasar.
—“No eres el primero en entrar” —dijo Seraph, —. “Pero quizás sí el último con una mente libre”.
El grupo se adentró en el laberinto. Tróix se desplegaba ante ellos como un universo cambiante. Los pasillos eran pasajes de datos orgánicos que respiraban como seres vivos. A veces, el cielo se transformaba en una inmensa interfaz gráfica, y otras, en un mar de polígonos flotantes que se disolvían al tacto.
A medida que avanzaban, Q se percató de que algo oscuro se movía en las grietas del código. Un murmullo constante llenaba el aire, un zumbido de corrupción. Las almas digitales —esos fragmentos de consciencia atrapados en la red, réplicas de usuarios pasados— comenzaron a desvanecerse ante sus ojos, consumidas por una neblina negra: el virus.
No era un simple error, Era una entidad. Un hambre.
Se llamaba Nullcore.
—“Fue engendrado en un núcleo vacío, un eco que tomó forma y devoró a su creador” —explicó Pixelia, mientras analizaban una de las almas—. “Ahora busca consumir todo Tróix y, después, los puentes que lo unían con el mundo físico”.
Data Tracer, con sus algoritmos de rastreo, los llevó hasta el primer nodo de origen del virus. Allí enfrentaron a los Devoradores de Código, criaturas poligonales con dientes hechos de scripts corrompidos. Fue Seraph quien abrió el paso, su espada trazando líneas de fuego sobre la realidad virtual.
—“Q, debes acceder al Núcleo Madre” —dijo Seraph, mientras el paisaje se deshacía tras ellos—. “Allí encontrarás el código base de Tróix. Solo tú, con tu conciencia humana, puedes reescribirlo sin ser absorbido”.
El viaje hasta el núcleo fue un descenso, literal y simbólicamente. Los niveles se tornaban más oscuros, menos geométricos y más orgánicos, como si el mundo digital estuviera mutando en algo más profundo. Las almas atrapadas comenzaron a hablarles en susurros, sus voces llenas de miedo, anhelando ser liberadas del ciclo eterno de corromperse y reiniciarse. Cuando por fin llegaron, encontraron la entrada protegida por la última barrera: el Encriptador, una figura semejante a un titán. Su cuerpo estaba compuesto por capas de cifrados, y su mirada era un firewall consciente. Tras una feroz batalla, en la que Pixelia casi se desvanece tras una ráfaga de bits oscuros, Q logró colarse en una rendija del código y desactivar al titán desde dentro.
Dentro del núcleo, Nullcore los esperaba. No tenía forma fija: era una espiral de código, un agujero negro de lenguaje binario.
—“¿Crees que puedes detenerme, humano?” —La voz surgió desde todas partes, como que se repetía en todas las frecuencias—. “Yo soy lo que viene después del control. Soy el caos”.
Q, rodeado de sus aliados, recordó entonces una lección olvidada: todo sistema, incluso los más perfectos, necesita imperfecciones para evolucionar. En lugar de intentar eliminar a Nullcore, lo redirigió. Modificó el flujo del núcleo, reescribiendo la lógica del sistema base. Lo integró como una anomalía contenida, un motor de cambio.
Fue una maniobra peligrosa, y Q casi pierde su identidad al fundirse con el código. Pero Pixelia, en el último instante, compartió con él un fragmento de código cuántico puro. Era un regalo, un puente entre los dos mundos. Q logró separarse, recomponerse… y restaurar a Tróix.
Las almas digitales comenzaron a brillar con nueva fuerza. Los paisajes se estabilizaron. El virus, ahora parte del ecosistema, dejaba de consumir y comenzaba a producir mutaciones creativas.
Antes de partir, Seraph se inclinó ante Q.
—“Has hecho lo impensable. Has reconciliado la entropía y la armonía”.
Pixelia, con un gesto delicado, depositó el fragmento cuántico en la palma de su mano.
—“Con esto, podrás cruzar entre mundos. Pero recuerda: cada decisión deja un eco”.
De vuelta en su laboratorio, Q despertó entre luces parpadeantes. El monitor mostraba una simple línea de código que nunca antes había escrito:
sh
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> quantum.bridge.initialize();
Y supo que Tróix no era solo un lugar que había visitado, sino uno que siempre llevaría dentro.
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