Dos lenguas, una isla

Alrededor de las diez de la mañana, los chicos del barrio empezaron a llamarme. Yo no estaba en el parque de la esquina, junto a la casa de la abuela, como habíamos quedado la tarde anterior. No estaba de ánimo. Mi mancava papà.

La mamma y yo no pudimos dormir en toda la noche. Los apagones eran cada vez más frecuentes: entre los mosquitos y el calor, me levanté de mal humor. Pero la abuela sabe cómo curarlo: basta estrecharme contra sus cálidos pechos, acariciar mi cabello y susurrarme: mi pequeña italianita. Y yo sonrío enseguida, aunque por dentro siga sintiendo ese hueco.

Cuando escuché los gritos de Paquitín, Jordan y Luisito, el mal humor ya se me había pasado.

—¡Clara, Clara, ¡vamos a jugar!

Me llamaron desde la acera. Me quedé un momento sin moverme, como si me invitaran a un club secreto donde la contraseña era mi nombre.

—¿A qué jugamos?

—A “¿cómo se dice…?”

—Dai…

—Empiezo yo —dijo Luisito—. ¿Cómo se dice mamey en italiano?

La palabra me sonó a caramelo, pero no tenía idea de qué era. Sentí calor en la cara porque no quería quedar como una extranjera.

—Mamey… tengo que preguntarle a mi mamá.

Entré corriendo. La mamma estaba sentada a la sombra del patio. No cortaba mangos como otras tardes. Tenía la vista fija en la pantalla del celular, deslizando el dedo despacio, como si quisiera atrapar cada palabra que aparecía. Afuera, el aire espeso de agosto traía el olor dulce del mamey maduro. Sobre la mesa, la fruta abierta dejaba escapar su pulpa anaranjada, y una mosca insistente giraba en círculos, como hipnotizada por ese perfume denso que lo llenaba todo.

Cuando le hice la pregunta, se rió. Se inclinó, acercó la boca a mi oído y me susurró algo que me hizo reír también, aunque no fuera una respuesta.

Volví al portal donde me esperaban los muchachos.

—No se dice.

Me miraron como si hubiera contado una adivinanza. Y pensé que yo también era un poco así: algo que no cabe en una sola palabra, ni en una sola lengua, ni en una sola isla.

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