El pedo ninja y otras historias escatologicas para toda la familia.

El pedo ninja y otras historias escatologicas para toda la familia.

PREFACIO
Desde el momento en que damos nuestro primer respiro, ya estamos condenados a un ciclo tan simple como inevitable: comer, digerir… y expulsar. Es biología pura, un contrato firmado en tinta invisible con la vida misma. No importa si eres rey o mendigo, influencer o campesino; todos, absolutamente todos, producimos desecho. Es la gran democracia de la naturaleza: no hay “estatus VIP” en el escusado. El cuerpo, con su lógica incuestionable, nos recuerda a diario que somos organismos en funcionamiento, no estatuas de mármol ni hologramas de perfección. Y en ese recordatorio, está la base de nuestra humanidad más cruda, esa que no se exhibe en redes sociales, pero que compartimos en secreto con millones de desconocidos cada vez que empujamos la palanca del baño.

A pesar de que todos lo hacemos, vivimos en una especie de pacto tácito para fingir que el desecho no existe. Lo envolvemos en eufemismos, lo escondemos detrás de puertas cerradas y ventiladores ruidosos, como si negarlo lo hiciera menos real. Nos hemos vuelto expertos en el arte de disimular lo más natural que tenemos. Pero lo curioso es que, en la intimidad, nos reímos de ello, lo comentamos entre amigos, o lo usamos como arma secreta para incomodar a quien se lo merece. Ahí es donde aparece esa doble cara tan humana: lo que en público es tabú, en privado se vuelve motivo de complicidad, chiste o incluso orgullo.

Para los hombres, el tema del desecho no es solo biología: es casi un deporte, un ritual de camaradería que nos acompaña desde niños. Hay algo en nuestra programación cultural (o tal vez genética) que nos empuja a convertir lo escatológico en competencia y juego. Desde los concursos secretos para ver quién logra que el chorrito de orina llegue más lejos, hasta las anécdotas legendarias sobre quién dejó “la obra maestra” más monumental en el inodoro. Lo vivimos con un orgullo absurdo, como si el baño fuera una cancha y cada descarga un récord mundial. Mientras tanto, las mujeres —o eso dicen ellas— intentan convencernos de que están por encima de todo eso, que sus cuerpos son templos de pureza ajenos a cualquier rastro de desecho. Una mentira piadosa que todos sabemos que no se sostiene, pero que aceptamos con una sonrisa, porque mantener el misterio es parte del juego.

Las mujeres han perfeccionado, a lo largo de la historia, un elaborado truco de ilusionismo: hacernos creer que su cuerpo es una máquina de pureza que convierte todo lo que entra en fragancias florales y destellos de luz. Según el relato oficial, ellas no sudan, no eructan, no se tiran pedos y, por supuesto, jamás han dejado un “recuerdo sólido” en un baño. Si se les pregunta, te responderán con una mirada altiva o un gesto de horror fingido, como si la sola idea fuera una blasfemia contra el orden natural.

Pero todos sabemos que la biología no tiene preferencias de género. El misterio no es que las mujeres no produzcan desechos, sino cómo demonios logran convencer a medio mundo de que no lo hacen. Tal vez sea un pacto tácito entre ellas, tal vez un arte ancestral transmitido de madre a hija. Sea como sea, es un mito que sobrevive porque, en el fondo, a nosotros también nos gusta creerlo. Mantener ese velo de misterio es parte del encanto… hasta que la convivencia rompe el hechizo y descubres que el paraíso también tiene tuberías.

Más allá de las diferencias culturales, del género o de las normas de etiqueta, el desecho es un idioma que todos hablamos desde que nacemos. No sujeto de barrio o tipo de abolengo que pueda esquivar esta verdad básica: todos, sin excepción, estamos diseñados para producir residuos. En algunos lugares del mundo, este proceso se vive con naturalidad, incluso con orgullo; en otros, se esconde tras capas de eufemismos, aromas artificiales y puertas cerradas con llave.

En una reunión familiar en Japón, un discreto “toilet sound” electrónico puede enmascarar el ruido de fondo. En una choza en medio de la selva, en cambio, la conversación sigue mientras alguien, a unos metros, se ocupa de lo suyo con total naturalidad. Distintas formas, mismo resultado: la biología nos recuerda, todos los días, que por más sofisticados que nos creamos, estamos unidos por una simple necesidad fisiológica. Y quizá allí radica parte de su magia: el desecho nos iguala. Frente a la naturaleza, no hay títulos, no hay cuentas bancarias, no hay filtros de Instagram.

El humor escatológico ha tejido su propia red de chistes, leyendas urbanas y rituales sociales. Está en la carcajada del amigo que cuenta la anécdota de “aquel pedo en misa” como si fuera una epopeya, en la broma pesada que sobrevive décadas dentro de un grupo, en los apodos que nacen de un accidente oloroso y que se vuelven casi títulos nobiliarios. Es un lenguaje no oficial, una jerga universal que no necesita traducción y que atraviesa generaciones, culturas y clases sociales.

Quizá por eso, aunque se lo disfrace de burla, en el fondo hay un extraño orgullo: un sentido de pertenencia a algo tan básico que nos iguala a todos. El tabú, lejos de desvanecerse, se alimenta del misterio y la risa. Se convierte en un espejo deformado donde la vergüenza se mezcla con la complicidad, y en ese espejo, lo que antes parecía vulgar se transforma en un código de amistad, en una contraseña para entrar a un club que nadie admite que existe, pero todos saben que está ahí.

Aceptar lo escatológico no significa renunciar a la higiene, la estética o la civilidad; significa, más bien, reconciliarnos con aquello que nos recuerda que habitamos un cuerpo vivo, imperfecto y en constante transformación. El rechazo que solemos sentir hacia estas funciones básicas no es natural: es aprendido, moldeado por normas culturales que nos enseñan a ocultar lo que nos hace humanos. Desde niños nos dicen “eso no se dice”, “eso no se hace” y “de eso no se habla”, como si el silencio pudiera borrar lo que sucede cada día, varias veces al día, en todos nosotros.

Pero si dejamos de lado la incomodidad social y miramos con honestidad, vemos que en lo escatológico no hay nada monstruoso: hay biología, hay procesos que nos acompañan desde el primer llanto hasta el último suspiro. Incluso hay un cierto alivio en admitirlo: somos máquinas orgánicas que comen, transforman y expulsan. Negar esta verdad es negar una parte de la experiencia humana. Reírnos de ella, en cambio, nos permite integrarla, quitarle el filo del tabú y transformarla en algo que nos una.

Si algo nos iguala, más allá de riqueza, poder, belleza o fama, es que todos estamos atados al mismo ciclo biológico: entrada, transformación y salida. El pedo, el excremento, la orina… todo forma parte de la misma maquinaria silenciosa que nos mantiene vivos. Y si vamos un paso más allá, también forman parte de un ciclo mayor, uno que trasciende al individuo: la materia que expulsamos hoy alimenta otra vida mañana, del mismo modo en que, algún día, nosotros mismos seremos alimento para el suelo.

Aceptar lo escatológico no es solo aceptar la risa y el alivio; es aceptar que somos momentáneos, que nuestro paso por el mundo incluye un desgaste constante y una devolución inevitable de lo que tomamos. La diferencia está en si decidimos vivir avergonzados de lo que somos o si aprendemos a verlo como un recordatorio humilde de nuestra pertenencia al todo. Porque al final, ya sea en silencio o con estruendo, todos dejamos algo atrás… y ese algo es la prueba más clara de que seguimos vivos, hasta que un día no lo estemos.

Este libro, El Pedo Ninja, no es únicamente una colección de chistes, poemas, recuerdos o inventos escatológicos; es un espejo —deforme y gracioso, sí, pero espejo al fin— en el que podemos mirarnos sin filtros. A través del humor, nos enfrentamos a la parte más simple y universal de nuestra naturaleza, esa que nos recuerda que no importa cuántos títulos acumulemos, cuánto perfume nos pongamos o cuán solemnes nos creamos: todos producimos desecho, todos liberamos gases, todos dejamos huella orgánica.

Lo escatológico nos iguala y, paradójicamente, nos humaniza. Nos recuerda que la vida es un préstamo, que nuestro cuerpo es un laboratorio que transforma lo que entra y devuelve lo que no sirve… hasta que un día nosotros mismos seremos ese “desecho” que alimente algo más. Reírnos de esto no es frivolidad: es reconciliarnos con el ciclo natural que nos contiene y del que no podemos escapar.

Así que, antes de pasar la página y sumergirte en las anécdotas, reflexiones y ocurrencias de este volumen, acepta esta verdad incómoda: no hay nada más democrático que un pedo. Nos une a todos, nos saca sonrisas y, sobre todo, nos recuerda que, tarde o temprano, todos seremos parte del suelo que hoy pisamos.

EL PEDO NINJA
La secundaria es lo peor del mundo. Un campo de batalla donde los uniformes no sirven de camuflaje, sino como blancos fáciles para el francotirador social que todos llevamos dentro. Lleno de chamacos odiosos, con espinillas frescas y mala leche acumulada, y adolescentes que huelen el miedo como tiburones huelen la sangre. Aquí no hay segundas oportunidades, no hay justicia, no hay misericordia… It’s the jungle, baby, y en la jungla cada uno se cuida solo.

Si te caes, te pisan; si fallas, te marcan; si te manchas… te manchas. Y esas manchas no se quitan ni con cloro, ni con jabón Zote, ni con agua bendita. Un paso en falso y estarás bautizado de por vida con un apodo que te perseguirá como deuda de usurero: el Mocos, el Pelón, el Greñas, el Tortas, el Tres Pelos, el Tuercas… nombres que nacen como chiste en una esquina y terminan como sentencia tatuada en la frente. Un apodo se pega más que un chicle mascado en el pelo: si intentas arrancarlo, solo duele más… y a veces te arranca un pedazo de dignidad con todo y raíz.

La supervivencia aquí no es para el más fuerte ni para el más inteligente; es para el que sabe pasar desapercibido… o para el que encuentra a quién aventar al fuego antes de que lo empujen a él. Y no hablo de teoría, hablo de instinto animal puro. Como en el chiste de Polo Polo, ese del león de melena negra: estás corriendo por tu vida y no necesitas ganarle al león… solo tienes que correr más rápido que el güey que tienes al lado. Que el león se entretenga con él y tú puedas seguir vivo.

En la secundaria es igual. El león no es un felino de trescientos kilos; es la opinión pública de treinta adolescentes cabrones, con hambre de apodos y sangre fresca. Si te toca a ti, ya valiste. Pero si logras que el león voltee hacia otro… pues mira, mejor que lo muerda a él. Cruel, sí. Efectivo, también. Porque aquí todos somos carroña esperando turno, y el que logra que ese turno no sea el suyo, vive para contarlo.

Algunos dicen que en la vida hay que “volar sobre el pantano sin mancharse”. Y puede ser cierto… pero en la secundaria el pantano no es agua estancada: es un lodazal de rumores, burlas, acusaciones y risas que se multiplican como hongos. Volar sobre eso sin mancharte no es cuestión de habilidad… es cuestión de encontrar a quién empujar para que caiga primero. El que intenta cruzar limpio, sin embarrar a nadie, acaba hundido hasta el cuello y con el apodo más ridículo que puedas imaginar.

Y lo peor es que aquí los recuerdos duran más que las paredes. El desliz o la pendejada que haces en primero, te la siguen cobrando en tercero. Los errores son como estampitas de álbum viejo: nadie las tira, todos las guardan “por si las dudas”, y las sacan cuando menos lo esperas. En este ecosistema hostil, no hay espacio para la inocencia; solo para los depredadores, las presas… y los que aprenden a ser uno u otro dependiendo de la hora del día.

Ese dia no tenía más ganas de ir a la escuela que otros. No es que nadie se levante y diga: “¡Qué ganas de aprender geografía! ¡No puedo esperar!”. Uno va a la escuela porque toca, porque no hay de otra, y porque si no, tu jefa te corre a chanclazos de la cama. Ese día, además de la flojera normal, había un presentimiento raro. Algo en el aire, o más bien en las tripas, me decía que sería un día para recordar… aunque no necesariamente para bien.

La mañana pasó como siempre: maestros bostezando, compañeros medio dormidos, y todos contando los minutos para el receso. Cuando por fin sonó la campana, se activó la verdadera tradición sagrada: comprarle a Doña Pelos desde la cerca trasera de la secundaria. Oficialmente, no nos dejaban salir porque “era más seguro” comprar en la cooperativa… pero todos sabíamos la verdad: que al director le convenía que compráramos ahí, para luego irse de vacaciones con Doña Enriqueta, la del puesto de enfrente.

El punto de encuentro estaba bien establecido: monedas por un lado de la malla, y del otro, paquetes envueltos en papel de cera, grasientos y gloriosos. Ese día pedí la torta de chorizo con huevo, la que venía sudando aceite como si la hubieran bendecido en un balde de manteca. De tomar, un jugo de naranja que no olía a naranja… olía a tepache tibio, de ese que burbujea solo y platica con las moscas.

Volvimos al salón con las manos brillando de grasa y la boca feliz. Ahí estaba él: El Charrito Montaperros. Maestro de geografía, con cara de culpable de ser abusador; esos ojos huidizos y sonrisa fingida que parecen decir “si me cachan, me voy corriendo”. Bigotito de policía de crucero, botas puntiagudas que olían a cuero húmedo, y la costumbre enfermiza de acercarse demasiado. Lo irónico era que era versado en temas del espacio, pero no del “espacio personal”.

Me dejé caer en mi pupitre cojo, sin pensar que en menos de media hora empezaría ese primer aviso: un movimiento interno lento, calculado, como una burbuja que busca salida. Uno cree que las decisiones que cambian tu vida escolar son elegir carrera o copiarte en un examen… pero a veces empiezan con un sudor frío, un mal presentimiento y un recordatorio brutal: todo tu futuro en la secundaria puede depender de tu control de esfínteres.

Diez minutos después de acabar la torta, empezó la verdadera geografía… pero en mi estómago. No eran montañas ni ríos, era un maldito volcán activo, con burbujeo constante y amenazas de erupción. Al principio fue un simple aviso: un retortijón rápido, como un jalón de orejas interno. Pensé: tranquilo, es pasajero.

Luego llegó el calor. No el rico, de sol en la cara, sino uno aceitoso que se pegaba en la espalda baja, subía hasta la nuca y me dejaba con la piel brillante como pollo rostizado. El sudor frío empezó a brotar en pequeñas gotas en la frente, traicioneras, como espías que van a contarle a todos que algo anda mal.

Apreté el culo como si estuviera sosteniendo la puerta para protegernos de caminantes blancos. No podía dejar salir ni un ruidito, porque en un salón de secundaria un pedo es como una pistola: si suena, todos se voltean pensando quien es el asesino, quien es el que destrozaremos. Empecé a jugar con las posturas, moviendo las piernas, inclinándome apenas, como si buscara la posición perfecta de un francotirador… solo que mi blanco era el control de mis esfínteres.

Sí puedo, me dije. Es cuestión de concentración. El poder de la mente. Imaginaba monjes tibetanos soportando el frío, acróbatas sosteniendo el equilibrio, campeones olímpicos entrenando años para un solo salto… yo podía hacer lo mismo, pero sentado en un pupitre y con la amenaza de que una bocanada de aire asesino me arruinara la vida social.

Pero cada minuto era más difícil. El burbujeo se volvía más constante, como si allá adentro estuvieran preparando un festival de fuegos artificiales. Sentía pequeñas oleadas de presión intentando salir, empujando contra la puerta que yo mantenía cerrada a fuerza de voluntad. Y la voluntad, por más fuerte que uno crea que es, empieza a flaquear cuando tu propio cuerpo decide que está en huelga.

Y pasó. No sé si fue por confiarme o porque mis músculos ya estaban cansados de tanto apretar, pero en un microsegundo de descuido se me escapó. Nada de trompetas, ni rugidos de motor viejo; no, esto fue un pedo ninja: silencioso… pero mortal.

Sentí ese calorcito tibio salir y me quedé inmóvil, como si no moverme fuera a hacer que no existiera. Todo bien, me dije. Todo está bien. Nadie escuchó nada. Solo fue un poco de aire. Nada grave.

En mi cabeza me repetía el mantra que ahora era mi única religión: Mientras no salga el caldo, todo estará bien. Porque una cosa es un gas traicionero, pero otra, muy distinta, es mezclarlo con líquido… eso es cruzar la frontera y no hay camino de regreso. Un pedo seco es negable, discutible, hasta defendible; pero si lleva caldo, hermano, eso ya es confesión inmediata y la horca social en la secundaria.

Miré a mi alrededor. La clase seguía igual. El Charrito Montaperros hablaba de relieves y cordilleras con su voz chillona, mientras algunos compañeros dibujaban en sus cuadernos o jugaban con las plumas. Yo respiraba despacio, intentando no agitar el aire a mi alrededor.

Por dentro, me convencía: Fue pequeño, controlado… estratégico y eso era, un maldito estratega jugando mis piezas. Pero allá en lo más hondo de mi cerebro, una voz más realista me advertía que los pedos ninjas tienen un defecto: no suenan… pero dejan huella. Y esa huella, si era lo suficientemente fuerte, podía empezar una cacería de brujas en el salón.

Al principio, pensé que había pasado desapercibido. Pero entonces vi a la Güera Jiménez fruncir la nariz, como si le hubiera llegado un recuerdo desagradable de su infancia. Luego el Chucky, que estaba tres pupitres adelante, dejó de masticar su lápiz y miró a su alrededor, lento, como sabueso que capta una pista.

El aire, caliente y denso, empezó a moverse por el salón como nube tóxica invisible. Un par de cabezas giraron casi al mismo tiempo, olfateando. La tensión era rarísima: todos miraban a todos, pero sin señalar todavía. Yo, con mi cara de “estoy muy interesado en el relieve de los Andes”, trataba de no parpadear.

Fue el Guicho el que rompió el silencio con su clásico humor de primaria eterna:

—Cuando coman pollo, ¡quítenle las plumas! —soltó en voz alta, riéndose como si hubiera descubierto América.

El comentario encendió las risas, pero también sirvió de detonador: las miradas dejaron de ser generales y empezaron a ser puntería fina. Cada uno evaluaba al de al lado con sospecha, como si pudiera oler la culpa en la piel.

Ahí empezó la cacería de brujas. El Chucky, con esa lengua más rápida que su cerebro, fue el primero en soltar la piedra:

—Fue el Moy, seguro. Siempre huele a OBO ese güey.

Una morrita, demasiado inocente para ese circo,era un pinche cerbatillo, un ser demaciado inocente para la vulgaridad con la que se acababa de encontrar, parpadeó un par de veces y preguntó con voz ingenua:

—¿Qué es OBO?

Y ahí, como si fueran una maldita coreografía de baile koreano, todos los vatos del salón se acomodaron en la silla, se inclinaron hacia adelante, se agarraron los huevos con una mano y respondieron al unísono:

—¡Esta!

Las niñas se miraron entre ellas con incomodidad, arrugando la nariz, incómodas ante el festival de testosterona de baja calidad que se estaba llevando a cabo frente a ellas. El chucky , sonrió con descaro por su fechoria.

Las risas masculinas reventaron como cohete en fiesta patronal, y en ese momento la sospecha dejó de importar: el ambiente se había convertido en una competencia de quién decía la vulgaridad más grande antes de que el Charrito Montaperros pusiera orden.
Los nombres empezaron a rebotar por el salón. Todos tenían un candidato. Nadie estaba a salvo. Yo sentía cómo el sudor frío me bajaba por la espalda, pero mantenía el rostro intacto, como jugador de póker viendo su última carta. No podía permitir que las sospechas me rozaran ni un segundo.

En ese momento entendí algo: en un salón de secundaria, un pedo no es solo un pedo. Es un evento social, un juicio público y, si pierdes, una condena de por vida.

Y ahí vino el segundo aviso. No fue un retortijón cualquiera; fue un empujón decidido, como cuando un borracho quiere abrir la puerta de un bar que ya cerraron. Sentí la presión subiendo, exigiendo salida, y yo apreté todo lo que se puede apretar. El sudor frío me corría por las sienes, bajaba por la espalda y se acumulaba en la cintura del pantalón como si estuviera sentado sobre una bolsa de hielo… tibio.

Empecé a pensar en lo peor: si me descubren, se acabó. No hay apelación posible. El apodo se pega como chicle en zapato viejo y no hay quien te lo quite. Imaginé a la niña que me gusta alejándose con cara de asco: “Yo no salgo con El Cacas”. Esa frase me sonó como campana de iglesia en mi funeral social.

Y hablando de funerales, me vi a mí mismo, ya adulto, en un entierro ficticio. La gente vestida de negro, algunos llorando por cortesía… hasta que un cabrón del fondo se acerca al ataúd y suelta:

—¿Se acuerdan? Este güey fue el que se cagó en segundo de secundaria.
Carcajadas. Incluso los que no me conocían sonriendo con complicidad. Porque esas historias viajan, se heredan, y sobreviven más que tu propio nombre.

Volví al presente. El Charrito Montaperros seguía hablando de cadenas montañosas, pero yo solo pensaba en otra cadena: la que me ataría a la infamia si no lograba aguantar. Me repetí como mantra: Control, control, control. Pero ya no sonaba tan convincente como antes.

La presión ya no era un aviso, era un golpe en la puerta. Un animal encerrado allá adentro, arañando las paredes, buscando salida. Cada segundo era un forcejeo silencioso entre mi fuerza de voluntad y la física pura.

El ambiente del salón se había puesto raro. Ya no eran simples risitas ni acusaciones al aire; ahora los compañeros observaban, midiendo reacciones, buscando al que parpadeara primero. Yo me sentía en un interrogatorio silencioso, como en esas películas donde el culpable suda mientras el detective solo lo mira.

Y para empeorar la cosa, el Charrito Montaperros empezó su ronda por los pasillos, arrastrando las botas puntiagudas y deteniéndose junto a los pupitres como si fuera a olernos uno por uno. El simple movimiento de aire que provocaba al caminar renovaba la nube de mi crimen invisible, agitando el ambiente como ventilador con perfume podrido.

Mi cabeza era un caos: ¿Pido permiso para ir al baño?. Pero levantarme ahora sería como confesar. Los ojos seguirían mi recorrido hasta la puerta como si fueran el jurado viendo al acusado abandonar la sala. Por otro lado, quedarme aquí era aguantar el acoso visual y rezar para que mi cuerpo no decidiera rendirse frente a testigos.

Notaba cada músculo en tensión, como si mis glúteos estuvieran en una competencia olímpica de resistencia. Un mal movimiento y sería el final. Y lo peor… cada vez estaba más seguro de que ya no me quedaba mucho margen para maniobrar.

El tercer aviso llegó como una cachetada interna. En teatro, eso significa que la función está a punto de empezar. Y sí, estaba por iniciar la tragicomedia de mi vida… solo que mi escenario era un pupitre cojo y mi público, treinta adolescentes con hambre de chisme.

Lo de antes había sido juego de niños; esto era serio. Se sentía como olla de frijoles a punto de hervir, burbujeando con mala intención, o como globo inflado al máximo, donde cualquier chispazo lo hace estallar.

El aire del salón ya estaba espeso. Las risas nerviosas habían vuelto, y la caza de brujas se reactivaba con más veneno.

—Fue el Brian, seguro, ese güey trae la cara —decía uno.

—Nel, huele a que es de los de allá atrás —contestaba otro, mirando justo en mi dirección.
Y entonces un cabrón desde el fondo gritó con la sabiduría milenaria de los patios de recreo:

—¡El primero que lo huele es el que lo trae!

Esa frase cayó como un misil, porque ahora todos miraban al que la había dicho… y yo aproveché para seguir con mi cara de estatua.

Y ahí, como enviado del mismísimo infierno, el Charrito Montaperros decidió detenerse justo a mi lado. Apoyó una mano en mi pupitre y, con esa voz chillona, me preguntó algo de la clase:

—¿A qué cordillera pertenecen los Andes?

Lo miré como si me hubiera preguntado la fórmula para fabricar plutonio. Si respondía, tenía miedo de que junto con la palabra saliera algo más… algo que firmara mi sentencia. Solo movi un poco la cabeza para hacer entender que no sabia de que hablaba, para mi las cosas estaban cada vez peor, que chingados me importaban los andes allí o después o alguna vez.

La guerra interna era clara: o aguantaba y arriesgaba un accidente mayor, o pedía permiso y me exponía como sospechoso número uno. Levantarme en ese momento sería como caminar al cadalso.

En mi cabeza, el monólogo sonaba como narrador de documental bélico mal doblado: Son las últimas líneas de defensa… los soldados están en trincheras… cualquier movimiento puede decidir el resultado de la batalla. Yo era ese soldado, ese jugador en tiempo extra, ese preso esperando la sentencia final.

Mi estómago estaba en modo punto de no retorno. Lo que sentía ya no eran simples retortijones, era como una lavadora vieja llena de piedras, girando sin ritmo, pegando golpes contra las paredes internas. O como una olla de sopa hirviendo que, de vez en cuando, escupe un burbujazo de grasa caliente directo al borde.

El salón se sentía como un coliseo antes de una pelea. Murmullos, risas contenidas, miradas que se cruzaban como apuestas clandestinas. Todos sabían que algo iba a pasar, y yo sabía que ese “algo” podía ser yo.

De pronto, el cuerpo me dio un descanso falso, un par de minutos de calma que se sentían como cuando en las películas de terror el monstruo deja de perseguir a la víctima… solo para saltarle encima con más fuerza. Yo no me tragaba la finta: eso era el respiro del verdugo antes de afilar la guillotina.

Y justo ahí, el pendejo del Chucky se inclinó para decirle una tontería al Brian. Su movimiento levantó un olor viejo del piso, mezclado con el mío, como si hubiera removido un charco que llevaba semanas fermentando. Me entró la risa nerviosa, esa que si la dejas salir se convierte en carcajada… y carcajada es igual a perder el control. Aguanté con los dientes apretados, las piernas firmes y la dignidad colgando de un hilo.

Fue en ese momento que lo entendí: si quería salir vivo, tenía que sacrificar a alguien. Un chivo expiatorio. No por justicia, no por estrategia… por pura y cruda supervivencia adolescente.

Empecé a repasar la lista mental: el Moy ya estaba medio quemado, pero podía defenderse a gritos; el Guicho era más bocón, y si lo acusaban seguro se armaba una pelea; el Chaparro Ramírez… ah, ese sí que era candidato: tímido, lento para responder y con cara de que ya le han echado la culpa antes. En la secundaria no necesitas pruebas, solo necesitas que la historia encaje, que sea lo suficientemente convincente y un grupo de adolescentes que quieran seguir con el linchamiento.

Sí, iba a ser cruel. Pero mejor que el Chaparro se coma esa bala a que yo me pase el resto de la prepa siendo El Cacas.

Ya estaba decidido: iba a ejecutar la fuga. Y de paso, a dejarle la granada sin seguro al Chaparro Ramírez. No era bonito, no era noble… pero la secundaria no premia la bondad, premia la supervivencia.

Empecé a ensayar mi cara de inocente, esa mirada perdida de “¿de qué están hablando?” combinada con un gesto de ligera repulsión que apuntaría directo al Chaparro. También tenía lista la frase: “A ver Chaparro, no mames…”, con tono de broma, pero cargada de veneno. El plan estaba listo.

Respiré hondo, apreté el culo como si estuviera cerrando una bóveda y me levanté. El corazón me latía en los oídos, y cada paso hacia la puerta era un número más en la ruleta rusa que jugaba con mi propio esfínter. Temía que el olor me siguiera como nube personal, que dejara un rastro visible como en caricaturas.

Cuando estaba a tres pasos de la libertad, el estómago me lanzó el último ataque: un empujón interno que me dobló levemente, como si me hubieran dado un golpe bajo. Contuve el aire, los músculos y hasta el alma. Si fallaba aquí, no había perdón.

Y entonces, la salvación: el Guicho, que estaba peleando por una hoja de cuaderno con el Moy, tiró un frasco de resistol que rodó por el piso hasta chocar contra el pupitre del Chaparro. El ruido llamó la atención de todos, y justo ahí solté mi frase ensayada:

—Ya, Chaparro… te cagaste culero.

Risas. Un par de “¡fue él!” surgieron como eco. La atención giró hacia mi chivo expiatorio y yo, con la elegancia de un ladrón que se esfuma entre la multitud, crucé la puerta rumbo al baño.

Entré al baño como si hubiera cruzado la meta de una maratón, pero sin el aplauso y con las piernas apretadas. Me encerré en el primer cubículo y ahí, en la soledad sagrada de la taza de porcelana, me atreví a revisar el estado de la situación.

Nada.

Ni una mancha, ni un accidente visible. Más que un par de sustos y un río de sudor, todo lo demás había sido puro teatro corporal. El daño real estaba en otro lado: en mi honor, que había pasado por un simulacro de incendio sin llamas, pero con todo el pánico posible.

Me acomodé, dejé que el cuerpo se relajara por fin, y sentí un alivio que podría haber inspirado a poetas románticos… aunque ellos jamás escribirían sobre este tipo de catarsis. Respiré hondo. Estaba a salvo. Quizá a costa de otro pobre diablo, pero hey… mejor él que yo.

Regresé al salón con la frente seca, el paso tranquilo y la cara más inocente que pude poner. El Chaparro seguía discutiendo con el Guicho y el Moy, negando todo entre risas y burlas. Yo me senté en mi lugar, asentí con gravedad y hasta solté un “aqui huele a cloaca” para aportar a la narrativa.

Y ahí lo entendí: en la secundaria no sobrevive el más fuerte, ni el más listo. Sobrevive el que encuentra a alguien más débil para señalar antes de que lo señalen a él. Esa tarde, yo sobreviví. No con honor, no con gloria, sino con la simple y fría satisfacción de seguir vivo socialmente. Y aunque me duela admitirlo —mentira, no me duele nada— sacrifiqué sin remordimiento a mi pobre “amiguito Cacas”. Lo volvería a hacer mil veces, porque nadie, absolutamente nadie, quiere cargar el resto de su vida con el título de “El Cacas”.

No es algo que se borre, no es un apodo que se disuelva con el tiempo. Ese tipo de apodo se pega como humedad en pared vieja: por más pintura que le eches, siempre sale de nuevo, recordándote que ahí está. Así que sí, mejor él que yo. Fue pura supervivencia. Él jugó sus cartas… yo jugué las mías. Que la suerte lo haya dejado del lado equivocado de la mesa no es culpa mía.

A veces, cuando me siento elegante, me sirvo una copa de vino de ese de Tetra Pak, que venden 3×2 en la sección de jodidos del súper, junto al Tonayán y la sangría de dudosa procedencia. Vino que huele a uva pisada por un mecánico y que arde en la garganta como si te estuvieras enjuagando con aguarrás. Y brindo a su salud. Un homenaje íntimo y silencioso a aquel que absorbió la bala social que iba dirigida a mi frente. En esos momentos pienso: Gracias, viejo, donde sea que estés.

Y lo tengo claro: si algún día me entero de que se murió y me invitan al funeral, yo voy. No por respeto, sino para asegurarme de ser ese malparido, gonorrea, marico —el invitado incómodo— que, cuando todos estén serios y tristes, se ponga de pie junto al féretro, alce la voz y diga:

—Señores… yo estuve ahí. Yo lo vi. Este cabrón se cagó en plena clase de Geografía.
Y mientras unas señoras se persignen y los primos empiecen a mirarse con cara de “¿está hablando en serio?”, yo soltaré la historia completa… siempre a mi favor: el olor, las miradas, la cacería de brujas. Lo exageraré sin piedad.

Porque lo van a creer. Al fin y al cabo, la historia la escriben los ganadores… y los muertos no hablan. Puede que con los años algunos lo olviden, pero yo no. Esta joya no merece irse conmigo. Y cada vez que se cuenta la leyenda del Cacas, se adorna un poquito más. Su legado, paradójicamente, seguirá vivo.

Quizá su madre llore con más intensidad, aferrada a la urna como si pudiera exprimir de ella un pasado distinto. Tal vez algún primo resentido intente darme un golpe, movido más por la rabia de la vergüenza ajena que por un verdadero sentido de justicia. Poco importa. El daño ya estará hecho. Puede que algunos duden de mi relato. La verdad, al fin y al cabo, es como un pedo ninja: aunque intentes disimularlo, siempre terminaras por olértelas. Sin embargo, jamás estarán completamente seguros… porque no estuvieron allí. Y ese día, entre murmullos incómodos y risas ahogadas, yo brindaré —solo en mi cabeza— y pensaré: lo siento, amigo… pero si el león tenía que comerse a alguien, qué bueno que fuiste tú.

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