La batalla de Pi

En las orillas del Paraná, donde aguas eternas relatan secretos más antiguos que los dioses, se alzaba el reino de Dow la Tejedora, señora de la numerología y arquitecta de destinos fraudulentos. Su trono de mimbre dominaba las calles de tierra roja de Encarnación, y desde allí gobernaba con cetro de engaño dulce a las almas sedientas de certidumbre.

Como las Moiras hilaban el destino de los mortales, Dow rasgueaba el arpa de fortunas con cifras mendaces, transformando fechas de nacimiento en profecías que sonaban a verdad eterna. Sus súbditos, los números domésticos —sietes benévolos, treses caprichosos, onces funestos— marchaban en falange ordenada, embaucando corazones con promesas de oro y amor duradero.

Pero he aquí que llegó Elías, el Heraldo, flaco como sombra de mediodía, portando en sus manos callosas el arma más temible que conocieran los cielos: un pergamino donde surgía π, el número infinito, dragón matemático cuyas escamas eran dígitos eternos que jamás se repetían ni terminaban.

—Analice esto, señora de los números—proclamó Elías con voz que resonaba como bronce en el campo de batalla—. Aquí yace un número que fluye como nuestro Paraná, sin principio ni fin.

Dow, la tejedora, sintió un escalofrío que le atravesó el alma. Jamás había contemplado una cifra que se resistiera a sus artes, que no se plegara a sus sumas caprichosas ni a sus restas acomodaticias. El 3,14159 se alzó ante ella como un titán de hierro, inmutable y severo y adusto como visitante en entierro de enano.

Entonces comenzó la Guerra de los Números.

Dow invocó a sus huestes: convocó al Siete Dorado, prometedor de riquezas; al Tres Místico, susurrador de amores; al Once Siniestro, profeta de desgracias. Pero π, el Círculo Perfecto, se irguió en toda su majestad irracional y con una voz penetrante, declaró la guerra:

—¡Tus soldados son mentiras vestidas de doctrina! ¡Yo soy la verdad que mide los cielos y la tierra, el que abraza todos los círculos del universo!

La batalla se libró en el patio de la casa azul, bajo la lluvia fina que bendecía la contienda. π desplegó sus legiones infinitas: convocó a la Secuencia de Fibonacci, esa serpiente dorada que se enroscaba en caracoles y pétalos; invocó a la Serie de Leibniz-Gregory, escalera celestial que ascendía hacia su propia esencia; despertó a los fractales, dragones que se devoraban a sí mismos en espirales perfectas.

Dow luchó con desesperación de reina sitiada, arrojando amuletos y talismanes, invocando vibraciones místicas que se estrellaban contra la coraza de la verdad como esencia. Pero cada uno de sus hechizos se desvanecía ante la evidencia pura: π no era solo un número, sino el lenguaje con que la naturaleza nos habla y relata.

En el clímax de la batalla, cuando el humo de los cigarros quemados se alzaba como incienso hacia los cielos, Dow asumió la derrota. Sus números domésticos se rebelaron, y ella, la Tejedora de Mentiras, cayó de rodillas ante la magnificencia de π.

—¡Perdón, señor de las circunferencias! —clamó—. He sido esclava de la ilusión, vendedora de aire con fragancia de destino. Enséñame el lenguaje verdadero de las esferas.

Y π, magnánimo en la victoria, no la destruyó. En cambio, le reveló misterios: cómo los números verdaderos danzan en las galaxias, cómo las ecuaciones son poemas que la naturaleza escribió en el viento, cómo la ciencia es la más alta forma de la conexión mística.

Al amanecer, cuando el río reflejaba el oro del sol naciente, Dow emergió de su casa transformada. Ya no era la Tejedora de Engaños, sino la Guardiana de la Verdad Matemática. Y Elías, el Heraldo, sonrió sabiendo que había cumplido su misión: despertar a una mortal del sueño de la falacia.

En la corriente eterna del río, donde todas las verdades se confunden con sus reflejos, resonaba aún la paradoja: que el engaño había sido el camino hacia la verdad, y que la verdad, a su vez, era solo otro misterio sutilmente disfrazado de certeza, girando eternamente como π en el círculo infinito de nuestra existencia.

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