Estaba segura de que las serpientes de mi cabello deseaban al pinche Pepe más que yo.
Desde aquel día en que nos encontramos en la Expo y empezamos a soltar sapos y serpientes por la boca y a reírnos de todo, las culebras se me enredaron en los rizos y andaban todo el día suspirando por el cabrón que les dio vida. El pinche Pepe, con esos ojazos negros y esa manera de maldecir como marinero borracho.
Cada vez que me daba permiso de soltar un sapo en voz alta y lo sentía resbaladizo entre los labios, las serpientes se me alborotaban en el cuero cabelludo y me susurraban su nombre en los oídos, mientras me acariciaban el cuello y los hombros.
—¡La puta madre! —gritaba por cualquier cosa, nomás por el placer de darles combustible.
El día que lo volví a ver, me sujeté los rizos —y a las serpientes— con un pañuelo de seda negra. No se dejaban apretar mucho, pero ¡carajo! No podía andar por la ciudad con una melena de culebras alborotadas a la vista de todo el mundo.
Nombre, nomás lo vieron y se pusieron locas.
—Esténse sosiegas, no mamen. ¿Lo quieren convertir en piedra o qué? —les dije.
Y medio se calmaban, dejándome actuar: batir las pestañas y hacerme la difícil. Nos habíamos citado en un barecito de Front Street. Hacía calor. Una de esas noches de verano en que el lago parece secadora de pelo gigante y sopla ráfagas hirvientes que te alborotan todas las cosas alborotables del cuerpo.
A la tercera cerveza supe que era mío. No se convirtió en piedra, pero las serpientes me lo tenían hechizado, de pechito, pues. A la cuarta cerveza nos guiñamos un ojo y salimos del bar.
—¿Tu casa o la mía? —me preguntó el muy descarado.
Y si a descarados vamos, yo puedo ser la peor. Lo agarré del cinturón y lo besé… bueno, le
metí la lengua en la boca y le acaricié los dientes y los labios. Respondió con un gemido
profundo y me miró a los ojos, conteniendo el aliento.
—No mames, chava… ¡qué manera de besar!
Por respuesta le acaricié el pecho con la punta del índice, sosteniendo su mirada y
sintiendo a esas mendigas culebras deshacerse del pañuelo de seda.
Le tomé la mano y caminé con él un par de cuadras. Me detuve en el callejón que está
detrás de St. Lawrence Market y volví a besarlo. Esta vez despacio, saboreando el deseo.
Las serpientes me acariciaban la frente, los hombros y el cuello, y de a poco se animaron a
tocarlo también a él.
Pedí permiso con una mirada, con mi mano sobre el cierre de sus jeans.
Asintió con gusto. Le deslicé la mano en los boxers y lo sentí crecer de inmediato.
Un par de serpientes se colaron por sus pantalones y le acariciaron las piernas con
suavidad, despacito.
—Puta madre… Vámonos a la chingada de aquí… quiero tener tus piernas en mis
hombros, te quiero dar hasta para llevar.
—Guarro —le susurré al oído.
Lo escuché reírse mientras sus manos bajaban de mi cintura y me sujetaban las nalgas por
debajo de la falda.
—¡Oiga! —protesté, nomás por joder— que yo soy una chica decente de colegio privado.
Me miró a los ojos.
—¿Le paro? —preguntó muy en serio.
Negué con la cabeza.
Las serpientes se me soltaron de la melena y lo cubrieron con dulzura, con sensualidad.
Mientras una mano me tenía bien agarrada de una nalga, la otra se deslizó entre mis
piernas y me acarició por encima de los calzones.
Le abrí las piernas despacito, casi imperceptiblemente, y sus dedos encontraron el
camino.
—Me encantan tus labios —susurró cubierto de serpientes.
—¿Cuáles? —le pregunté, descarada.
—Los cuatro —repuso, jadeando.
Ni modo.
Me vine en su mano.
A lo que él respondió con otro gemido profundo, uno que venía desde lo más primitivo,
desde yo no sé de dónde chingados, pero nunca había oído a nadie gemir así.
Serían las serpientes cachondeándolo, sería mi mano acariciándole el pene y los huevos,
serían mis chichis en su cara… pero ese pinche Pepe se la estaba gozando en grande.
Y saberlo me excitaba.
Por el placer. Por el poder.
Ya saciados mis deseos, me acomodé los calzones, recogí las serpientes con los dedos y
las dejé dormidas sobre mi cuello, como quien guarda el corazón envuelto en terciopelo.
Él seguía ahí, medio en trance, con el cierre abierto, la sonrisa torcida y la mirada fija en mí
como si ya supiera lo que quería hacer con el resto de su vida.
—Con esta vieja me caso —dijo, casi sin pensarlo.
Yo no dije nada. Solo lo miré con una ternura que me brotó desde los huesos, como si lo
conociera desde antes.
Desde otra vida.
Y mientras me alejaba calle abajo, con la falda torcida y la risa en los labios, las serpientes
me susurraron bajito:
—También tú, pendeja. También tú
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