Los contornos de un paisaje indefinido se desdibujan como pinceladas inconclusas; hay algo en el aire que les resulta familiar, aunque no saben por qué. Fragmentos de imágenes fugaces cruzan sus mentes: una ruta desierta perdida en la niebla, el eco lejano de un estruendo metálico, voces apagadas por la distancia. Gritos y voces conocidas. Pero esos destellos no los inquietan; son más fuertes que el olimpo. Tomás y Lucía, ahora están juntos.
La ruta, un teatro de caos y destrucción. Dos vehículos destruidos y el impacto que los ha fundido en una amalgama grotesca, imposible de desentrañar.
Los pedazos de vidrios en el aire, son espejos mortales, reflejando dolor fraccionado, como cuadros trágicos sobre el asfalto húmedo.
Los gritos se ahogan en el descampado: voces desesperadas claman por ayuda, por respuestas y milagros.
En el vehículo rojo, una madre intenta alcanzar a su hijo, pero su mano solo palpa muerte e impotencia; sus ojos reflejan un horror que no me permite el lenguaje.
En el auto negro, un padre sangrando golpea con furia el volante, como si buscara revertir el destino. Entre ellos, en medio del caos, están los cuerpos inmóviles de Tomás y Lucía. Están ajenos y vacíos. Son retratos de tragedia.
La niebla envuelve los restos de los coches como un sudario, las luces intermitentes formando halos espectrales sobre el pavimento ensangrentado y mojado.
En el instante del impacto, cuando la realidad se quebró en mil astillas de ruido y dolor, el tiempo se sacrificó por ellos. Entre los destellos de vidrios y el rugido metálico, sus miradas se encontraron. Tomás y Lucía, ajenos al caos, se reconocieron en paz. En sus ojos no había miedo ni desconcierto, solo una calma infinita, una inocencia intacta que desafiaba la desgracia. Fue un parpadeo eterno e inconcluso, un susurro entre dos almas que se entendieron sin palabras: habían encontrado paz en medio del abismo.
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