La tarde ha caído casi del todo y en los pulidos rieles resaltantes entre la blancura virginal de la nieve se refleja la luz amarillenta de las farolas, al otro lado, como si las paralelas metálicas tuviesen luz propia.

Estoy ensimismado en ese detalle casi sobrenatural del fulgor que deseo imaginar cálido -muy por encima de los -5°C y de la irritación de todos pues el tranvía no acaba de aparecer-, cuando al fin la veo. Ya había notado su presencia mas no reparé en ella porque la helada acapara todos mis sentidos. Pero ahora sí que la percibo. Es una abuelita de aspecto venerable, con algunos kilogramitos de más en su anatomía y la bolsa de compras en la mano derecha; es la única que no patea el suelo, empujada por el frío y la impaciencia. Tampoco lleva calzado de invierno, ni viste el adecuado atuendo para esta época del año. Apenas blusa ligera con flores color naranja, falda crema claro a la rodilla y las consabidas chinelas negras de andar en casa, con brazos y piernas al desnudo como en el verano.

Como el mundo está lleno de cuerdos que parecen locos y de locos que parecen cuerdos, decido colocar a un lado a esa mujer en mis observaciones. Pero en verdad no puedo porque de veras que es rarísimo que alguien ande por aquí sin abrigo, moriría congelado.

De repente, veo a contraluz que hay una cierta refulgencia debajo de las pantuflas de la señora. “¡No puede ser!”, digo solo para mí y me fijo mejor. Pero no es nada del otro mundo, pienso, es lógico que la luminosidad de las farolas al lado allá de la abuela incida en el hielo exactamente debajo del sitio que ella pisa y ese fulgor entre en mis ojos…

De repente, comprendo lo que en verdad ocurre:

-¡Ah pero si la vieja se ha despegado del suelo y flota, está ascendiendo! -murmuro, maravillado, a media voz.

Y tan cierto como que ahora estoy aquí pellizcándome durísimo el dorso de una mano luego de arrancarme los guantes, la señora de cabellos cortos y plateados remonta lenta pero firme en la helada atmósfera de esta casi noche berlinesa. Como si la hubieran llenado del gas de los balones multicolores en las ferias.

Paso con rapidez a su cara y no hay asombro, tampoco existe entre quienes me rodean.

-¿Increíble, viste cómo vuela esa vieja? -casi grito a mi esposa, convencido de ser el único testigo de la proeza sobrenatural o en todo caso el único que la imagina.

Pero escucho viniendo de mi propia mujer:

-Ay pues si yo pudiera también escapaba de toda esta tortura como acaba de hacerlo ella, que mira lo suave y lo lindo como vuela, sonriendo feliz a todos…

-¡¡¿Ehhhh?!!”, exclamo asombrado, sin comprenderla.

Mi esposa no para:

-Uno de estos días me echo a volar, que me han dicho que mientras más alto uno llegue puede ver más lejos…

Yo la freno:

-Muy cierto, también la caída es más dolorosa.

-Pues a mí el descenso no me importa si alguna vez gozo de la altura, que luego voy a disfrutarla más con el recuerdo porque le pegaré lo que estaba únicamente en mi imaginación y no hice… Entonces sí que voy a volar, te lo aseguro.

Miro en sus ojos con mucha atención y veo cómo la anciana se pierde allá lejos.

Una chancleta golpea el suelo, estrepitosamente.

Aun así pierdo miedo a la altura y pido a mi mujer que no me deje en este frío sitio, el cual es igual de insoportable cuando se calienta.

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