POR SI SE ME OLVIDA

“El suelo estaba helado y me dolían las piernas. – ¡No te muevas de aquí!– me había dicho ella, pero hacía rato que habían cesado los gritos, y detrás de los grandes sacos de paja seca tras los que me escondía, no alcanzaba a ver nada. ¿Qué hacía? ¿Esperaba? O salía de allí pitando… El miedo y la incertidumbre ponían una invisible tenaza en mi estómago, y recé con fervor para que no me viera.”

Se despertó presa del mismo pánico que la envolvió en aquella ocasión. Había sido una desafortunada cabezada, porque la pesadilla no era tal, eran recuerdos tan sumergidos en su mente, que solo conseguían ver la luz cuando se presentaban en esa forma.

No deseaba pensar en ello y se concentró en mirar por la ventanilla del tren que la llevaba de nuevo a su pueblo natal. Apenas habían pasado unas pocas horas y ya echaba de menos su amado norte, la cuidad en la que había vivido desde que se marchó del pueblo, mucho tiempo atrás.

El paisaje le contaba que faltaba poco para la llegada. Su reloj de pulsera se lo confirmó. Su pequeña hija se removió en su regazo. Pasó los dedos como alas por su frente, con cuidado de no molestarla. La niña jamás se despertaba en plena noche gritando como había hecho ella en su niñez.

La estación del norte de Valencia estaba muy concurrida gracias a las próximas fechas navideñas. Ella no disfrutaba con el bullicio de tanta gente desplazándose al mismo tiempo. Prefería gozar de la tranquilidad de su satisfactorio trabajo en el periódico, y de su cómodo piso a las afueras de la ciudad. En cambio, a su hija le brillaban los ojos mientras caminaba de su mano en busca del transporte. Miraba los arreglos navideños que decoraban las tiendas, y preguntaba sobre cualquier cosa sin apenas detenerse a esperar las respuestas que su madre luchaba por componer.

Cerca de allí había una parada de metro que las llevaría hasta el pueblo en el que nació. Nunca avisaba a sus padres de su llegada, se limitaba a darles un par de días posibles, a sabiendas de que tendría que soportar la regañina de siempre. Su emocionada y vivaz hija disfrutó tanto la hora que pasaron en el metro, que Viri casi olvidó los motivos que la llevaban allí.

Como en esa ocasión llevaba a su hija Laura con ella, su madre, que era incapaz de retener algo en su cabeza por más de un par de minutos, volcó su atención en la pequeña a la que no había visto en cuatro años, casi desde que nació. Las regañinas se aplazaban hasta nueva orden, pensó, aliviada.

Más tarde, Viri y su pequeña Laura, atravesaban el arco de ladrillos pintado con un blanco inmaculado que anunciaba la entrada al lugar. Si no hubiera hecho tanto frio, seguro habrían disfrutado mucho más caminando por los enlosados pasillos del cementerio de la localidad, tan familiares para Viri a través de los años. El bonito jardín que las acompañaba en el recorrido, dividía ambos lados del camino. A cada lado, bien erguidas, se apoyaban unas contra otras, las hileras de paredes vestidas con sus variadas lápidas de diversos colores y estilos con sus inscripciones, ideadas para reclamar la atención de los despistados visitantes: Aquí yace fulanito de tal, por si no te habías enterado.

El sol brillaba, acompañándolas en su avance desde lo más alto, pero el despiadado y frío viento de diciembre las obligaba a sujetarse los abrigos con firmeza. Con la mano libre, ella se apartaba de la cara los rizados mechones castaños que el viento caprichoso, se empeñaba en arrancar de su cabeza. Esa mañana, había pensado en ponerse un gorro de lana, pero al final desistió. Recordaba cómo, de pequeña, su tía le pasaba los dedos por el pelo, y le pedía que no escondiera sus insufribles rizos. Sentía que, de algún modo, estaba junto a ella, que la acompañaba en su camino.

-¿Ya llegamos?–, preguntó su inquieta hija ahuyentando de golpe sus pensamientos. Ella la observó con ternura. Estaba muy graciosa con las tres vueltas de bufanda anudadas al cuello. El verde y grueso gorro de lana a juego solo dejaba ver un poco del liso flequillo de un castaño rojizo, que siempre se las ingeniaba para mostrarse.

–Casi–. Intentó sonreír, con escaso éxito. Sentía la cara completamente congelada.

– ¿Pero casi de casi, o casi para que me calle?–. Su voz, amortiguada por la bufanda, apenas era audible, –porque tengo frio. Y no me gusta este abrigo, porque es negro y…

–Azul marino–, recalcó la madre, –es importante diferenciar los colores, mi pequeño ángel.

–Vale, qué más da…–, refunfuñó la niña mientras se removía nerviosa dentro de la protección del grueso tejido, –es muy oscuro, me aprieta mucho y…

–Aquí está–, dijo la madre haciendo caso omiso a las quejas de su hija. Se paró delante de una losa que el tiempo había un tornado en un tono amarillento; pero ella aún recordaba el momento en que la vio por primera vez. El mármol tenía ese blanco impoluto que centelleaba con el sol. En el centro, una pequeña imagen de una joven que le sonreía a la cámara. La acarició con toda la ternura que le permitió su mano enguantada. En su mente, aún vivía el resto de la fotografía: a esa alegre jovencita, se sumaban un perrito blanco y marrón de raza pequeña e indefinida, franqueado por ella misma en el otro lado. Estaban sentadas en el suelo, con las espaldas apoyadas en la blanca e irregular fachada de la casa de los abuelos; con poco esfuerzo, podía sentir entre sus dedos el tacto del suave y largo pelaje del animal, mientras él movía la cola, feliz, complacido con las caricias de sus amigas. Ladeó la cabeza para espantar una invasión de angustia de creciente añoranza, que resurgía año tras año, implacable.

Sacó de su bolso un paquete de papel blanco con grandes topos de variados colores. Sus dedos lucharon, entumecidos por el frio, con el dorado lazo que sujetaba el paquete, peleando por qué no fuesen a parar al suelo. Unos maduros claveles rojos y blancos aparecieron ante su vista. Por suerte, el viento perdonaba ese rincón donde estaba la tumba. Hizo un par de ramilletes, socorrida por la pequeña Laura, y los repartieron en partes iguales, después se alejaron un poco para ver el efecto. Viri sonrió.

–Aquí tienes tus claveles–. Guardo silencio como si esperara respuesta. La niña alzó la mirada hasta su madre, resignada, no sin antes asegurarse que nadie escuchaba. Ya no se molestaba en llamar su atención. Hablaba sola tan a menudo…

Más tarde, Viri dejó a la pequeña Laura con su hermana Luisa, que vivía a diez minutos de la casa de sus padres.

Nunca se quedaba más de un par de días. El tiempo justo para verles a ellos, a su abuela y poco más. Jamás pasaba las navidades en el pueblo en el que había nacido, y del que se fue cuando apenas contaba veinte años, sin la bendición de sus padres, y mucho menos aún de sus familiares. ¡Como se le había ocurrido marcharse tan lejos a trabajar! Se fue, lo más lejos que pudo, sin salir del país. Así, con las recomendaciones de una vecina que tenía familia en el lugar, marchó a una ciudad norteña y se puso a trabajar en una fábrica como si la vida le fuera en ello. A los pocos meses alquiló un pequeño apartamento compartido y se despidió con pena de la gente que, tan amablemente, la había acogido. Estudió a distancia, y un par de años después, consiguió un puesto de secretaria en un periódico. Su insistencia la llevó a presidir una pequeña columna que ganaba lectores día a día. La pequeña Laura era fruto de una relación con un hombre casado. Después de tener sola a su hija, se juró a si misma que jamás volvería a aceptar ser la otra. Desde entonces, todo giraba en torno a su hija y su trabajo; en ese orden.

– ¿Cómo has visto a la abuela?–, le preguntó su madre.

–No la he visto todavía–, sonrió sin alegría en los ojos. –He venido directamente aquí.

Su madre tenía esa mirada que la inquietaba. Nunca presagiaba nada bueno. Con suerte esperaría al momento de la marcha.

–Realmente te veo desmejorada. Seguro que trabajas demasiado.

–Trabajo lo normal mamá, ni más, ni menos–, suspiró aliviada.

–Si vivieras aquí te podría ayudar con la niña, y tendrías más tiempo para buscarte un buen marido– movió la cabeza apesadumbrada –no es bueno estar sola.

Ese debate se repetía año tras año y la cansaba sobremanera.

– ¿Te ha contado la abuela lo del tío Juan?

Detestaba aún más hablar del tío en cuestión que de posibles maridos, porque este tema en concreto la encerraba en un abrigo de frío, pese a que allí el clima era agradable.

– ¿Y qué pasa con él, si puede saberse?–. No supo qué fue antes si preguntar o arrepentirse de haberlo hecho. Su madre no dejaría pasar la oportunidad, así que solo le quedaba esperar y dejar que hablara. La conclusión, después de un exhaustivo análisis de su enfermedad era que se moría. Viri llevaba largos años deseando que eso pasara.

–Está muy enfermo. Parece que esta vez no lo contará.

Viri se guardó su opinión.

– ¿Tú has ido a verlo?–. ¡Otra vez lo había hecho! ¿Por qué narices preguntaba si no le interesaba lo más mínimo el estado de salud del hombre?

–Sí, es mi cuñado Viri, y el marido mi hermana–, dijo suavemente como si quisiera convencerla de algo, –y lo está pasando muy mal. Ya sabes que desde lo de Miguel no han sido los mismos.

–Ya–. No le apetecía discutir, aunque le parecía que su madre, por alguna razón que a ella le resultaba incomprensible, siempre encontraba el momento para hacerlo. Ni con el más grande de los esfuerzos conseguiría jamás comprender a esa mujer… después de todo lo que pasó. Su madre se guardaba algo, tenía sus sospechas, pero se calló, sobre todo por temor a tener razón.

Verdad era que si no fuera por visitar a su tía Laura, no se dejaría ver por el pueblo, porque esas visitas siempre le rompían algo dentro, que el paso del tiempo no conseguía reparar.

Su hermana pequeña llegó famélica. Eso le proporcionó la excusa perfecta para dejar el tema de conversación, o mejor dicho, posponerlo, porque no había huida posible. Como su madre era una pésima cocinera, en honor a su desapegada hija, había comprado un pollo asado. Viri agradeció la fresca compañía de su charlatana hermana, de apenas diecisiete años. Estaba cursando primero de bachillerato y les hacía reír mientras les contaba chismes del instituto. Eso ayudó para hacerle más llevadera la situación. Su madre jamás hablaría de nada que tuviera que ver con su cuñado Juan en presencia de su padre.

*

Cuando giró la esquina, sonrió con nostalgia. Le parecía que en cualquier momento, Niki, la mascota que tenían los abuelos cuando ella era pequeña, correría hacia ella saltando alegremente, reclamando sus caricias. Su abuela aún vivía en la misma casa que ella había conocido de niña, pero estaba muy cambiada después de las reformas que se habían hecho con el paso de los años. Se alegraba de que así fuera, por la parte que le tocaba. Pero no todos los recuerdos eran buenos, y los que sí lo eran, se hacían más los remolones. Las paredes estaban atestadas de anticuados cuadros de gente seria -antepasados de sus abuelos-. En su infancia, Viri solía huir de sus miradas reprobadoras, que parecían seguirla. Recordaba pasar corriendo para evitar ser espiada.

Miró hacia arriba y sonrió. Las vigas de madera del techo seguían ahí. Con poco esfuerzo podía visualizarlo rebosante de melones, que era lo que más disfrutaba mirando cuando era pequeña; le gustaba el aroma que la fruta, al madurar, dejaba en el ambiente. Allí se había colgado casi de todo, también el embutido que preparaban en casa después de la anual matanza del cerdo, y posteriormente pendía de las vigas para que se secara. Ese olor también formaba parte de sus recuerdos; un olor desagradable que le hacía recordar la imagen de un animal muerto que se desangraba en el patio, mientras lloraba de pena por él. Siempre se negaba a comerse al cerdito que habían criado.

Fue su prima Lolita quién le abrió la puerta. Estaba fantástica, como siempre: alta, delgada y con su liso pelo castaño claro cayendo en cascada sobre la espalda. Viri siempre había envidiado el tono bronceado de su piel, herencia del abuelo. Con ella estaban sus dos hijas, de ocho y cinco años. Lucía, la más pequeña, lloraba desconsolada por un juguete roto. La madre intentaba cambiárselo por otro, pero la niña no cedía.

–Pero yo quiero este–, decía Lucía mientras le corrían gruesos goterones de lágrimas por la cara y abrazaba a un muñeco de trapo al que le colgaba un brazo. Viri sonrió. La abuela Dolores la tenía sobre sus piernas y trataba de mitigar su pena, sin éxito. La escena le recordaba a su hermana y a su prima en una edad parecida, discutiendo y peleándose por cualquier cosa.

Viri se puso en cuclillas delante de la niña. Lucía era una niña más bien delgada y la miraba a través de unos ojitos de color castaño claro, el mismo tono que el de los largos y lacios cabellos peinados con una coleta. Los labios se apretaban con firmeza; la mirada intensa, ahora disfrazada de llanto, le era muy familiar.

–Hola Lucía–. Levantó los ojos hasta los de su prima, –madre mía, es igual que tú. La misma carita redonda y morena–. Su prima le sonrió, pero no era la sonrisa limpia y abierta que Viri conocía. Ella sabía que no le perdonaban que se marchara tan lejos, y se lo hacían notar siempre que se daba la ocasión.

Lucía miró a Viri desconfiando de ella. Si lo que pretendía era robarle el peluche… y lo sujetó con más fuerza contra su pecho.

– ¿Me dejas verlo?–, se ofreció Viri sonriendo a la niña, mientras le tendía una mano que reclamaba el juguete.

–Pero está roto–. Lucía seguía llorando aferrándose al muñeco y Viri pensó que en eso no se parecía tanto a su madre. Recordaba que su prima no lloraba con esa facilidad.

– ¡Abuela, saca aguja e hilo y arreglaremos este estropicio, anda!–. La mujer, ágil para su edad, dejó que Lucía bajase al suelo para acercarse a un armario de dónde sacó una caja metálica cuadrada, y muy oxidada, de unos treinta centímetros, que le ofreció a su nieta.

Unos minutos más tarde, con el muñeco arreglado, el ambiente se relajó bastante y pudo interesarse detenidamente en el estado de su abuela. Lolita abrigó a las niñas. Tenía que salir y Viri le aseguró que acompañaría a la abuela hasta que ella regresara. Después de quedarse las dos a solas, e intercambiar unas pocas palabras –pura cortesía–, la anciana desapareció un momento y volvió con algo envuelto en una bolsa de plástico entre las manos. El gesto de su cara, generalmente amable, era grave, y en la cabeza de Viri, saltó una señal de alarma.

–Esto no lo puede saber nadie–, sentenció la abuela cuando apenas se había dejado caer en la silla.

– ¿Saber qué?–. Un sentimiento de desasosiego se instaló en ella.

–Pues… esto. Lo encontré cuando se desmontó el gallinero. Estaba muy bien escondido. Si no lo hubiéramos desmantelado puede que jamás habría llegado a mis manos–. Arrastró lentamente el paquete hasta su nieta, –me ha costado mucho esfuerzo no tirar el envoltorio porque supuse que preferirías verlo tal y como mi niña lo dejó.

¿Su niña? Viri lo desenvolvió con cuidado y un primer vistazo a su interior le confirmó lo que le decía su abuela. La bolsa de plástico estaba muy estropeada y no había conseguido conservar en buen estado la carpeta mohosa y sucia de un verde oscuro, o por lo menos ese era el color que le pareció que tenía.

– ¡Pero si todo lo que había en la terraza se desmontó cuando falleció el abuelo!–. Exclamó sorprendida, –¡Y de eso ya hace más de tres años!–. Miró a su abuela. No salía de su asombro. – ¿Lo has tenido escondido todo este tiempo?

Sentía como el aire se le escapaba de los pulmones y se negaba a regresar. La ausencia de respuesta le confirmó que no andaba descaminada, y tuvo que esperar unos segundos para tranquilizarse y poder hacerle la pregunta que se le había formado en la cabeza en el momento que le ofreció el paquete.

– ¿Estás segura que es de ella?–. Su abuela asintió con un gesto. –Yo sabía que lo hacía pero nunca conseguí averiguar donde lo escondía–. No se atrevía a tocarlo. Habían pasado tantos años… Recordaba que su tía le había prometido que cuando se hiciera mayor le dejaría leerlo. Y cosas del destino… se había hecho mayor.

–Solo reconocí su letra–, suspiró la anciana, cansada, –antes del… accidente, ya sabes–. Haciendo caso omiso del gesto de su nieta, que arqueaba una ceja con incredulidad continuó, –estaba muy rara y parecía que estaba enfadada por algo, pero no creí que fuera nada importante… pensé que eran cosas de la edad, así que no le di importancia. Y le pregunté, te lo juro por mi vida y por los que más quiero–, se le quebró la voz que recupero unos segundos después, –en más de un par de ocasiones pero…

– ¿Y te extraña que callara?–. Se maldijo. No quería recriminarle nada a su abuela porque a pesar de sus defectos, ella era la madre de su tía Laura.

– ¿Lo has leído?–, le preguntó un poco más calmada, buscando paz.

–No hija, apenas veo más allá de lo que tengo entre las manos. Y menos con esa letra suya, tan rara–. Una lágrima huyó, serpenteando entre las arrugas de su rostro, negándose a caer. Se apresuró a secarla, luego inspiró con fuerza esquivando la mirada de su nieta –ella hubiera querido que lo tuvieras tú.

Las manos de Viri aún seguían sobre la carpeta. Parecía más frágil a simple vista. Casi sin querer, su mente voló hacia un tiempo que le pareció menos lejano en esos momentos.

–Lo que pasó… fue hace muchos años. Ya ninguno somos los mismos…

¿En plural? ¿La incluía en el lote? En ese aspecto sí que era la misma; nada había cambiado para ella.

–No abuela. Como tú dices, después de tantos años todavía se me revuelven las tripas. Ella tendría que estar aquí, entre nosotros!–. No quería decirlo pero su abuela la sacaba de sus casillas con ese rollo suyo del perdón divino. – ¿Acaso no tenía derecho a vivir sus experiencias, y a hacerse mayor, incluso tener canas, como todo el mundo?

–Dios quiere que perdonemos, niña, no es bueno guardar rencor. Estoy segura de que ella, desde el cielo, ya lo ha hecho.

La nieta apenas levantó una ceja de perezosa sorpresa.

–Bueno… yo no lo estaría tanto. Posiblemente discute mucho con él sobre eso–. Como vio a su abuela muy perdida, remató: –Con Dios, quiero decir, abuelita.

– ¡Viri!– Se la veía realmente espantada –No digas esas cosas. ¿Cómo va nadie a discutir con Dios, niña? ¡Qué cosas tienes!

Cogió las manos de su nieta entre las suyas y la miró con benevolencia, –todo buen cristiano tiene que perdonar y olvidar. Nada dura para siempre.

El semblante de Viri se ensombreció unos instantes.

– ¡Tú lo has dicho: todo buen cristiano!–, la miró con tristeza, –y no, no tengo porqué perdonar. Y es más: ¡no lo quiero hacer!

Su prima entraba por la puerta en ese preciso momento sin las niñas. Ella aprovechó para escapar de allí antes de decir cosas de las que, posiblemente, se arrepentiría más tarde.

–Querida abuela–, le abrazó la cara con sus manos, –sabes que te quiero un montón y que por nada del mundo te desearía ningún mal–. Hizo una pequeña pausa. –Pero el infierno se derretirá antes de que consigas que cambie de opinión.

– ¡Jesús, María y José!–, se santiguó la anciana visiblemente horrorizada.

Le dio un beso en una de sus temblorosas mejillas y se alejó de allí después de prometer a su prima que no se marcharía sin despedirse.

Viri sonrió mientras caminaba hasta la casa de sus padres. Ni una sola vez volvió la cabeza hasta la calle en la que se levantaba la casa de sus tíos. Ellos vivían en el grupo de casas siguientes a la de sus abuelos.

Subió las tres alturas hasta llegar al piso en el que vivían sus padres. Con la excusa de que se sentía algo cansada, se encerró en el dormitorio que tenía cuando vivía con ellos. Acercó una silla hasta la puerta. Si su madre entraba por lo menos se enteraría. Esa mujer era la persona más entrometida que ella conocía, así que la causa estaba más que justificada. Después, se dejó caer pesadamente en la estrecha cama con el preciado envoltorio entre las manos. Los dedos, temblorosos, tardaron un poco en obedecerla, pero consiguió desmontar aquello sin romperlo. Su sorpresa no tuvo límites cuando, después de hojear por encima, descubrió que estaban en un estado más que pasable.

Allí había papel de todas las formas posibles: restos arrancados de alguna libreta, y hasta hojas de revistas y periódicos en las que había escrito en los trozos en blanco de los márgenes. En verdad que era de lo más pintoresco. Eso decía mucho de ella, y sonrió con nostalgia.

Un trocito pequeño de color marrón le llamó la atención sobre les otros. Lo cogió convencida de que podía ser un poema o algo similar y empezó a leerlo en voz baja. Quería escucharlo de su propia voz:

Le odio de tal manera que me duele cuando respiro. Me asquea su aliento, sus manos… No puedo contenerle, es más fuerte que yo. Dios, ¿Por qué permites que exista?

Apenas pudo acabar de leer. Se le había quebrado la voz, y las lágrimas, incontenibles, se despeñaban desde sus mejillas, estrellándose en el edredón. Hizo suya la angustia de su tía en esas pocas líneas. Ella nunca le había contado nada de sus años de infancia. ¿Cómo fue su vida cuando era una niña? De pronto se sentía como una estúpida egoísta. ¿Qué sabía realmente de su tía? Estaba tan acostumbrada a que estuviera pendiente de ella, de sus miedos, que se le hacía extraño pensar que había tenido sus propios problemas. Se secó las lágrimas con una mano mientras con la otra rebuscaba entre los papeles, con prisa, esperando que hubiera alguna manera de seguir un orden cronológico

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