Sinopsis
Un hombre al borde del colapso por sus problemas económicos recibe una llamada para una entrevista de trabajo en un edificio antiguo del centro. Desesperado y sin opciones, acepta la cita sin dudar. Al llegar, queda atrapado en el ascensor junto a una presencia invisible y maligna que lo manipula, explotando sus miedos y culpa. Pronto descubrirá que no solo lucha por un empleo, sino por su alma, acosado por Pazuzu, el demonio de la desesperación y la tormenta.
Capítulo 1: La llamada
El arroz hervía sin sal. El gas se estaba acabando. La factura de la luz tenía más sellos rojos que un expediente judicial.
Matías Estrada miraba el techo agrietado de su cuarto alquilado con los ojos secos de tanto llorar. No recordaba la última vez que durmió ocho horas. Había enviado más de cien currículums ese mes. Ninguno respondido. Ni siquiera un lo sentimos. Solo silencio.
Cuando sonó el teléfono, pensó que era otra llamada de cobro.
Pero no.
Era una voz grave, metálica, difícil de ubicar entre humano y grabación.
—¿Señor Matías Estrada?
—…Sí.
—Tenemos su hoja de vida. Fue seleccionado para una entrevista hoy mismo, 4:30 p. m., en la Torre Boreal, piso 19. No traiga nada, lo estamos esperando.
Click.
Eso fue todo.
No dijeron el nombre de la empresa. Ni el cargo. Ni siquiera «buenas tardes».
Pero Matías se levantó de la cama como si le hubieran inyectado vida. Se duchó en tres minutos. Se puso la camisa menos arrugada. Se peinó con agua. Y caminó más de veinte cuadras hasta el viejo edificio del centro.
La Torre Boreal parecía abandonada. Tenía un letrero oxidado, vidrios sucios y una atmósfera de hospital olvidado. Pero estaba abierta.
Nadie en recepción. Nadie en los pasillos. Solo un viejo ascensor de puertas cromadas y botón gastado.
Matías apretó el 19 y, por primera vez en semanas, sintió esperanza.
Pero justo cuando las puertas estaban cerrándose, una mano pálida, larga, de uñas grises se metió entre ellas.
El sensor hizo que se abrieran.
Un hombre delgado, de traje anticuado, con un maletín de cuero negro, entró lentamente. No dijo «gracias». No dijo nada.
Solo se volteó a mirarlo con una sonrisa torcida y los ojos… los ojos más secos que la muerte.
Y entonces, sin abrir los labios, habló.
—Estás pensando en tu madre… En cómo lloró cuando perdiste aquel primer empleo… Qué lástima que no sabe que te volviste tan… patético.
Matías sintió un frío que no venía del ascensor.
Las puertas se cerraron.
Y la luz… se fue.
Capítulo 2: El ascensor
Oscuridad total.
Ni la luz del botón de emergencia. Ni el zumbido habitual del motor. Solo el silencio. Denso. Pegajoso. Como si el tiempo también hubiera dejado de funcionar.
Matías apretó el botón de alarma con torpeza.
Nada.
Su respiración se aceleró. La presencia del hombre a su lado se sentía más viva que la suya propia.
—No sirve —dijo el hombre, calmado—. Como tampoco serviste tú. Ni como hijo. Ni como pareja. Ni como profesional.
Matías dio un paso atrás. El ascensor era una caja cerrada, apenas dos metros de ancho. No había a dónde ir.
—¿Quién… quién eres? —logró decir.
El hombre sonrió, pero sus dientes parecían demasiado… largos.
—No recuerdas mi nombre, pero has sentido mi aliento en tus pesadillas.
Las paredes del ascensor comenzaron a crujir. Lento. Como si algo las empujara desde fuera.
O desde dentro.
Matías tragó saliva.
—Esto es una prueba, ¿verdad? Un test psicológico raro para el trabajo, ¿cierto?
El hombre lo miró fijamente.
—¿Crees que alguien en este mundo aún quiere contratar a un fracasado como tú?
La voz no venía de su boca. Venía de dentro de Matías. Como si el ascensor la rebotara directamente a sus pensamientos.
—Tú no sabes nada de mí —dijo Matías, con voz temblorosa.
El hombre sacó un espejo pequeño de su maletín y lo sostuvo frente a él.
Pero el reflejo no mostraba su rostro.
Mostraba a Matías, en su cuarto, solo, llorando, repitiendo en bucle: “soy un estorbo, soy un estorbo, soy un estorbo…”
Matías golpeó el espejo. Se hizo trizas. Pero no sangró.
—¿Quieres saber mi nombre? —susurró el hombre, ahora más cerca—. Me han llamado de muchas formas. Espíritu del desierto. Señor del aire pútrido.
Pero tú… puedes llamarme Pazuzu.
Las luces parpadearon una vez. Solo una.
Y por medio segundo, Matías no vio al hombre… vio una criatura alada, de ojos como carbones encendidos y piel como hueso quemado. Tenía patas de ave, garras humanas, y un aliento que olía a muerte antigua.
Luego volvió a ser el hombre de traje.
—Cada botón de este ascensor representa un pecado. Cada piso, una herida que nunca cerraste. ¿Quieres subir… o prefieres descender?
Matías estaba sudando. Las paredes parecían derretirse.
Apretó el botón de emergencia otra vez. Esta vez, el botón se hundió hasta desaparecer en la pared. Como tragado.
—¿Sabes qué tienen en común todos los que suben aquí, Matías?
El hombre se acercó a su oído. Ya no había aire. Solo aliento.
—Ninguno de ellos volvió a salir por la puerta.
Y con un ruido seco, el ascensor comenzó a moverse.
Pero hacia abajo.
Aunque él había presionado el piso 19.
Capítulo 3: Pazuzu en el espejo
El ascensor descendía.
Pero el marcador digital no mostraba números. Solo símbolos extraños, como jeroglíficos rotos o cicatrices antiguas. Matías se aferró a la baranda, pero esta estaba caliente. Como si la estructura se arrastrara por las fauces de un horno.
—¿A dónde vamos? —preguntó, sin aire.
Pazuzu no respondió. Solo alzó el rostro al techo, como si escuchara voces que Matías no podía oír. Luego volvió a mirarlo con una sonrisa tan amplia que parecía romperle la piel.
—Vamos… a donde has estado siempre.
Las paredes del ascensor comenzaron a cambiar. Ya no eran de acero.
Ahora eran espejos.
Pero los reflejos no mostraban lo que había frente a ellos. No reflejaban el ascensor. Ni a Pazuzu. Ni siquiera a Matías como era ahora.
Mostraban escenas de su pasado.
Una a la izquierda:
Matías de niño, encerrado en un clóset, su padre golpeando la puerta, ebrio, gritando que lo iba a matar si no dejaba de llorar.
Una a la derecha:
Matías, veinteañero, sentado frente a su novia, diciéndole: “yo no soy suficiente para ti, mejor vete”.
Una más adelante:
Matías con su madre en el hospital, ella diciendo “estoy orgullosa de ti”, pero él sin poder sostenerle la mirada. Había llegado tarde. Muy tarde.
—¡Basta! —gritó.
Pazuzu rió, un sonido seco, como el aleteo de cuervos dentro de una caja de metal.
—Tus recuerdos son alimento. Tus traumas, mi templo. ¿Sabes por qué no te llaman de ningún trabajo, Matías?
—¡Porque el mundo está jodido!
—¡NO! —tronó la voz de Pazuzu—. Porque tú ya no crees que mereces vivir. Yo solo vine a firmar la sentencia.
El espejo frente a él ahora lo mostraba colgado de una cuerda. Su cuerpo sin vida. Los ojos abiertos. La lengua azulada. Su celular sonando, con una llamada perdida: “Entrevista Torre Boreal”.
Matías retrocedió.
—¡No! ¡No lo hice! ¡No pude hacerlo!
—¿Estás seguro?
El ascensor se detuvo en seco.
Y las puertas se abrieron.
Pero no había piso 19.
Ni entrevistas.
Solo un pasillo infinito. Oscuro. Con sonidos de cadenas arrastrándose y susurros en lenguas antiguas.
Pazuzu se volteó y lo miró una vez más.
—Este es tu último piso. Puedes quedarte… o puedes saltar. Pero ya no hay puertas para salir.
Matías miró al abismo.
Y el abismo lo llamó por su nombre.
Capítulo 4: El juicio final
Matías no sabía si sus piernas lo movían o si era arrastrado por algo más.
El pasillo frente al ascensor no tenía fin, pero cada paso era como hundirse en brea caliente. El aire estaba denso, lleno de ceniza, como si todo el lugar estuviera respirando por una boca sin labios.
Y entonces escuchó los pasos detrás de él. Lentos. Pesados. Casi ceremoniales.
Pazuzu no hablaba. Solo caminaba. Como un juez que ya conocía el veredicto.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Matías con un hilo de voz.
El demonio no respondió con palabras.
El techo se abrió.
Y desde las alturas cayeron pantallas flotantes, suspendidas en la nada, mostrando todas las veces que Matías deseó morir.
No solo con palabras, sino con pensamientos silenciosos: en la ducha, frente al balcón, al ver su cuenta bancaria, al recordar el aborto que no pudo evitar, al pensar en lo que nunca fue.
—¿Te das cuenta? —dijo Pazuzu por fin—. Me abriste la puerta hace años. Hoy, solo vine a reclamar lo que me pertenece.
Matías cayó de rodillas.
—¡Yo no sabía! ¡No sabía que existías!
—Cada vez que deseaste el fin… me diste fuerza. ¿Y ahora quieres marcharte?
Un estruendo.
Como si un millar de puertas se hubieran cerrado a la vez.
El pasillo desapareció.
Estaban de nuevo en el ascensor.
Matías, solo.
Las paredes limpias. Luz blanca.
El botón del piso 19, encendido.
Como si nada hubiera pasado.
La puerta se abrió.
Una recepcionista lo miró con una sonrisa amable.
—Señor Estrada, por aquí. Lo están esperando para la entrevista.
Matías caminó temblando. El lugar era moderno, limpio, iluminado.
Una oficina como cualquier otra.
Una mujer de traje le extendió la mano.
—Bienvenido, Matías. ¿Está listo para comenzar?
Él asintió.
Pero cuando se sentó frente al escritorio, y la mujer le entregó una hoja para firmar…
el papel no decía «Contrato laboral».
Decía:
“Acepto voluntariamente ceder mi alma a cambio de una ilusión de éxito.”
Y en el campo de firma ya estaba escrito su nombre.
Con tinta roja.
La mujer sonrió.
Y su rostro se derritió lentamente hasta revelar a Pazuzu, sentado al otro lado del escritorio.
—Felicitaciones, Matías. El puesto es tuyo. Para siempre.
> “Muchos piensan que el infierno está abajo… pero algunos simplemente toman el ascensor equivocado.”
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