VIENTOS DE ARES

VIENTOS DE ARES

fran

16/06/2025

En un rincón lejano del universo, donde las estrellas ardían con una intensidad desconocida, existía un planeta llamado Viridia. Su suelo, cubierto de densas junglas e indomables montañas, era hogar de civilizaciones que habían prosperado durante siglos bajo la protección de la Orden de los Cuatro Astros. Esta organización había garantizado la paz, unificando a las diversas razas de Viridia bajo un mismo estandarte. Pero la paz es frágil, y el eco de la guerra pronto resonaría entre sus valles y ciudades. El conflicto comenzó con la llegada de los Guerreros de Ares, un grupo de invasores que no conocían la piedad. Armados con tecnología devastadora y liderados por el implacable Kalthor, reclamaban Viridia como suya. Las ciudades cayeron una tras otra, los templos de los Cuatro Astros fueron reducidos a cenizas, y el miedo se apoderó de la gente. Entre los defensores se encontraba Tyra Valka, conocida como la Colosa de Viridia. Su presencia era imponente: una mujer de gran estatura y musculatura tensa como el acero, entrenada en las artes del combate desde la infancia. Su linaje estaba marcado por una maldición y una bendición: descendía de un antiguo linaje de guerreros que había sellado un pacto con el dios Ares. Ese pacto le otorgaba una fuerza inconmensurable, pero también la condenaba a una lucha eterna contra su propia naturaleza.

Cuando la capital, Helixi, fue atacada, Tyra no estaba allí. Se hallaba en una aldea remota, negociando la ayuda de los pueblos rebeldes. Pero el destino no espera a nadie. Al recibir noticias de la caída de la ciudad, cabalgó sin descanso a través de las llanuras, guiada por la luz de las llamas que devoraban su hogar. Lo que encontró al llegar la llenó de una furia incontrolable: la ciudad estaba sumida en la devastación, sus habitantes sometidos o masacrados, y en el centro de todo, Kalthor, erguido sobre una pila de escombros, cráneos, huesos y cadáveres como una deidad de la destrucción. Llegado a la capital, Tyra lo desafía sin dudar en medio de las ruinas. Así, Kalthor acepta el desafío con ira y comienza una batalla entre ambos, el golpe inicial, un choque de titanes. Ella se mueve con la destreza de un depredador, sus puños impactaban como meteoros, pero Kalthor iguala su fuerza. Su armadura, forjada con un material desconocido, resiste cada golpe, mientras su malévola risa resonaba en el ambiente.

—“Tu destino está sellado, Tyra Valka. No puedes derrotarme” —dice Kalthor, con una sonrisa llena de emoción.

Tyra siente por primera vez el verdadero peso de la desesperación. Con cada segundo, sus fuerzas flaqueaban, no podía dejar que el resto del planeta cayera más y más en la oscuridad. Comprendía que no podía ganar esta guerra sin un sacrificio mayor. Superada en fuerza, la guerrera se retira a las montañas, buscando respuestas en los antiguos templos de su linaje. Allí, en el último santuario de los Cuatro Astros que había sobrevivido al paso destructivo del ejército de Kalthor. Ahí, encontró la Corona de la Guerra, un artefacto legendario que su familia había protegido durante generaciones. Su poder era absoluto: quien la usara seguramente perdería para siempre su humanidad. En un sueño febril, la visión del dios Ares le habló.

—“Toma la corona, Tyra. Conviértete en la fuerza que este mundo necesita”.

Ella despertó sabiendo lo que debía hacer. Regresó a las ruinas de Helixi, donde Kalthor estaba persiguiendo a los sobrevivientes que se escondían entre los refugios y escombros de los edificios caídos. Sus ejércitos estaban listos para el golpe final, la conquista total de Viridia. Pero no contaban con su regreso. Cuando Tyra entró en la ciudad, el suelo tembló. Su figura irradiaba un aura dorada, su armadura reflejaba el fuego de la batalla y sus ojos ardían con la furia de una deidad. No era solo una guerrera. Se había convertido en un avatar de la misma guerra.

Así, comenzó el nuevo asalto entre Tyra y Kalthor fue un cataclismo. Cada golpe que daba rompía el suelo, cada movimiento provocaba ondas de energía que sacudían los edificios en ruinas hasta el grado de terminar por derrumbarlos. Kalthor, por primera vez, empezó a notar que había un poder en la guerrera que lo superaba, conociendo así el miedo.

—“¡Esto no es posible!” —bramó, mientras su armadura se resquebrajaba. De a poco, el conquistador se empezó a sentir vulnerable.

—“Eres fuerte, pero no eres invencible”. —respondió Tyra, antes de propinar el golpe de gracia, con el cual noquea a Kalthor, casi rompiendo los músculos de su cuello.

Con un rugido que resonó por toda la ciudad, lo derribó con una fuerza titánica. Kalthor cayó, y su ejército, sin líder, huye despavorido. Viridia estaba a salvo.

Pero la salvadora de su mundo había perdido algo esencial. Ya no era completamente humana. La Corona de la Guerra la había transformado en algo más, algo inmortal, pero distante. Comprendió sabiamente que no podía quedarse entre su gente; estando en paz entre su gente, la corona la impulsaría a buscar la guerra donde fuera, convirtiéndola en un peligro para ella y los habitantes de Viridia.

Así que se retiró a las montañas, convertida en una figura de leyenda. Su nombre sería susurrado en historias y cánticos, su figura grabada en estatuas y templos. Y aunque la paz regresó a Viridia y permaneció por mucho tiempo, su corazón siempre recordaría la lucha que la había convertido en algo más que humano: en un mito.

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