Nacemos sin saber, sin nombre, sin palabras. Todo lo que somos se va construyendo desde ese primer aliento: nos nombran, nos enseñan con error o con certeza, lo que es bueno y lo que es malo, lo que está bien y lo que está mal, quiénes somos y quiénes deberíamos llegar a ser. Con cada señal, con cada palabra, se levanta poco a poco la estructura de lo que llamamos identidad. Y un día, sin darnos cuenta, nos creemos ese alguien.
El mundo que vemos también se forma con nosotros. No lo vemos tal como es, sino tal como aprendimos a verlo. El ojo mira, sí, pero es el cerebro el que interpreta. Asociamos, conceptualizamos, etiquetamos. Creamos. Nos volvemos la historia que nos contamos.
Pero un día, algo ocurre. Tal vez una grieta. Un silencio. Un momento de honestidad en medio del ruido o simplemente una insatisfacción sutil y constante. es ahí donde todo empieza a tambalear.
Ya no sabemos quiénes somos. Ya no sabemos si somos felices o solo hemos aprendido a serlo. Lo que antes nos movía, lo que nos daba identidad y dirección, deja de tener sentido. El deseo de éxito, de reconocimiento, de pertenencia… pierde peso. Y en su lugar aparece algo más difícil de sostener: la duda.
Una duda que no es mental, sino existencial. Ya no se trata de resolver, sino de quedarse con la pregunta. ¿Y si todo lo que creí ser fue una construcción? ¿Y si, al soltarla, ya no queda nada?
Aparece la tristeza. Pero no una tristeza que viene de una pérdida concreta, sino una tristeza sin nombre, una tristeza sin lógica que no viene de una idea o de un suceso, solo viene.
Una sensación de vacío, de no saber, de no querer fingir más certezas.
Y aún así, hay algo ahí… un pequeño fuego. No esperanza, no fe, sino presencia. Una presencia que no necesita definirse. Que no busca entenderlo todo, ni arreglarlo. Que simplemente está.
Una presencia que te invita a soltar la idea de querer entenderlo, de liberarse de saber.
Ya no sé quién soy. Ya no sé qué quiero. Ya no sé a dónde voy. Pero por primera vez, no quiero saberlo.
OPINIONES Y COMENTARIOS