CAPÍTULO 1.EL ÁRBOL.
Aquella noche, mi abuela entró en la habitación y me susurró al oído:
—Ven conmigo y no me hagas preguntas.
Con mucho sueño y sin ganas me levanté y la seguí. No tenía idea de lo que tramaba, pero no era normal que me despertara a media noche.
Nunca fue lo que se entiende como «una abuela al uso», de esas que se empeñan en que te comas las croquetas o de las que se pasa el día tejiendo mientras ojea de vez en cuando la tele, tampoco de las que va al gym con las amigas. No, mi abuela era otro tipo distinto de abuela. No encajaba en ninguno de los estereotipos.
En su juventud fue compositora de piezas musicales de gran belleza para guitarra. Las ejecutaba ella misma, y llegó a estar considerada entre las más importantes solistas de guitarra de todos los tiempos. “Cautivadora”, la describían los diarios, haciendo alusión a su discreta presencia frente a la enormidad que emanaba de su simbiosis con el instrumento.
En honor a la verdad he de decir que sigue conservando su don magistral con la guitarra, pese a que su leve deterioro físico ha mermado ligeramente algunas de sus facultades. Podría decirse que se resiste a envejecer o que lo hace de una manera extrañamente tranquila. De carácter jovial, modelado gracias a sus viajes por el mundo, solía decirnos que lo que más anhelaba era retornar a casa tras sus conciertos. Por nuestra parte, sentarnos a su lado a escuchar las historias que inventaba para mantenernos un buen rato junto a ella, suponía la más grande aventura que cualquier muchacho pudiera imaginar. Nuestra Sherezade particular, cada noche encadenaba relatos de seres imaginados, de árboles escondidos en sitios sagrados, de música, de sueños con barcos. Los narraba de forma que quedábamos petrificados siguiendo los gestos de su cara, el movimiento de sus manos. Esa forma suya de escenificar las historias haciendo que nos sumergiéramos en mundos desconocidos, producía en mí cierta inquietud, pues no las reproducía cual producto de su imaginación, sino más bien como si las recordara de otra época de su vida. Detallaba personajes de otros mundos y parecía que los estuviera viendo o que alguna vez los hubiera visto o tratado.
De todos los relatos, el que siempre me atrapaba era el que giraba en torno a la construcción de un barco. Insinuaba que una vez construido era capaz de manejarse solo, como si contara con voluntad propia, como si fuera capaz de navegar donde debiera, ajeno a órdenes de capitanes o sometido a maniobras de tripulación.
Otros relatos parecían una mezcla de recuerdos de sus conciertos, anécdotas de cómo la música venía a ella o desvaríos producidos por una imaginación inusual.
—Abuela ¿qué pasa?— le dije.
—Psss—ven conmigo.
La seguí hasta su habitación, ya dentro cerró de forma sigilosa la puerta.
—Tengo que hablar contigo Héctor, — me dijo con una mirada extraña que me dio miedo. Entonces metió la mano en su camisa y buscó en su sujetador, donde guardaba siempre su pañuelo, sacando una llave pequeña, diminuta. Se acercó a su armario. Buceando entre una montaña de sábanas localizó una muesca que levantó suavemente. Tras la pieza a modo de remiendo se escondía una cerradura. Con acierto introdujo la llave. Sin apenas hacer ruido se abrió un portón escondiendo una oquedad. El mismo mecanismo que accionó el portón deslizó una plataforma portando una guitarra. Mi abuela la tomó dulcemente entre sus manos y con el mismo cariño que mostraba con nosotros la acarició y me la ofreció al tiempo que me besaba la mejilla.
—Tengo algo que contarte.
Lo primero que se me pasó por la cabeza era por qué mi abuela escondía esa guitarra, no lo lograba entender, más aún cuando en su casa había instrumentos repartidos por doquier, en cualquier estancia. Todos sabíamos que cuando estaba sola tocaba de repente, como si sintiera un impulso irrefrenable. Tras una especie de trance, pasaba a plasmar en forma de notas musicales lo que ni ella misma parecía entender, a pesar de que no paraba de repetir que era su manera de sentir la música. Esa locura musical la hizo llenar la casa con infinidad de instrumentos, comprados en cada uno de los lugares que había visitado. Experimentó con todos, pues la música venía a ella —de forma peculiar, mágica— decía.
Puso la guitarra en mis manos. En el momento que la sostuve algo me sucedió. No podría aunque quisiera, describir el tumulto de sensaciones que se apoderaron de mí. Me noté ausente, perdido entre imágenes que me resultaban familiares, ya las conocía, estaba seguro. Sentí que estaba dentro de las historias que nos contaba.
—Siéntate a mi lado, voy a contarte algo antes de que la memoria me sea arrebatada por completo. Te lo he relatado distorsionado, en partes, sin orden, pero ha llegado el momento de que todo esté en su sitio.
—Abuela no entiendo nada—le dije.
—Lo que te voy contar es una parte de mi vida, un episodio desconocido que he ocultado a todos. Ha llegado el momento de que tú lo conozcas. Ahora que la has tenido en tus manos, y has podido notar…, —se quedó un rato pensativa mientras miraba mi cara esperando que yo asintiera, revelando que había percibido algo. Moví la cabeza de arriba a abajo, entendiendo la importancia del momento, pues estaba convencido de que su historia no me dejaría indiferente. Después de un instante, donde percibí que organizaba pensamientos, intuí que esta vez no sería un relato fruto de su imaginación, sino que sería algo más profundo.
—Estoy preparado para lo que tengas que contarme, —afirmé convencido de lo que estaba diciendo. Comenzó su relato:
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En algún lugar cerca de ningún sitio, había un bosque que cubría todo lo que la vista podía alcanzar y mucho más. Árboles de todas las especies y variedades crecían en aquel recóndito rincón, perdidos, olvidados. Oculto en aquel mar verde, un ser oraba a los pies de un inmenso ejemplar, tan enorme, que daba miedo sólo mirarlo.
El anciano árbol siempre estuvo allí y junto a él desde el comienzo de los tiempos adorándolo como si de un Dios se tratara, una tribu de chamanes vigilaba. Eran seres cubiertos de harapos y no se adivinaba nada de su fisonomía. El único detalle que saltaba a la vista era su imponente envergadura, por lo demás, los rastrojos de tela se encargaban de ocultar con cierta pericia cualquier tramo de su organismo.
Un día empezaron a aparecer por el bosque leñadores que observaban los árboles y realizaban marcas siguiendo criterios a veces azarosos. El bosque protegía a su ejemplar más querido, la espesura lo ocultaba, a pesar de que su tamaño hacía difícil tal empeño. Día tras día, los leñadores avanzaban, dejando tras su paso un reguero de árboles talados, desechados, siempre los ejemplares más grandes, los más ancianos, que fueron cayendo uno tras otro.
La naturaleza de alguna manera intentó defenderse tendiendo trampas invisibles para hacerlos desistir de lo que parecía una misión suicida. Los accidentes continuados no dejaban de asombrarlos: picaduras de insectos que paralizaban miembros impidiendo el avance, precipicios con trayectos serpenteantes donde peligrosos desprendimientos retrasaban la misión, torrentes desbocados que arrastraban cuerpos cual motas de polvo. Calamidades que hubieran hecho desistir al más valiente de los exploradores.
La remuneración por su logro sería importante y este era el motivo que los animaba a arriesgar su vida olvidando el riesgo. Tras años de esfuerzo uno de ellos lo descubrió y dio la voz de alarma. Al contemplarlo no fueron capaces de pronunciar palabra, no habían visto jamás nada parecido. No era solo el árbol lo que impresionaba, la ubicación en algunos momentos se les antojó laberíntica, percibiendo una estrategia premeditada para hacer imperceptible la presencia del monumento natural. Se hizo invisible hasta encontrarse justo delante.
Parados frente a él, tan solo el capitán Tanenbaum se atrevió a decir.
—Más que un árbol me atrevería a afirmar que es un templo, una catedral orgánica, tiene alma. Este sitio es…
Paró para tomar aire despacio. Sintió un deleite curioso con un gesto tan cotidiano y necesario como el de respirar. Se hinchió de una sensación de bienestar, de calma absoluta, retrotrayéndose mentalmente, buscando entre sus recuerdos, pero no recordó sentirse tan bien en ningún momento anterior de su vida.
—Es Imponente, majestuoso impregna este sitio de una espiritualidad…
El señor James, ingeniero forestal a cargo de la localización del árbol, interrumpió los pensamientos en voz alta del capitán añadiendo:
—No me atrevería a catalogar esta especie, no he visto un ejemplar similar ni siquiera en los libros más antiguos de botánica. Intuyo que sus raíces se hundirán tan profundo y se esparcirán tan lejanas que todo cuanto aquí crezca de alguna manera estará conectado a él. Tengo la sensación de que es como una fuente de energía que suministra alimento y vitalidad a las plantas y animales de este lugar. Si lo taláramos causaríamos un daño enorme al entorno, podría llegar a desaparecer todo cuanto aquí contemplamos. Sería una lástima que un santuario natural de esta dimensión fuera destrozado por la ambición de un magnate. Yo no puedo participar en ésto. — afirmó mientras movía la cabeza dubitativo, impactado por las sensaciones que el lugar le transmitía.
—Lo siento tanto como usted, se lo aseguro, Sr. James. Esto no va a ser tarea fácil. Tenemos una misión que cumplir. Nuestro salario y el de nuestros hombres depende de ello. Sin mencionar lo más importante, nuestro benefactor, el Sr. Ferrer, querrá recuperar la inversión. Aseguramos el éxito o la reposición de lo invertido. —Una mueca de resignación apareció en su rostro. De una cosa estaba seguro, y era que no podrían hacer frente al volumen de la deuda, como también lo estaba de que se arrepentiría de su acción por el resto de sus días.
Tras varios días de deliberaciones llegó el momento en que estos hombres armados de herramientas comenzaron a talar su tronco. Muchos de ellos dudaron que fuera posible derribar un árbol de tales dimensiones, incluso hubo quien se opuso a un despropósito de esa magnitud; a pesar de ello, con mucho esfuerzo y tras varios meses se oyó un grito:
– ¡Tronco va! –, y se derrumbó con lentitud hasta caer golpeando con gran estruendo el suelo del bosque. El temblor se dejó sentir a decenas de kilómetros de distancia; los animales percibieron el sismo con tristeza no con miedo, sospechando el origen del extraño movimiento.
Habían talado un árbol milenario que había estado allí quietamente miles de años, puede que millones, y en un instante desapareció sin más del lugar al que perteneció desde el inicio de los tiempos. Fue al cortarlo cuando uno de los leñadores dijo asombrado que el ruido al caer le recordó un quejido, un alarido doloroso, no fue capaz de decírselo a nadie pero junto con la certeza de sentirse observado presentía que acababan de cometer una atrocidad.
Al caer la noche se retiraron a su campamento, dejando espacio a la tribu de seres extraños que se congregó a su alrededor para velar su cuerpo. Del ocaso al alba, en silencio, como si de uno de ellos se tratara, oraron junto a él. De vez en cuando, el solemne silencio era roto por los suspiros dolorosos de aquellos que durante generaciones veneraron lo que amaban más que a su propia vida. No podían intervenir en el devenir de los acontecimientos, eran meros observadores, pero se percibía rabie e infinito sufrimiento en sus plegarias. Fue justo antes del amanecer, apenas unas horas antes de que llegaran los trabajadores, cuando el ser misterioso que hacía las veces de gran jefe tomó su hacha. Arrodillado junto a él, acarició la corteza del enorme ejemplar, acercando su rostro hasta su superficie a la vez que palpaba sus rugosidades, buscando una zona concreta, un indicio de algo que finalmente terminó apareciendo. Golpeó con ímpetu clavando la herramienta en la corteza hasta que ahondó lo suficiente. Topó con lo que parecía un trozo deforme de madera allí encajado. De forma ceremoniosa lo extrajo de él y con gritos desgarrados clamó:
“VOLVERÁS AL SITIO AL QUE PERTENECES,
LA TIERRA TEMBLARÁ Y EL CIELO TORNARÁ OSCURO,
TODO EL UNIVERSO ENTONCES SABRÁ QUIEN ERES,
ALMA ENTRE LAS ALMAS,
DIOS ENTRE LOS SERES,
Y ASÍ SERÁ, SERÁ ENTONCES,
CUANDO EL CIELO OSCURECERÁ Y SOPLARÁ EL VIENTO,
Y ASÍ SERÁ, SERÁ ENTONCES,
QUE A LA TIERRA VOLVERÁ,
AQUELLO QUE FUE, Y SIEMPRE SERÁ”.
El chamán le extrajo el corazón.
Aquel ser, con las facciones irreconocibles por la pintura y cuyo cuerpo se asemejaba a cualquier cosa menos al de un ser humano, tomó el trozo de madera y llevándolo junto a su pecho lo apretó con fuerza susurrando palabras en una lengua ancestral.
—Naxa aquin lag takka —“Todos somos tú”.
El chamán rompió a realizar movimientos involuntarios. Los cánticos de los seres inundaron el bosque, el viento se encargó de trasladarlos colándose en cada rincón del espeso follaje, sin embargo, los leñadores atrapados en un sueño profundo permanecieron ajenos a lo que allí sucedía. Los animales se movían inquietos de un lado para otro simulando una danza sincronizada con los chamanes. La energía invisible se volvía por momentos perceptible en el brillo de la luz sobre los pétalos inmensos de las flores exóticas que poblaban el lugar. La exaltación fue creciendo hasta que de pronto, en un instante que nadie pareció intuir, la energía que pululaba bailarina de un lado para otro, dio paso a una luz cegadora que brotó proveniente de las entrañas de la tierra, atravesando el tronco talado y se perdió en lo más profundo del universo. El haz de luz dio forma al invisible eje que unía el centro de la tierra con las profundidades del cosmos. Apuntaba hacia un lugar concreto entre miles de estrellas, al que todos los presentes miraban curiosos. Tras ello, corrieron a ocultarse.
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—Abuela, ¿estás bien? — la zarandeé. Se había quedado perpleja, apenas reaccionaba a los movimientos que le propinaba. Por otro lado, no quería que parara de contar, necesitaba saber. La historia no me era ajena, me inquietaba porque podía visualizar nítidamente en mi cabeza todo cuanto describía.
—Héctor, no me interrumpas, debo seguir—murmuró nerviosa.
—Me has preocupado, abu. Había momentos en tu narración que he llegado a pensar que no eras tú. Te vas a reír, pero si ese chamán que mencionas alguna vez existió, sigue vivo, ha hablado a través de ti, desde dentro. Te ha dictado todo cuanto tenías que decir, mientras, te limitabas a mover los labios para dejar salir las palabras de tu boca. Eso me ha parecido.
—Todo es más complejo de lo que imaginas. Puede que no entiendas nada hasta el final. Espero que comprendas. Seguro que estás impaciente por saber el final, pero todo a su tiempo.
CAPÍTULO 2. El luthier.
Quizás fue la suerte, o puede que algo que escapa al entendimiento, lo que hizo que aquel día pasara un luthier por el aserradero donde descansaban los tablones del árbol. Un luthier en busca de madera para nuevos instrumentos. En su larga trayectoria profesional se había labrado un buen nombre, pero no había conseguido llegar más allá de los límites de la vieja ciudad donde residía. Sin embargo, él se sabía poseedor de una gran virtud, sabía que sus instrumentos algún día inmortalizarían su apellido. Construía los instrumentos aportando las cualidades de músico a las de carpintero, sumadas al don que lo acompañó desde su nacimiento y del que no supo nunca su nombre; poseía oído absoluto. Contar con la ventaja de percibir en la madera ciertos matices sonoros inapreciables por el resto de colegas de gremio, convirtió sus instrumentos en objetos de deseo para su círculo de músicos más cercano. Sabedor de su don, era cuestión de tiempo que algún día llegase a oídos de un gran músico sus proezas. Cuando eso sucediera, su vida cambiaría.
Y sucedió que el boca a boca funcionó como la propaganda más efectiva. La oportunidad llegó de lejos, de más allá del océano, del nuevo continente. Fue entonces cuando comprendió que necesitaría una madera distinta para sorprender a su cliente especial, comprendió también que esto supondría el despegue que tanto había deseado. Había recorrido durante meses multitud de aserraderos y no había encontrado lo que buscaba, pero aquel día todo cambió, aquella madera era algo fuera de lo común: suave, tersa, de un color intenso, tanto que se dispuso de inmediato a sacar de su mochila un palo redondo de madera con el que comenzó a golpear a lo largo de los tablones para hacer pruebas de resonancia. Buscó entre montañas de piezas, golpeando cada una de ellas escuchando su respuesta. Quería localizar los tablones más próximos al centro del árbol, por experiencia sabía que éstos eran los mejores, pero allí había demasiados, no era posible que provinieran todos de un solo ejemplar, se alarmó al pensar que podrían haber talado un bosque. Eligió un tablón que le resultó peculiar. Sobresalía un poco respecto al montón donde estaba apilado, sus bordes eran irregulares en algunos lados, no habían tenido cuidado al cortarlo. “Todos iguales menos éste”, pensó. “Qué curioso”, recapacitó y volvió a por él tras desecharlo en un primer instante.
—No está en venta, — gritó el obrero encargado de la custodia de los tablones. —Márchese de aquí ahora mismo, —insistió de forma grosera. El luthier, descendió despacio con su tablón en la mano, haciendo caso omiso a las palabras del guarda. Una vez abajo, metió su mano en el bolsillo sin prisas, pausadamente, sacando una maraña de billetes que sin contar ofreció al vigilante. .
—Nadie sabrá nada, esto es un negocio entre tú y yo—dijo el violero sin aspavientos, sin despegar los ojos del encargado que mantuvo la mirada sin parpadear, pero que terminó por agarrar el dinero y dar media vuelta.
—Está bien, pero no tarde mucho en marcharse de aquí—murmuró mientras se giraba colocando los billetes para contarlos en la garita.
Era una madera como pocas había visto hasta entonces, no era palosanto, ni ébano o caoba, ni siquiera koa. La estudió a fondo comprobando su densidad, dureza y contracción, para obtener información precisa sobre ella. Lo hacía siempre antes de construir un instrumento, pero no obtuvo pistas del tipo del árbol del que procedía. Preguntó a colegas del gremio, nadie supo decirle.
“Quizás proceda de un árbol exótico”, se dijo y no quiso dar más vueltas al asunto, centrándose en lo que realmente importaba. No dudó ni por un instante del éxito de su misión, contemplando entusiasmado el tablón veteado de forma singular.
Dedicó años y todo su talento en transformar aquel trozo de madera en algo extraordinario. Pasó noches enteras calibrando el diapasón, cortó con pericia las ranuras de los trastes para obtener una profundidad homogénea, se encerró en su taller durante días para lograr la belleza de una roseta digna del instrumento que pretendía construir.
Calculó al milímetro lo que se alarga la cuerda al pisarse, evitando que el más mínimo error diera al traste con su esfuerzo. En su búsqueda de la perfección se obsesionó con los barnices, buscando en tratados antiguos de alquimia la fórmula que permitiera proteger al instrumento dejando transpirar a la madera. Mezcló tinturas en fórmulas oleosas proporcionando un ligero toque de color que identificara su creación para así ensalzar su nombre. Cuidó con mimo todos los detalles de la construcción, de sobra sabía que al final cualquier error de cálculo, elección de la madera, colocación de las cuerdas, afectaría a la calidad del resultado, así que decidió que no sería la falta de esmero causa de ello.
La sorpresa llegó a posteriori, a pesar del esfuerzo, la sonoridad no era lo esperado para un instrumento de esa calidad y esto era el menor de sus males. Revisó todo el proceso intentando mejorar la resonancia, se cuestionaba qué era lo que estaba haciendo mal, pero ensimismado en sus pensamientos giraba la cabeza de un lado para otro negando cualquier fallo por su parte. Su sueño se desvanecía y, en su desesperación por convertirla en algo único, todo se tornaba en lo contrario. No daba crédito a lo que estaba sucediendo, jamás había tenido entre sus manos una materia prima de tanta calidad y que diera peor resultado, no dejó de insistir y de lijar día y noche, alterando sus nervios y su salud. Daba por seguro que algo extraño sucedía y que se escapaba a sus cortos alcances. Tenía sueños raros y llegó a suponer que la madera estaba hechizada o embrujada, no sabía decir exactamente el qué. Cuando despertaba por las mañanas murmuraba.
—¡Paparruchas!,—negándose a dar una explicación irracional a todo lo que le estaba sucediendo, ni siquiera cuando las cuerdas saltaban al intentar afinarla. —¡Paparruchas!,— gruñía una y otra vez de forma huraña. Finalmente acabó colgándola en el escaparate.
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