Es una mañana soleada de invierno. Madera tirada en un piso de cemento: sillas, paneles, marcos, botes de pintura seca, y ella, con sus arrugas resaltadas por el sol, sigue arrojando objetos a la pila de escombros. Entre escombro y escombro se quita el cigarrillo de su boca. Se detiene y mira la pileta vacía y despintada que tiene cerca.

Él, por su parte, viene de haber jugado toda la noche al billar. Había apostado varios tragos, ganado, perdido y vuelto a ganar. Hubo riesgo de perderlo todo pero como siempre, a pesar de no haber perdido, volvió sin nada.

Ella supo que él estaba llegando antes de verlo, y había decidido, como siempre, no hacer ni decir nada. Y al recordarlo y repetírselo a sí misma, aparece él.

Él no había decidido nada, pero siente que tiene que hacer algo. Dejando una estela de olor a cigarrillo y vino dobla la esquina, el sol ahora le pega en el rostro. La ve, allá, al lado de la pileta, junto a una pila de escombros.

Son diez segundos que se detienen a mirarse, a un lado de la pileta vacía y con la pila de escombros de madera entre medio.

Son treinta segundos que ella lo mira a él desmayado sobre la silla de madera.

Había decidido no hacer nada y sin embargo allí está, intentando levantarlo.

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