La Niebla de los Espejos Perdidos

La Niebla de los Espejos Perdidos

Bruno Ravizzini

25/05/2025

I. El último vals de Villa Crespo

El Café de los Angelitos Grises resistía en una esquina de Villa Crespo como un fósil de épocas remotas. Sus vitrales art nouveau filtran una luz amarillenta sobre el piano Steinway desafinado, donde Ernesto «Broken fingers» Lapaglia martirizaba valses con dedos entumecidos por el gin. La hermosa mesera Clara, estudiante nocturna de filosofía en la Universidad del Oeste, limpiaba mármoles manchados de café mientras susurraba canciones. En la penumbra del rincón más húmedo, Donato, vendedor de enciclopedias usadas, garabateaba versos de tinte soez en servilletas arrugadas.

La niebla llegó un martes de otoño, deslizándose desde el Riachuelo como una amante marchita de Whitechapel. Primero fue un velo romántico que difuminó las luces de la calle Juan Agustín García. Luego, un manto espeso que redujo el mundo a 30 centímetros de realidad. Hacia el viernes, respirar era tragarse fragmentos de algodón quimérico.

II. Confesiones en modo menor

Ernesto golpeó un acorde disonante cuando vio al hombre del sobretodo beige. «¡Marcelo! ¡Hermano!», gritó abrazando a un desconocido mientras le confesaba cómo había ocultado el cuerpo de su padre tras el duelo de 1957. Clara recibió tres declaraciones de amor idénticas: «Tu sonrisa es mi verdadero y único mapa». Las voces anónimas multiplicaban versos de Manzi como «niebla flotando en el río», entre otros.

Los parroquianos, buscando diferenciarse, adoptaron máscaras de cartón pintado con bigotes épicos o lunares obscenos. Hasta que Donato vendió la máscara de Gardel a tres clientes distintos, y la cantina se volvió ópera bufa.

III. El cuadro

La noche del gran robo, la niebla espesó hasta gotear. Al despejarse al amanecer, el cuadro «Cafetín de Buenos Aires», que presidía el bar desde los tiempos de Discépolo, había desaparecido. O eso sospecharon.

Ernesto juró haber oído los pasos de su padre muerto arrastrando el marco por el sótano. Clara aportando confusión encontró partituras carbonizadas con compases que, para su entendimiento, podrían ser de Adiós Nonino o de un aprendiz.

En los espejos del baño, alguien escribió con vapor: «El verdadero ladrón nunca se revela».

IV. El detective de los espejismos

Amadeo, un cliente ocasional que decía ser detective de «casos metafísicos», asumió el caso. Interrogó a los sospechosos con preguntas existenciales: «¿Robaría usted su propia identidad si la encontrara en subasta?», «¿Puede un espejo reflejar el alma si nunca fue mirado de frente?».

Su teoría final fue un monólogo digno del Bar del Infierno: «El ladrón es el Olvido Porteño, ese que borra cafés y almas con igual saña. Pero robar un cuadro es inútil: ya todo Buenos Aires es un fresco pintado con niebla y nostalgia».

Mientras, Donato comenzó a recitar versos ajenos como propios, convencido de ser un vate maldito reencarnado.

V. La revelación en mi bemol

Clara limpiaba el lugar donde estaba el cuadro cuando su trapo chocó con algo frío. No había marco ni pintura: solo un espejo antiguo que reflejaba el rincón donde Ernesto solía dormir sobre el piano. La niebla había dibujado en su superficie un fantasma de óleo y humedad, un espejismo colectivo.

«Nunca hubo tal cuadro», reflexionó Amadeo. «Solo nuestro afán y descuido de ver siempre lo mismo».

Ernesto golpeó el piano con rabia, liberando un vals agrio: «Nieblas del Riachuelo». En el espejo, su reflejo tocaba una melodía sorda.

VI. Epílogo: Tango de espejos rotos

La niebla se levantó llevándose máscaras y versos. El café cerró para siempre, pero en las noches húmedas aún se ve su neón titilar entre brumas.

Ernesto grabó su vals en un disco que nadie comercializó, aunque medio Buenos Aires canta su estribillo sin recordar dónde lo escuchó, “…fui quemando la nube de una loca ilusión…”.

Clara publicó «Ontología de la Niebla: Ser y No Ser en Villa Crespo», libro que vende una copia cada muerte de obispo. Donato desapareció. Dicen que lo han visto cantando en el subte B con voz de gramófono.

La última noche, anoche, un espejo del viejo café reflejó a un hombre solo frente a una mesa vacía. Bebía un vaso de pernod y hielo mientras una voz susurraba desde los azulejos de la antigua cocina: «El paraíso fue esto: creer que éramos alguien cuando solo éramos niebla».

Y en algún lugar, un piano desafinado empezó a sonar.

Etiquetas: café misterio niebla

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