La chica del autobús

La chica del autobús

Arequipa, 1983.
La ciudad hervía bajo el sol y se congelaba bajo la sombra otoñal. El aire era invadido por el olor a pan recién horneado de “Las Américas” que se mezclaba con los humos de los buses que por esos años transitaban por el centro de la ciudad, esos que recorrían las pistas adoquinadas con su musical sonido latoso. La Valle, uno de esos viejos buses de transporte público, era tan parte del paisaje urbano como los volcanes que siempre vigilaban la ciudad desde el horizonte.

Fue ahí donde la vi por primera vez. Yo acababa de subir al bus con mi amigo Mauricio, y mientras tratábamos de encontrar un asiento libre, la vi sentada junto a la ventana. El sol le acariciaba el rostro, el cabello ensortijado le caía como un velo sobre los hombros, y tenía ese aire distraído de quien vive en su mundo. Fue un cruce de miradas, no fue una mirada larga, ni un momento de película. Fue apenas un parpadeo, un segundo. Pero bastó para que el verde de sus ojos quede grabado en mí. Sentí ese golpe inexplicable en el pecho, ese cosquilleo en la panza, esa certeza irracional de que acababa de ver a alguien importante.

Una cuadra después, ella se bajó.

No lo dudé. Le dije a Mauricio:
—¡Bájate, compadre, vamos!

Saltamos del bus como dos detectives de película barata. Caminamos por las veredas, buscándola entre la gente, hurgando en las puertas de cada tienda, de cada café y cuanto recoveco podíamos encontrar. Pero la ciudad es grande y las casualidades, a veces son escurridizas. La perdimos.

Volvíamos a casa con una mezcla de frustración y asombro. No sabía quién era. Solo sabía que no podía sacármela de la cabeza. Fue ahí donde Mauricio, con voz de “eureka” me dijo: ¡Creo que sé quién es! creo que vive cerca de la casa de mi abuelo, en Avenida Jorge Chávez. Vamos donde el abuelo, le dije totalmente entusiasmado. Era una pista vaga, pero que me llenaba de esperanza. Así que comencé a buscarla. Y cuando uno quiere de verdad encontrar algo, no hay obstáculo suficientemente grande.

Un rato después, llegamos a la casa del abuelo, entramos bruscamente a su estudio y le contamos la misión que habíamos emprendido. El abuelo rió a mandíbula batiente, pero conseguimos, gracias al viejo, saber el nombre del papá de la chica pues eran amigos del barrio. Pero eso no fue todo lo que nos dijo el abuelo. También nos dio el nombre de cada una de sus hijas y el nombre de la hija menor, que era la que por la descripción que hizo el viejo, calzaba con la chica de La Valle. Con esa información en las manos, Mauricio y yo nos sumergimos en la guía telefónica como si estuviéramos buscando un código secreto. Página tras página, dedo tras dedo, hasta dar con el apellido que coincidiera con la dirección en Jorge Chávez.

Ahí estaba. 229141, ese tenía que ser. Lo anoté en una hoja de papel cuadriculado que el abuelo arrancó de un cuaderno, la doble varias veces hasta que entrara en el mini bolsillo del lado derecho del viejo Levi´s que llevaba puesto, asegurándome de no perderlo por ahí y me fui.

Marqué su número desde el teléfono fijo de mi casa. Escuché el tono. Una, dos, tres veces.
¿aló? Me dijo una voz mayor, femenina y con acento argentino desde el otro lado de la línea.

—Hola… ¿Se encuentra Romina? —Un momento por favor, contestó.

—Hola, Romina, soy Gonzalo
— No te conozco
—Te vi en La Valle.
—Lo siento… no hablo con desconocidos —y colgó.

Quedé con el auricular en la mano y desilusionado. Sentía que ese cruce de miradas había sido una conexión entre nosotros. Sentía que había hecho un trabajo impecable para encontrarla. Supongo que algo en su voz me hizo pensar que nunca más volvería a escucharla. Pero el destino, cuando de verdad quiere algo, insiste.

Pasó un año.

En 1984, representaba a mi colegio, La Salle, en el campeonato inter escolar de atletismo. Estaba en la línea de partida, concentrado. Sonó el disparo y salí con él al mismo tiempo. En los primero 50 metros ya estaba adelante, los otros cincuenta pude mantener la posición y cortar la cinta en primer lugar. No lo sabía entonces, pero entre las gradas, mezclada entre aplausos, y uniformes de cientos de estudiantes de todos los colegios de Arequipa, alguien me estaba observando.

Era ella.

Me había reconocido. Se acordaba del chico del bus. Se había quedado con mi nombre y, esta vez, fue ella quien buscó mi número.

—Hola… ¿eres Gonzalo?
—Sí…
—Soy Romi. Solo quería pedirte disculpas por haber colgado aquella vez.

No sé cómo describir lo que sentí. Era como si el tiempo se hubiera tomado la molestia de darme una revancha, una segunda oportunidad. Desde ese día, comenzamos a hablar. La conocí, la escuché reír, la vi caminar por su barrio, y ella comenzó a frecuentar el mío, La Aurora. En las tardes de primavera, cuando los días parecían infinitos, compartíamos risas con amigos en común. Todo era lento, suave, como una canción de cassette con las pilas gastadas.

Y entonces, una tarde cualquiera, en un parque casi vacío de mi barrio, el sol bajando tras los árboles y el silencio de los pajaritos acomodándose para dormir, después de varios intentos frustrados porque las palabras no salían de mi boca, se dio el momento.

—¿Quieres ser mi enamorada? —le pregunté, con la voz temblando.

Ella me miró, sus mejillas se encendieron y sus ojos verdes inmensos comenzaron a brillar. Suspiró y dijo que sí.

Así empezó nuestra historia.

Fuimos felices, adolescentes, soñadores. Nos escribíamos cartas, nos veíamos en la esquina, compartíamos discos de vinilo, cassettes que escuchábamos en un viejo Walkman
compartiendo los audífonos y Bombones de D’Onofrio del heladero que pasaba por el barrio. Nos conocíamos como solo se conocen dos chicos que están descubriendo el amor por primera vez: con inocencia y con hambre de todo. Nos bastaba con sentarnos juntos en el parque, con hablar por teléfono en la noche, con saber que al día siguiente volveríamos a vernos.

Duró un par de años. Como todo lo que nace temprano, terminó antes de tiempo.

Un día, sin peleas ni promesas rotas, simplemente tomamos caminos distintos. La vida nos jaló en direcciones opuestas. Entendí que hay amores que no están hechos para quedarse… sino para enseñarnos algo que necesitábamos aprender.

Hoy, cuando veo un bus viejo pasar por la calle, aún me acuerdo de La Valle. De esa mirada fugaz, de ese impulso absurdo de bajarme en una cuadra cualquiera. Y sonrío. Porque ahora sé que no fue casualidad.

A veces, los grandes amores no empiezan con una cita, ni con un beso, ni con una fiesta. A veces, solo necesitas un paradero antes del tuyo. Y la valentía de bajarte del bus.

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