Prólogo
El mundo nunca estuvo preparado. Y nadie lo sabía.
Cada mañana, millones de personas despertaban sin pensar en el fin. El sol salía como siempre, y el cielo, inmenso y azul, parecía ser un recordatorio constante de la normalidad. Los coches recorrían las calles con su incesante ruido, las oficinas se llenaban de voces que discutían sobre cifras y estrategias, y los niños jugaban en los parques, ignorando las preocupaciones que atormentaban a los adultos.
La tecnología avanzaba a pasos agigantados, con pantallas brillantes que conectaban a todos en una red global de información. Los satélites surcaban el cielo, vigilando el universo con ojos incansables. Las agencias espaciales, los científicos, las mentes más brillantes del planeta, todos enfocaban sus esfuerzos en algo más grande que la vida misma: el espacio. Pero el espacio, vasto e implacable, era algo que la humanidad aún no entendía completamente.
En este mundo, tan lleno de certezas y avances, el fin nunca fue una posibilidad real. Los políticos discutían sobre el cambio climático, las economías fluctuaban, las guerras se libraban en otros rincones del mundo, pero el fin, ese fin definitivo y absoluto, nunca cruzó sus mentes. Porque el fin no vino en forma de guerra. No vino en forma de virus, ni de desastres naturales. No hubo señales, ni avances científicos que lo predijeran.
El fin vino del cielo. Y, cuando llegó, no hubo tiempo para nada más.

Meteoros Infernales
No hubo señales. No hubo gritos, ni advertencias. El mundo vivía su rutina diaria: coches transitando por las calles, trabajadores en sus oficinas, niños en sus escuelas. La vida seguía su curso como siempre. Las agencias espaciales, encargadas de monitorear el espacio, no detectaron nada. Los observatorios, en silencio, no vieron nada. Nada de nada.
El cielo era azul, como siempre. Las estrellas, invisibles durante el día, permanecían distantes, ajenas. Nadie sabía que lo que parecía ser un día más en la historia de la humanidad sería, en realidad, el último.
Y luego, sin previo aviso, el cielo se rompió.
Millones de meteoros descendieron sobre la Tierra con una velocidad y fuerza devastadora. Rocas llameantes llovieron del espacio. Las primeras explosiones fueron apenas perceptibles, pero pronto la tierra comenzó a temblar con furia. Las grandes ciudades, donde millones de personas vivían sus vidas ajenas al peligro, fueron vaporizadas en cuestión de segundos. Rascacielos que se erguían como gigantes en los horizontes se desintegraron al instante. Las carreteras fueron destruidas en un abrir y cerrar de ojos. No hubo tiempo para correr, ni para gritar. La humanidad fue arrasada en minutos, reducida a cenizas.
En las primeras horas, las radios empezaron a emitir desconcertantes alertas. Los locutores, con voces temblorosas, intentaban comprender lo que estaba ocurriendo. Pero sus palabras eran inútiles, apenas alcanzaban a describir el horror. Los medios intentaron conectar con expertos, pero nadie tenía respuestas. El caos se extendió rápidamente. Y entonces, las redes sociales comenzaron a inundarse.
Fotos y videos comenzaron a aparecer en todas partes: desde los rincones más remotos del planeta, personas filmaban el apocalipsis en vivo. Los teléfonos se convirtieron en testigos, transmitiendo las caídas de meteoros, las explosiones masivas, las ciudades que se desmoronaban ante los ojos de los aterrados usuarios. La información, que antes fluía como un río constante de trivialidades, se tornó en un torrente de imágenes desgarradoras. La gente intentaba compartir sus últimos momentos, mientras los meteoros seguían cayendo sin cesar.
Los edificios en llamas, los océanos tragándose las costas, las montañas explotando, todo se veía en tiempo real. Las redes sociales, que alguna vez fueron una plataforma para compartir trivialidades, se convirtieron en un archivo de los últimos instantes de la humanidad. Las imágenes de destrucción se mezclaban con los últimos intentos de comunicación. Mensajes que pedían ayuda, que suplicaban por un futuro que ya no existía.
Los gobiernos, en un intento desesperado de restaurar el orden, perdieron la conexión. Las comunicaciones se interrumpieron. No había forma de salvarse. La tecnología que debía alertar a las personas solo era testigo de su fin.
Y mientras el mundo se desmoronaba, los meteoros no se detenían. Continuaban cayendo con una furia inhumana, arrasando continentes enteros. Los últimos susurros de la humanidad fueron ahogados por el rugido ensordecedor de la destrucción.
El planeta, que había sido hogar de miles de millones, ahora era solo una memoria difusa, un pedazo de roca convertido en polvo. La civilización no dejó más rastro que las imágenes de su extinción, registradas por aquellos que ya no estaban.
El universo, indiferente, siguió su curso. Y la Tierra, como una estrella fugaz en el vasto cosmos, se desvaneció sin dejar huella.
Nadie Sobrevivió.
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