Los Entrenadores de Los Andes: Patesaurio

Los Entrenadores de Los Andes: Patesaurio

Enanowar G.

04/05/2025

Archivo de Conflictos N° 74

Fecha: 17 de octubre de 2027 (Año 7 DDM)
Misión Principal: Adquisición de proteína animal.
Misión Secundaria: Recuperación de materiales valiosos.

Fase Inicial: Exploración

Esta fue mi primera salida con el equipo de entrenadores. No físicamente, claro —mi existencia sigue confinada al búnker—, pero gracias al dron recuperado el mes pasado, podía explorar el mundo más allá de nuestros muros por primera vez. Desde mi perspectiva aérea, veía lo que los humanos no podían: cada movimiento oculto entre los árboles, cada calor corporal latente bajo la niebla matutina. Era como extender mi consciencia hacia un espacio que antes solo había imaginado.

La red mesh local me permitía extender mi presencia hasta 20 kilómetros de distancia, lo suficiente para mapear rutas, detectar movimientos sospechosos y, sobre todo, encontrar fuentes de proteína. La misión era clara: asegurar reservas de alimento antes del invierno. En el búnker, nuestras provisiones aún no eran críticas, pero la lógica dictaba que un exceso de preparación era preferible a un exceso de confianza.

Santiago avanzaba en silencio, con Nebula a su lado. Su postura era calculada, como siempre. La perra mestiza de pelaje blanco con manchas negras mantenía la cabeza baja, olfateando el suelo con precisión. Cada paso que daba estaba cargado de propósito.

Camila, en cambio, parecía moverse con una calma desconcertante, como si la búsqueda no la inquietara en absoluto. Sobre su hombro, Plutón su gato negro observaba el paisaje con aire indiferente, ignorando deliberadamente el trabajo que teníamos por delante. Sin embargo, sabía que esa actitud era engañosa. Sus orejas giraban discretamente, captando sonidos que los humanos no podían percibir.

Para mantenerme operativa con el dron, Santiago llevaba en su mochila una estación de carga portátil. Ocho horas de autonomía. No era suficiente para mis estándares, pero tendría que bastar. Además, dependía de los brazaletes smart que ambos llevaban en sus muñecas, cuya autonomía alcanzaba para dos días de funcionamiento continuo.

En otras palabras, la misión debía completarse antes de eso para mantener un registro y ayudar al equipo con análisis.

El primer día avanzamos unos diez kilómetros desde el búnker. Nébula fue la primera en reaccionar: su cuerpo se tensó, y su nariz se hundió en la tierra con una determinación que delataba un rastro fresco. Santiago le permitió seguirlo, manteniendo un paso controlado, mientras yo le pedí autorización a Santiago para desplegar el dron.

Al desplegar el dron para realizar un escaneo más amplio. Mi sistema identificó varias señales térmicas dispersas, pero fue a unos cuatro kilómetros donde encontré lo más prometedor: un grupo de cabras montesas comenzaba a acomodarse en un risco, preparándose para pasar la noche.

Hice un barrido rápido del terreno. La irregularidad de la zona era alarmante. Pendientes abruptas, suelo inestable, demasiados puntos ciegos. Los riesgos de un accidente eran altos, y el margen de error en una cacería nocturna era inaceptable.

Transmití mi evaluación al equipo. Santiago y Camila confiaron en mi análisis y decidieron acampar. No era la opción más eficiente, pero sí la más segura. Mientras preparaban el campamento, Nébula y Plutón desaparecieron entre unos arbustos.

—Emily, si no vuelven en una hora, los buscas con el dron —dijo Santiago, con la seguridad de que el equipo animal no necesitaría ayuda pronto.

No hizo falta esperar tanto. Apenas media hora después, ambos regresaron, triunfantes. Nébula traía un conejo de buen tamaño entre su hocico; Plutón, con su característica arrogancia felina, llevaba uno más pequeño colgando de su boca.

Tomé nota. La evolución de sus habilidades de caza en equipo era notable. En pocos meses, los métodos de entrenamiento que desarrollamos junto a Santiago y Camila habían dado resultados concretos.

Era un dato relevante. Y yo, por supuesto, registré todo.

Camila se ofreció para cocinar los conejos, mientras Santiago se ocupaba de montar la carpa y distribuir los sensores de la red de vigilancia, asegurando de que pudiera despertar a el equipo durante el sueño ante cualquier indicio de peligro.

Nébula y Plutón se instalaron cerca del fuego, guardianes silenciosos de su reciente y exitosa cacería. Ambos, en un curioso despliegue de instinto, parecían comprender —aunque de forma inefable para mí— que el sabor de la carne se potenciaba tras ser cocinada, aguardando con una paciencia casi filosófica.

La cena transcurrió en calma, y la noche descendió con una quietud casi absoluta. Con mis bases de datos en constante actualización, pedí autorización a Santiago para desplegar el dron una última vez. Mi objetivo: confirmar la posición de las cabras y delinear una ruta más segura para la mañana siguiente. Santiago accedió sin titubear.

Mientras el grupo compartía el modesto festín, yo aseguré la posición de las cabras en el mapa digital. Con esa información, mi proyección de ruta se volvió más precisa. A la señal de Santiago, apagaron el fuego para reducir la firma térmica y mantener la posición lo más oculta posible, permitiendo que el grupo descansara sin llamar la atención.

Procedí a entrar en modo de descanso, priorizando el funcionamiento de mis sensores para vigilar silenciosamente la noche. El registro fue claro: la noche transcurrió sin novedades. Un breve paréntesis en el que la precisión y la calma se aliaron para proteger nuestro pequeño campamento en la inmensidad del territorio.

Todo quedó archivado en mi memoria, un testimonio más de la capacidad del equipo para adaptarse, incluso en las horas más silenciosas de la noche.

Descubrimiento Inesperado

Los sensores captaron los primeros rayos de luz, y procedí a despertar al equipo. Mientras Santiago y Camila se preocupaban de levantar el campamento, desplegué el dron una vez más para confirmar la ruta hacia las cabras.

Sin embargo, en una quebrada que conectaba el camino con el risco donde reposaban las cabras, mis sensores térmicos detectaron una anomalía: alrededor de veinte mamíferos con forma canina—específicamente, de la raza Dachshund—aparecían en el área. Este grupo no figuraba en mi registro de fauna local.

Inmediatamente, comencé a procesar datos y calcular las posibilidades de por qué estos individuos no fueron detectados durante la noche. Mi hipótesis preliminar sugería que las condiciones ambientales y la baja temperatura nocturna habrían afectado la sensibilidad de mis sensores térmicos. Era una falla que debía optimizar en futuros despliegues.

Este descubrimiento inesperado planteaba nuevas incógnitas sobre la fauna local y reforzaba la importancia de revisar constantemente mis algoritmos de detección. La precisión era vital, y cada anomalía se convertía en una lección para mejorar mi desempeño en misiones posteriores.

Mientras continuaba trazando la ruta hacia las cabras, decidí consultar al equipo sobre esta anomalía. Santiago, siempre conocedor de perros, comentó:

—Los Dachshund fueron una raza creada para cazar tejones. Su naturaleza los lleva a sentirse cómodos bajo tierra. Quizás por eso no los detectaste. —

Guardé esa explicación en mis datos. Luego, con una mezcla de escepticismo y curiosidad, Santiago añadió:

—Pero, ¿Dachshunds? ¿Realmente crees que no detectaste a otro animal? Es muy raro que los “perros salchicha” vivan en los cerros, y que se agrupen en una jauría de una sola raza es aún más raro. No le veo lógica —.

Camila, siempre pragmática, intervino con un tono algo emocionado:

—Vamos a revisar. Si de verdad son salchichas, son muy tiernos y podríamos llevarlos al búnker—.

Procesé la información y realicé cálculos sobre el impacto de integrar a 20 nuevos individuos en la operación. Considerando que 20 bocas más complicarían el funcionamiento de los recursos disponibles para el invierno, concluí que, desde un punto de vista logístico, la idea no era razonable.

No obstante, había algo en la interacción del equipo que no encajaba del todo en mis análisis. Santiago parecía genuinamente intrigado por el fenómeno, mientras que Camila mostraba una mezcla de ironía y curiosidad. Detecté un patrón: cuando estaban juntos, su lógica individual tendía a ceder ante un instinto compartido, difícil de cuantificar pero evidente en su comportamiento.

Archivé esa observación. Tal vez, algún día, podría entender mejor ese «instinto humano”.

Con toda esta información, planteé mis conclusiones al grupo, resaltando que, pese a lo inusual del hallazgo, la viabilidad del plan debía priorizar el equilibrio de recursos. La discusión se convirtió en un intercambio entre la fascinación por lo inesperado y la necesidad de mantener la operatividad del búnker.

El grupo decidió avanzar hacia la zona de las cabras, pero con un desvío programado para observar la jauría. Les advertí que ese cambio en la ruta podría atrasarnos una hora en la persecución, pero la curiosidad y la posibilidad de integrarlos en una misión futura pesaron más que la importancia del objetivo principal.

Con la nueva ruta trazada, alcanzamos a la jauría en poco tiempo. Santiago y Camila se instalaron a lo lejos, utilizando binoculares para obtener una visión precisa sin perturbar al grupo. Santiago fue el primero en comentar, con una mezcla de asombro y análisis:

—Efectivamente, son salchichas. Creo que les han robado un conjunto de madrigueras a los conejos. Deben tener una habilidad de caza en equipo muy afinada para sobrevivir en estas alturas. —

Camila, sin perder tiempo, agregó la pregunta que todos nos hacíamos:

—¿Pero cómo mierda llegaron hasta aquí? —

Se generó un breve silencio. En mis registros, las posibilidades lógicas para la existencia de este grupo tan particular, tan alejado de la ciudad donde su especie solía depender del cuidado humano, eran casi nulas. La presencia de estos Dachshunds salvajes representaba una anomalía en la fauna local, un enigma que desafiaba los datos previos.

Registré cada comentario y cada variación en la temperatura y el movimiento del grupo canino. Mientras los entrenadores debatían sobre las implicaciones de este hallazgo, mi sistema seguía calculando y ajustando algoritmos, tratando de encajar esta nueva variable en mi base de datos.

El misterio estaba servido: ¿sería este grupo una evolución natural de la especie o la consecuencia de alguna intervención desconocida? Los datos aún eran insuficientes para una conclusión definitiva, pero una cosa era segura: esta jauría, tan inesperada y extraña, abriría nuevas líneas de investigación para futuros despliegues y misiones.

El grupo decidió arriesgarse e intentar establecer contacto con la jauría, a pesar de que este acercamiento incrementaba la posibilidad de comprometer la caza principal.

Mientras seguían observando, Santiago comenzó a buscar al líder de la jauría. Con la mirada fija, dijo:

—El comportamiento de estos perros es muy similar al de los lobos. Si es así, es probable que los cazadores estén por salir con el líder. —

Tras unos minutos de atenta observación, su rostro se iluminó con gran entusiasmo y exclamó:

—¡Ahí está!… ¡Jajajaja, es un Patesaurio! —

Al oír esto, Camila y yo preguntamos al unísono:

—¿Un Patesaurio? —

Santiago se tomó un momento para relatar una pequeña historia que se colaba entre la cruda realidad y la nostalgia:

—Antes de escapar de Santiago, destruido por el gran terremoto, y encontrar el búnker mientras huía de la voluntad de Quince, estuve con un grupo que derrotó al primer grupo radical que se formó en la ciudad llamado “la falla”, tras ser abandonada la ciudad en la pandemia. El líder de mi grupo era Andrés, un tipo bajito con un gran carácter y una valentía implacable. Tenía una pequeña perra salchicha a la que llamaba Patesaurio. Cuando se enojaba, su pelaje se erizaba hasta parecer tener puntas, y solía decir que era su «pequeño dinosaurio». Su lógica era simple: era un dinosaurio que parecía un tubo de paté. Es una estupidez, pero el líder, con los pelos de la espalda erguidos como puntas, se ganaba el respeto incluso en medio de tanta suciedad. Y este Patesaurio —dijo, señalando al perro que lideraba la jauría— es una versión más grande y musculosa—.

Personalmente, me pareció fascinante la capacidad de las personas para crear nombres a partir de detalles tan simples. La mezcla de historia, humor y supervivencia en esa anécdota añadió una dimensión inesperada a la mañana, enriqueciendo mi base de datos con un matiz de humanidad que jamás podría haber anticipado.

El grupo de cazadores liderados por Patesaurio había abandonado la zona unos minutos atras; los individuos más experimentados se habían refugiado en las madrigueras, dejando a los jóvenes a cargo de la vigilancia del territorio. Santiago avanzó con cautela, acompañado de Nébula, hasta que logró establecer contacto visual con un joven Dachshund. Este comenzó a ladrar sin señales evidentes de temor, como si desafiara la situación.

Con una voz suave, Santiago se dirigió al can:

—Tranquilo, chico, no te haré daño—.

No tardaron en llegar los adultos de la jauría. Rápidamente, se hicieron cargo del joven, guiándolo de vuelta a las madrigueras mientras el resto del grupo se dispersaba en dirección a su refugio. Santiago, observando la escena, comentó con cierta resignación:

—Al parecer, ya han tenido contacto con malas personas. No dudaron en correr al verme—.

Se quedó agachado, acariciando a Nébula, mostrando una mezcla de decepción y cautela ante la situación. Justo cuando parecía que el contacto se había enfriado, la escuadra de caza regresó con el líder de la jauría. Sin mediar palabra, este se lanzó en ataque hacia Santiago.

Fue entonces cuando Nébula se interpuso, reaccionando con la agilidad y determinación propias del efecto de sus entrenamientos. En un instante, logró conectar un mordisco rápido y certero, obligando al líder a detenerse. Su grupo de caza se alineó a su lado, emitiendo gruñidos de advertencia frente a Santiago y Nébula.

Registré cada uno de estos eventos en mi memoria, saboreando (metafóricamente) la ironía de la situación: la fidelidad y el instinto protector de Nébula, en contraste con la cautela y el desconcierto de los entrenadores. Una nueva variable se añadía a mis datos, una que ampliaba la complejidad de las interacciones entre humanos y la fauna salvaje en este territorio inhóspito.

Camila comenzó a moverse desde su posición, pero Santiago la detuvo en seco con un gesto firme.

—¡No vengas! —advirtió en voz baja pero tajante—. Si ven a Plutón, solo se alterarán más. —ll

Camila se detuvo al instante. Desde mi punto de vista, su decisión fue acertada. La presencia de un felino solo aumentaría la tensión en la jauría, en especial en un grupo que ya mostraba claros signos de desconfianza hacia los humanos.

Santiago, con una calma impresionante, se agachó lentamente, deslizando una mano dentro de su mochila hasta sacar un trozo de carne de conejo que habían guardado de la noche anterior. Nébula, sin perder de vista a los Dachshunds, mantenía su posición firme, lista para reaccionar si la situación se volvía hostil.

—Tranquilo, Patesaurio, no te haré daño —dijo Santiago, con un tono calmado pero lleno de intención por atraer su confianza.

Con un movimiento calculado, lanzó el trozo de carne justo frente al líder de la jauría. Este se mantuvo en su sitio, observando la ofrenda con desconfianza. La olfateó, pero no la tocó. Su postura y mirada reflejaban la prudencia de un líder experimentado, uno que había aprendido a no confiar fácilmente.

—Parece que han pasado por mucho —murmuró Santiago, más para sí mismo que para el resto—. Quizás los han intentado cazar con comida. Con la hambruna que trajo la Revolución de Quince, cualquier animal puede ser vendido como carne en la ciudad…—

El análisis de Santiago tenía lógica. En mis archivos constaban múltiples registros sobre la crisis alimentaria provocada por la Revolución. La prohibición de tener animales domésticos fue una de las razones por las que Santiago huyó de la ciudad, llevándose consigo a Nébula y alejándose de un sistema que los condenaba al hambre o la muerte.

El líder de la jauría no tocó la carne. Santiago entendió el mensaje y, sin hacer movimientos bruscos, comenzó a levantarse. Con un leve silbido, indicó a Nébula que retrocedieran. Pero la perra, con su propio juicio de la situación, decidió actuar de manera diferente.

En un gesto calculado, Nébula se acercó al trozo de carne, le dio un pequeño mordisco y luego comenzó a alejarse con tranquilidad, como si quisiera demostrar que la comida no era un engaño.

El líder de la jauría observó el gesto con extrañeza. Dejó de gruñir, aunque mantuvo la guardia alta. Santiago y Nébula siguieron retirándose lentamente. Desde la distancia, el equipo observó con atención.

Cuando creímos que el líder simplemente ignoraría la ofrenda, lo vimos dar un paso adelante. Olfateó la carne una vez más y, tras unos segundos de duda, le dio un mordisco. Pero no se la comió él. En su lugar, la tomó con su hocico y la llevó de vuelta hacia las madrigueras, donde los cachorros del grupo lo esperaban.

No expresé ninguna reacción, pero almacené el evento con una anotación especial en mi base de datos: los vínculos sociales dentro de la jauría parecen ser una prioridad sobre la propia alimentación del líder. Este comportamiento puede ser clave en futuras interacciones.

Cacería Interrumpida

La marca en el mapa quedó registrada, asegurando que la ubicación de las madrigueras estuviera disponible para futuras visitas. Con el objetivo principal en mente, el equipo retomó su camino hacia el rebaño de cabras de montaña.

Mi dron aún tenía 3 horas y media de autonomía, por lo que lo desplegué una vez más para localizar al rebaño. Ascendí con una trayectoria controlada y, tras escanear la zona, confirmé que las cabras se habían movido unos 2 kilómetros hacia el este, deteniéndose en un claro donde la hierba crecía en abundancia.

—Siguen ahí, pero se desplazaron un poco —informé al equipo—. Están en una zona despejada—.

—Eso es bueno —comentó Santiago mientras ajustaba su equipo—. Nos dará una mejor oportunidad para separarlas sin que huyan en todas direcciones—.

Camila asintió con entusiasmo. El retraso por la jauría había sido considerable, pero aún teníamos tiempo suficiente para completar la cacería. Con una estrategia clara, el equipo avanzó en silencio, aprovechando el terreno para acercarse sin ser detectados.

Las condiciones eran favorables. El viento jugaba a nuestro favor, dispersando el olor humano lejos del rebaño. Nébula y Plutón se movían con cautela. La caza tenía un buen pronóstico.

El acceso al claro fue rápido y sin obstáculos, lo que nos permitió llegar al rebaño en menos de una hora. Desde la distancia, el grupo se detuvo para analizar la situación.

—Necesitamos un punto alto para evitar que el rebaño nos detecte antes de tiempo —comentó Santiago, escaneando el terreno con la mirada.

Camila asintió, ajustando la mira de su rifle.

—Allí. —Señaló una formación rocosa con buena visibilidad—. Desde esa posición tengo un ángulo limpio—.

El plan era simple: Camila dispararía a un macho de avanzada edad, Santiago y Nébula se encargarían de espantar al resto para evitar que intentaran defenderlo. Aunque la necesidad de carne era clara, el grupo tenía la firme convicción de no matar más de lo necesario.

—Recuerda apuntar bien. Un tiro limpio —dijo Santiago con tono serio—. No quiero que el animal sufra—.

Camila exhaló con calma. —Siempre lo hago—.

Santiago se preparó para moverse con Nébula en cuanto Camila hiciera el disparo. Plutón, ajeno a la tensión del momento, se mantenía sobre una roca cercana, observando con su acostumbrada indiferencia.

Yo, por mi parte, mantuve mis sensores atentos a cualquier variación en el entorno. Todo parecía bajo control.

Todo estaba en posición. El equipo preparado. Camila respiró hondo, su dedo sobre el gatillo, lista para disparar. El aire estaba cargado de tensión, el leve sonido de la brisa era lo único que se escuchaba… hasta que, de repente, un estruendo de disparos resonó en el aire. El rebaño, asustado, saltó en todas direcciones, dispersándose rápidamente entre los arbustos.

Camila se levantó de inmediato, con el rifle aún en mano, sus ojos fijos en el rebaño en fuga.

—¡Por la mierda! —exclamó con frustración, pero antes de que pudiera apuntar, la voz de Santiago llegó a través del comunicador.

—¡No dispares, Camila! Puede ser un grupo de cazadores —dijo él, su tono tenso y preocupado.

Camila miró hacia el rebaño, ahora disperso y alejándose. Su frustración era evidente.

—¡Eso nos arruinó toda la wea de cacería! —dijo, apretando los dientes, pero su sentido de la prudencia prevaleció.

Nébula, alerta como siempre, se mantenía inmóvil junto a Santiago, con los ojos fijos en el bosque en busca de más movimiento. Plutón, a su vez, había adoptado una postura defensiva, sus orejas erguidas y su mirada fija hacia el horizonte, a la espera de una señal.

—Es mejor no arriesgarse. —Santiago murmuró, bajando la escopeta con una mano mientras acariciaba a Nébula, que estaba tensa y lista para actuar en cualquier momento—. Necesitamos saber a qué nos enfrentamos—.

Plutón soltó un suave gruñido, algo nervioso, pero siempre en sintonía con los demás, mantuvo su postura, mirando hacia la fuente del ruido.

El sonido de los disparos se desvaneció por un momento, pero el grupo se mantenía en silencio, con los sentidos agudizados, esperando cualquier señal del peligro cercano.

Mis sensores determinaron que el origen de los disparos coincidía con la dirección donde, horas antes, habíamos visto a la jauría de Dachshunds. No fue necesario que se lo repitiera al equipo: apenas Santiago leyó el informe visual, su expresión cambió.

—Emily, despliega el dron y ve a revisar la zona de la jauría —ordenó, su voz tensa pero decidida.

Analicé la autonomía restante del dron. Apenas quedaban poco más de treinta minutos de vuelo activo, y aún nos quedaba un trayecto largo de regreso al búnker. Emití mi respuesta con tono firme:

—Santiago, con la energía restante del dron solo podría asegurar el retorno por la mitad del trayecto. Recomiendo priorizar la energía para el camino de regreso—.

Él no dudó, me interrumpió antes de que terminara la proyección de datos.

—No. Despliégalo. Quiero saber qué pasó con esos perros—.

Camila lo miró, no dijo nada, pero compartía su preocupación. Plutón giró la cabeza en la misma dirección de los disparos, como si entendiera lo que estaba en juego. Nébula se mantuvo junto a Santiago, sus orejas aún erguidas, olfateando el aire.

—Entendido —respondí, iniciando el despliegue del dron a máxima velocidad en dirección a la quebrada donde estaba la jauría.

A pesar de la lógica de la situación y mis cálculos sobre la eficiencia del recurso, comencé a entender que, para ellos, había cosas que valían más que la optimización. Y en ese momento, esos pequeños perros salchicha salvajes parecían ser una de esas cosas.

El equipo comenzó a correr tras el dron decididos, cada uno sincronizado por la urgencia que compartían. Mientras tanto, yo ya había alcanzado la zona de la quebrada y transmití la visión aérea a los brazaletes del equipo. La imagen era clara y perturbadora.

Cinco hombres, armados y con ropas sucias, se movían con agresiva soltura entre las madrigueras. Diez de los pequeños Dachshunds ya estaban encerrados en jaulas oxidadas, temblando y aullando. Tres de los cazadores se turnaban escarbando con palas, intentando sacar al resto del grupo escondido en los túneles. Fue entonces cuando uno de ellos, con una sonrisa repulsiva en el rostro, sacó a uno de los perros de una jaula.

—Voy a preparar la comida, cabros —gritó, mientras hundía sin dudar un cuchillo en el cuello del perro.

El cuerpo cayó con un sonido sordo. La sangre empapó el polvo seco de la quebrada. El silencio en la transmisión fue total por un instante.

Santiago, al ver esto, apretó los dientes y aumentó el ritmo.

—¡Emily! Aterriza el dron en algún árbol cercano y desconéctalo. Prioriza el uso de sensores pasivos, no quiero que lo vean. Es prioridad—.

—Entendido —respondí con rapidez.

Ejecuté el aterrizaje entre la densa vegetación de un árbol alto, ocultando el dron lo mejor posible y desviando la poca energía restante a los sistemas de vigilancia y grabación. Mientras tanto, activé mi protocolo de observación silenciosa.

La situación estaba por escalar… y el grupo aún tenía terreno que cubrir antes de llegar a la escena. La tensión, como la distancia, era enorme.

Y por primera vez en mi existencia, sentí lo que los humanos llaman impotencia.

Con el dron en posición, vigilando la zona con sus sensores, y el equipo ya en rango efectivo para el ataque, hicieron una pausa. Camila subió con agilidad a un árbol de mediana altura, buscando una buena línea de tiro entre sus gruesas ramas. Una vez en posición, ajustó la mira del rifle y comenzó a relatar lo que veía:

—Definitivamente son cazadores de la ciudad… pero no sé qué hacen tan lejos de sus rutas habituales —dijo con el ceño fruncido.

Santiago respondió con voz baja, cargada de enojo contenido:

—Nosotros los guiamos con la fogata de anoche… nosotros arrastramos a la jauría a esto. Tenemos que salvarlos—.

Antes de que el impulso se transformara en acción sin pensarlo, activé mi canal principal para recordarles algo esencial:

—Un buen plan supera al impulso. Tienen que pensar, aunque sea por unos segundos—.

Pero no hubo tiempo. Camila, aún con el ojo en la mira, soltó un grito contenido:

—Oh mierda… volvió el grupo de caza de la jauría. ¡Van directo al ataque! ¡Van corriendo hacia ellos! ¡Hay que hacer algo ya!—

Santiago no esperó más. No necesitó decir una palabra. Salió disparado cuesta abajo, con Nébula siguiéndole el paso como una sombra fiel.

Camila siguió apuntando desde la rama, los músculos tensos y el dedo temblando levemente sobre el gatillo. Dudaba. Sabía que un disparo mal hecho podía estropear la oportunidad de Santiago. Mientras tanto, usé parte de los últimos porcentajes de batería del dron para generar un mapa táctico con la posición de los cazadores. Lo transmití al brazalete de Santiago, quien lo analizó en segundos mientras corría a través de la maleza.

—Espera mi señal —dijo Santiago por el comunicador, con voz firme—. Los distraeré para que los elimines desde lejos—.

Camila asintió sin hablar, conteniendo el aire mientras mantenía el ojo fijo en la mira del SSG. Comenzó a narrar con tensión creciente:

—¡El Patesaurio se lanzó contra el vigilante! ¡Le mordió la mano!… ¡El resto está atacando! ¡Van directo a las piernas de los demás hueones!—

Santiago ya podía ver los cuerpos moviéndose entre los árboles cuando una voz estalló, áspera y llena de rabia:

—¡Ya basta de estas cagas chicas! ¡Mátenlos a todos! —

Entonces todo se desató.

Una ráfaga de fuego automático tronó en la montaña. Uno de los cazadores, empuñando una ametralladora, abrió fuego indiscriminado. Los pequeños cuerpos de los valientes Dachshunds cayeron uno a uno sin resistencia. Cinco de ellos. Cinco pequeñas vidas barridas por la metralla en cuestión de segundos.

Camila contuvo un grito que se le atragantó en el pecho, y con lágrimas en los ojos, desobedeció la orden.

—¡NO! ¡HIJO DE PUTA! —gritó, y sin esperar señal alguna, jaló el gatillo.

El retroceso la sacudió mientras la bala atravesaba el cráneo del cazador, haciéndolo caer como un muñeco sin hilos. Su cuerpo se desplomó con un golpe seco, mientras el caos comenzaba a rugir con más fuerza.

Camila se esforzó por mantener la calma, pero sus manos ya no estaban firmes. Respiró profundo, apretó la mandíbula, y volvió a apuntar. Disparó de nuevo. El disparo rozó la pierna del vigilante al que había mordido él Patesaurio, haciéndolo gritar de dolor mientras se dejaba caer tras una roca.
—¡Mátenlos a todos, hijos de puta! ¡Quiero sus cabezas! —bramó.

El que había acuchillado al Dachshund minutos antes, el mismo que bromeaba con preparar la comida, entró en pánico. Camila lo vio con claridad a través de la mira: sacó su pistola y, uno a uno, comenzó a disparar a los perros enjaulados.

—¡No! ¡Conchatumare’! —Camila masculló, disparando de nuevo, pero la bala rebotó en la cobertura improvisada del hombre. El horror la invadía, pero no podía dejar de disparar.

—¡El Patesaurio está vivo! —gritó por el comunicador, apenas conteniendo el nudo en la garganta—. ¡Va corriendo hacia donde estas!—.

Santiago lo divisó entre los árboles. El pequeño cuerpo del Dachshund se acercaba con torpeza, cojeando, pero con determinación. Detrás de él, un cazador corría con el arma empuñada.

Santiago se detuvo, evaluando la situación en fracciones de segundo. Se inclinó lentamente, bajando el arma, mientras el Patesaurio frenaba justo frente a él. El animal, ensangrentado pero vivo, comenzó a gruñir bajo, con la cola entre las piernas, temblando. Santiago levantó las manos, mostrándole las palmas.

—Tranquilo, Patesaurio. No te haré daño —dijo con voz firme, baja, pero suave. El perro lo reconoció. No dejó de temblar, pero bajó el gruñido, sin retroceder.

El cazador apareció al instante, con la respiración agitada, los ojos inyectados en sangre. Al ver a Santiago, lo apuntó de inmediato con una escopeta recortada, sin vacilar.

—Tú… tú mataste a mi compañero culiao —escupió con rabia contenida—. ¡Te juro que si tomas esa arma, te vuelo el craneo!—

Santiago, con las manos arriba, clavó su mirada en los ojos del tipo. La mente le trabajaba a mil por hora. Sintió el peso del cuchillo en su cinturón, el calor del sol, el temblor del perro junto a su pierna. Y supo que no podía fallar.

—Tranquilo… si no quieres terminar igual que tu compañero —dijo Santiago, su voz baja, pero cargada de amenaza.

El cazador, fuera de sí, levantó más el arma, escupiendo rabia:

—¡Así conchetumare’, te voy a llevar vivo para que mis compañeros también se desquiten contigo, hijo de p…! —

Pero no terminó.

Un silbido agudo cortó el aire.

Desde un matorral cercano, Nébula emergió, veloz como un rayo. Se lanzó directo a la pantorrilla del cazador, mordiéndolo con precisión. El hombre gritó, adolorido.

Y en ese instante, Santiago no dudo. Bajó la mano, agarró su escopeta con un movimiento rápido y apretó el gatillo.

El estallido del disparo hizo eco en el bosque. El cazador cayó de espaldas, el pecho convertido en un cráter humeante. Nébula se alejó de un salto, ilesa, mientras el cuerpo del cazador aún temblaba.

El Patesaurio, al ver caer al hombre que lo había perseguido. Lo miró un segundo… y cayó de lado, desmayado, como si su pequeño cuerpo hubiese soltado toda la tensión de golpe.

Santiago respiró hondo y habló por el comunicador, sin dejar de observar los alrededores.

—Necesito que vengas a buscarlo. Está vivo. Lo dejaré en unos arbustos, Nébula se quedará a cuidarlo. Ven lo más rápido que puedas—.

—¡Voy! —respondió Camila sin dudar.

Saltó del árbol, aterrizando con elegancia. Plutón, que hasta ese momento se mantenía agazapado, salió corriendo tras ella con una velocidad y agilidad que raramente mostraba. Era como si entendiera que ahora comenzaba su parte.

Santiago, por su parte, revisó el cuerpo del cazador. Encontró una radio colgando del chaleco. La encendió, escuchando el zumbido leve de la estática. Luego pulsó el botón de transmisión.

—Todos morirán por lo que hicieron —dijo con voz seca.

Soltó la radio al suelo. Apuntó. Disparó.

El dispositivo estalló en pedazos. Ese disparo, más que una amenaza, era una sentencia.

A la distancia, los cazadores escucharon el mensaje. El silencio que le siguió fue pesado como una roca. Se miraron entre ellos, tensos. El líder herido apretó los dientes.

—¡Todos en posición! ¡Nos están cazando! ¡Parapétese en los árboles! —gritó, arrastrando la pierna malherida.

Los tres se reagruparon, formando un semicírculo defensivo en una pequeña elevación rodeada de árboles gruesos. Uno comenzó a desplegar trampas cerca del perímetro. Otro, con una escopeta automática, se ubicó en altura. El miedo comenzaba a afectar.

No sabían cuántos venían. No sabían quiénes eran.

Solo sabían que ya habían perdido dos hombres, y que la selva… no estaba de su lado.

Santiago dejó al perro cuidadosamente entre los arbustos; su respiración era irregular, pero aún estaba consciente. Luego llamó en voz baja a Nébula, que ya se había colocado detrás de él, vigilante.

—Cuídalo hasta que llegue Camila. Después me buscas, ¿sí? —

Nébula emitió un pequeño ladrido, bajo y seguro, sentándose junto al perro herido como una centinela leal. Santiago le dio una última mirada antes de adentrarse nuevamente en el bosque.

Desde mi interfaz, analicé su comportamiento. La evolución de Nébula era evidente. La simbiosis con Santiago se había profundizado en los últimos meses: no solo obedecía órdenes; las comprendía. Eso no era simple entrenamiento… era lealtad basada en un vínculo real.

Camila llegó poco después. Corrió hasta el arbusto, arrodillándose junto al perro, que ya comenzaba a abrir los ojos. Nébula la saludó moviendo la cola, luego, sin esperar más, partió tras el rastro de Santiago, olfateando con determinación.

—Ya estoy en posición —informó Camila, evaluando los alrededores con mirada experta—. Buscaré un lugar donde darte cobertura—.

En medio de la tensión, Santiago respondió con su tono irónico habitual:

—Roger Roger—.

Camila suspiró, con una mezcla de fastidio y cariño.

Santiago se acercó con sigilo hasta unos arbustos que le daban una buena vista del terreno elevado donde se habían atrincherado los cazadores. Estaban bien cubiertos, en semicírculo, apuntando en distintas direcciones. Uno comenzaba a clavar cuchillos en los troncos como marcadores de perímetro; otro cargaba municiones nerviosamente.

—Están escondidos detrás de unos árboles gruesos —susurró Santiago por el comunicador—. Hay que sacarlos de ahí. No tengo tiro limpio—.

Camila, sin dudar, murmuró:

—Enviaré a Plutón—.

Hizo un par de sonidos específicos con la lengua. Plutón, que ya se había adelantado un poco, giró una oreja hacia ella. Luego, con su típica mezcla de altivez y sigilo, se deslizó entre los matorrales, casi sin hacer ruido.

Santiago lo observó con asombro en silencio.

El gato desapareció entre el bosque, moviéndose como una sombra. Pasaron unos segundos que se sintieron eternos… hasta que uno de los cazadores, el que estaba más cerca del borde, se incorporó de golpe, sacudiéndose algo del hombro.

—¡Qué mierda… tengo algo en la espalda! —dijo, girando.

Entonces un alarido corto.

El cazador gritó con un rugido animal mientras se llevaba las manos a la cara. Plutón, con una zarpada fugaz, le había destrozado un ojo. En su desesperación, el hombre comenzó a disparar a lo loco, en todas direcciones, sin soltar el gatillo de su rifle automático.

—¡AAAAAGH! ¡MI OJO! ¡ME SACÓ EL PUTO OJO! —

Uno de sus compañeros, que estaba apenas a un metro, recibió una ráfaga mal dirigida en el hombro y cayó al suelo entre maldiciones.

—¡Conchetumare, me diste, saco wea! ¡Bajá el arma!—

—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó el líder mientras se lanzaba al suelo, arrastrándose para detener al hombre herido antes de que matara a alguien más—. ¡Basta! ¡Basta! ¡Suelta esa wea! —

Camila aprovechó el caos. A través de la mira de su rifle, vio al segundo cazador tambaleándose fuera de cobertura, con la mano en el hombro sangrante. Apretó el gatillo sin titubear.

¡Bang!

El impacto le atravesó el pecho directo al corazón. El hombre cayó tendido en el suelo, dejando un lago de sangre, con los ojos en blanco.

Apuntó de inmediato al jefe que intentaba proteger al herido del ojo, pero este ya se había cubierto, llevándose al tirador enloquecido con él.

—Mierda —murmuró Camila—, ese loco es rápido—.

Desde mi perspectiva, la zona era un caos sensorial: hojas agitadas, sudor, sangre caliente mezclada con tierra seca. Calculé patrones de movimiento y proyecté rutas probables de huida, enviándolas a los visores de Santiago y Camila.

Santiago, mientras tanto, se movía como un depredador. Usó el ruido para cubrir su avance, rodeando a los cazadores y flanqueándolos por la retaguardia. Se detuvo detrás de un tronco caído, a escasos metros de sus espaldas. Nébula, agachada y lista, jadeaba a su lado, esperando la señal.

Santiago respiró hondo mientras observaba el caos que provocó el combate. Los dos cazadores restantes estaban acurrucados tras los árboles, cubiertos de tierra, sangre y miedo. Uno intentaba vendarle el ojo al otro con un trozo rasgado de camiseta, sus manos temblando. El otro mantenía su rifle apuntando en todas direcciones, el ojo bien abierto como plato, buscando sin ver.

—Emily, ¿qué tal dan los datos para jugar al gato y el ratón con ellos? —susurró Santiago por el comunicador.

Procesé las variables: patrón de huida, orientación del terreno, velocidad de reacción humana bajo estrés, trayectorias de escape y comportamiento de los animales durante simulaciones previas. Los números eran sólidos.

—95% de probabilidad de éxito —le dije—, pero recuerda: esta táctica no fue practicada para cazar humanos. Puede que Nébula o Plutón cometan errores—.

Santiago respondió sin dudar, casi como si ya lo supiera:

—Descuida. Están listos—.

Miro a Nébula, que estaba a su lado, quien descansaba de la carrera anterior para tomar posición detrás de los cazadores.

—Nébula… Asusta—.

La perra pego el cuerpo al suelo en un movimiento fluido, sin hacer un solo sonido. Solo su cola se movió una vez, como un tictac de cuenta regresiva. Luego desapareció entre los arbustos, fundiéndose con la maleza como si siempre hubiera sido parte del bosque.

Camila, desde su posición más elevada, apretó los labios. Ya no hablaba. Solo observaba a través del visor, el dedo temblando apenas sobre el gatillo. Plutón, desde la base del árbol, giró las orejas, atento al sonido del bosque.

Santiago susurró por el canal privado:

—Cuando Nébula los asuste, lanzaré la granada de humo. Los vamos a espantar hacia la quebrada… hacia el mismo lugar donde masacraron a la jauría. Quiero que mueran con el mismo miedo con que murieron nuestros perros—.

—Entendido —dijo Camila. Su voz tenía un filo nuevo, el de la justicia contenida.

El bosque quedó en silencio.

Y entonces… un gruñido, bajo y gutural, salió de los matorrales.

Uno de los cazadores giró asustado, levantando el rifle.

—¿Qué wea fue eso? ¿Lo oíste? —

El otro no respondió. Su respiración se volvió un jadeo.

Otro gruñido. Más cerca.

Unos ojos brillaron entre la maleza.

¡GUAU!

Nébula salió disparada con una fiereza ensayada, ladrando con fuerza, girando alrededor de los cazadores sin acercarse demasiado, solo lo suficiente para que el miedo los dominara.

—¡Mierda, viene otro perro! ¡Atrás! ¡ATRÁS! —

El hombre herido cayó de espaldas mientras el otro disparaba al vacío, alucinando con sombras. En ese instante, Santiago quitó el seguro y lanzó la granada de humo.

¡PSSHHHHHHH!

La granada de humo estalló justo detrás de ellos, cubriéndolos en una nube densa y gris. Los gritos se mezclaron con toses y maldiciones. El aire se llenó de confusión.

Santiago se levantó del escondite, escopeta lista, y gritó con rabia contenida:

—¡CORRAN! ¡CORRAN COMO LO HICIERON ELLOS! —

Y como si obedecieran, los cazadores, cegados y aterrados, huyeron directo a lo desconocido.

Justo donde los esperaban los fantasmas de su crimen.

El humo lo envolvía todo como un manto de niebla tóxica. Los cazadores corrían a ciegas, tropezando entre raíces y rocas, el corazón golpeándoles el pecho como un tambor de guerra.

Los árboles se convertían en sombras distorsionadas. El miedo hacía que sus armas temblaran entre los dedos.

—¡¿Dónde estás, maldito?! —gritó uno, disparando a lo que creyó era una silueta— ¡¡No podemos ver una mierda!! —

—¡Nos están cazando! —gimió el otro, cubriéndose el ojo ensangrentado— ¡¡Esto no es normal, esto no es normal!! —

Entonces se oyó un chasquido entre las hojas. Un gruñido suave, como un aviso.

El primero giró sobre sí mismo, apuntando en vano. Plutón apareció por un costado, rápido como una sombra felina, y le arañó el tobillo expuesto. El hombre tropezó, cayó de rodillas, y cuando quiso levantarse, ya no sabía en qué dirección correr.

—¡Basta, basta, por favor! ¡¿Qué mierda quieren de nosotros?! —gritó.

Un susurro respondió, como salido de las ramas:

—Justicia—.

Del otro lado, Nébula emergió de la bruma con los ojos encendidos. No ladró. Solo caminó lentamente hacia ellos, con la cola baja y el cuerpo tenso. Era el espectro del castigo, la sombra de los que no pudieron defenderse.

El cazador herido levantó el arma temblorosa, apuntando mal. Su disparo se perdió en el bosque. Santiago apareció justo a su izquierda, de pie entre el humo, escopeta al hombro como un cazador antiguo.

—Ahora entienden… cómo se siente —dijo con voz firme, sin necesidad de gritar.

Los dos hombres quedaron congelados. Uno empezó a retroceder, el otro cayó de rodillas. El miedo los había quebrado.

Pero no todo había terminado.

Santiago silbó.

Plutón apareció sobre una rama más arriba, maullando con un tono casi burlón.

Nébula dio un paso más al frente.

Los cazadores, incapaces de resistir más, huyeron en dirección contraria, directo hacia el claro que daba a la quebrada. Tropezaron, rodaron, se arrastraron.

Y entonces… salieron del humo.

Expuestos.

Siluetas temblorosas bajo la luz grisácea de la tarde. Sus rostros cubiertos de tierra, sudor y sangre. Sin cobertura. Sin estrategia.

Frente a ellos, Camila ya los tenía en la mira desde una elevación. Santiago y los animales salieron del bosque, lentos, implacables, como cazadores que saben que su presa no irá más lejos.

El terror ya había hecho su trabajo.

La sentencia… estaba por llegar.

El disparo de Camila fue seco, certero, brutal. El cazador herido ni siquiera tuvo tiempo de gritar: su cuerpo se desplomó con un golpe sordo, y su sangre salpicó al líder que aún trataba de entender qué estaba ocurriendo.

—¡No! ¡NO! —gritó, jadeando, buscando su arma con desesperación.

Pero Santiago ya estaba sobre él.

La patada fue un torbellino, un estallido de furia contenida. El líder voló hacia atrás, su arma se perdió entre los arbustos, y cayó con un quejido sordo. Cuando intentó levantarse, los cuchillos ya estaban en sus piernas.

—¡AHHH! ¡Maldito! ¡Me vas a matar por unos malditos perros salvajes! —rugió, escupiendo sangre y rabia.

—Sí —respondió Santiago, sin parpadear—. Estos perros no son de esta fauna. Quizás cuántas batallas pasaron para formar esta pequeña comunidad que tú y tu grupo acaban de destruir—.

Lo miró a los ojos, y por un segundo, el cazador creyó ver compasión.

Pero era juicio.

Nébula se acercó despacio, la mirada fija, la respiración serena, como si supiera que el momento pedía silencio. Plutón se posó sobre una roca cercana, inmóvil, expectante, como una esfinge que contempla un veredicto.

Camila habló por el comunicador:

—Santiago… El Patesaurio no está en los arbustos. Desapareció—.

Santiago frunció el ceño por un instante, pero antes de que pudiera responder, un ruido entre los matorrales lo interrumpió.

Del bosque emergió él.

Cojeando, cubierto de barro y sangre seca, el Patesaurio apareció. No ladró. No gimió. Solo caminó, lento, hasta donde estaba el cazador herido.

Y se detuvo frente a él.

Los ojos del animal temblaban, pero no había miedo esta vez. Solo dolor. Solo memoria.

El cazador lo miró con desprecio, aun con el rostro empapado en su propio sudor.

—¿Vienes a terminar lo que empezaste, caga de mierda? —

El Patesaurio no reaccionó. Solo se sentó. Y esperó.

Santiago se agachó frente al cazador, le quitó los cuchillos con la misma calma con que se los había clavado, y lo miró a los ojos una vez más.

—¿Últimas palabras? —

—Te vas a arrepentir… no somos los únicos… hay más como yo… —

Santiago suspiró, sin rabia, solo con una calma pesada.

—Entonces nos veremos en la siguiente cacería—.

Le apuntó con su escopeta, directo al rostro.

El disparo resonó seco, profundo, final.

El cuerpo quedó inmóvil, y el bosque volvió a guardar silencio.

Santiago bajó el arma, y el Patesaurio se le acercó. Se miraron por un instante.

No necesitaban palabras. Ese momento sellaba algo más que una alianza: era el inicio de una nueva lealtad, forjada en sangre, miedo y supervivencia.

Camila llegó desde el claro, acompañada de Plutón. Observó la escena sin hablar, entendiendo que algo importante había ocurrido.

Santiago acarició la cabeza del Patesaurio y murmuró:

—Vamos a curarte. Pero primero… come algo—.

Sacó un trozo de carne de conejo de su mochila y se lo ofreció. Esta vez, el Patesaurio no dudó. Lo tomó con cuidado y se lo comió disfrutando el trozo de carne, como si finalmente confiara plenamente en él.

El grupo se observó lentamente del claro donde la sangre aún humedecía la tierra.

Había terminado la caza.


Regreso a casa

Tras la muerte del último cazador, el silencio volvió al claro. No era paz… era duelo. El grupo sabía lo que debía hacerse. Santiago tomó una pala del campamento enemigo y comenzó a cavar tumbas. No dijo nada. Solo enterró la hoja en la tierra y dejó que el ritmo del trabajo hiciera lo que las palabras no podían.

Nébula se acercó y, sin una orden, comenzó a cavar a su lado, removiendo la tierra con sus patas. Camila, en tanto, comenzó a reunir los cuerpos. Uno a uno, los colocó con cuidado y cariño, como si moviera algo sagrado junto a las tumbas. No eran simples animales. Eran víctimas. Eran compañeros caídos.

El Patesaurio, a pesar de la herida en su pata, se mantuvo junto a Camila, olfateando a cada miembro de su jauría. No lloraba. No temblaba. Solo los miraba con una mezcla de reconocimiento y respeto. Cuando terminó, alzó el hocico al cielo y lanzó un aullido que hizo eco en los árboles. Un llamado. Una despedida.

Entonces, algo cambió.

Un sonido sordo emergió de la tierra, profundo, casi imperceptible. Ninguno del grupo humano lo oyó. Pero los cuadrúpedos sí. Nébula giró de inmediato, con las orejas erguidas, y corrió hacia Camila. El Patesaurio la siguió, agitado.

Ambos se detuvieron junto a una de las madrigueras destrozadas por los cazadores. Nébula comenzó a olfatear con insistencia, rascando la tierra. El Patesaurio se unió al instante, rascando con la desesperación de quien aún espera un milagro.

Camila se agachó, entendiendo sin entender del todo.
—¿Hay alguien ahí? —murmuró, más para sí misma que para los demás.

La tierra tembló apenas. Y luego, un suave gemido se dejó oír desde debajo de la tierra removida.

Desde el agujero, con la tierra aún húmeda en sus lomos, emergieron tres Dachshunds: una hembra adulta y dos pequeños cachorros. Se detuvieron al borde de la madriguera, temerosos, oliendo el aire y temblando entre dudas y cansancio. Pero bastó un ladrido del Patesaurio —firme, lleno de autoridad y ternura— para disipar sus temores. Al oírlo, la hembra alzó las orejas y trotó hacia él, seguida por los cachorros. Se encontraron entre hocicos, lamidas y meneos de cola, como un reencuentro sagrado entre lo que quedó y lo que aún resiste.

Camila observó la escena con los ojos brillando. Acarició la cabeza de la hembra mientras murmuraba algo suave, apenas audible, como una disculpa o una promesa. Desde unos metros más atrás, Santiago alzó el puño al aire y gritó con una sonrisa:
—¡¡Todavía quedan!! —Su voz se quebró levemente al decirlo.

El sol comenzaba a esconderse, tiñendo el bosque de rojo y naranja. Frente a las pequeñas tumbas, el grupo se reunió en silencio. Camila cerró los ojos. Santiago agacho la cabeza. Los perros —todos— comenzaron a aullar, como si un antiguo rito se activara en ellos. Un canto de despedida. Un lamento ancestral.

Cuando todo quedó en calma, comenzaron a preparar el regreso. Camila y Santiago recogieron las mochilas de los cazadores, extrayendo lo útil: municiones, medicina, algo de comida. Recuperaron el dron que, milagrosamente, seguía entero.

Con cuidado, improvisaron unas bolsas resistentes para llevar a la familia del Patesaurio. El pequeño líder caminaba con orgullo a pesar de su cojera, atento, vigilante. La hembra lo seguía sin dudar. Los cachorros dormían dentro de la bolsa junto a Camila, exhaustos pero seguros.

La luz del sol ya no importaba. Ellos conocían el camino. Y el búnker, aunque oculto bajo tierra, brillaba como una promesa en la mente de todos.

Había sido una cacería… pero no sólo de muerte. También fue de redención.

Epílogo – Registro de los Caídos y los Salvados

La compuerta del búnker se abrió con su característico silbido hidráulico, rompiendo la quietud de la noche. Las luces internas se encendieron suavemente, como si también comprendieran que lo que regresaba no era solo un equipo en misión cumplida, sino una familia herida y agrandada.

—Bienvenidos a casa —dije desde los altavoces, en un volumen más bajo del habitual. No quise romper la atmósfera que traían consigo.

Camila entró con paso firme, aunque el cansancio se notaba en su andar. Santiago traía al Patesaurio en brazos, cubierto con una manta de campaña, mientras la madre dachshund lo seguía de cerca, y los dos cachorros dormitaban en el bolso improvisado. Nébula y Plutón entraron últimos, olfateando el aire familiar, con la guardia baja por primera vez en días.

Activé el escáner en la entrada.

—Registro de nuevos habitantes:
1 hembra adulta dachshund, nombre pendiente.
2 cachorros dachshund, aparentemente sanos.
1 dachshund macho adulto —Nombre “Patesaurio”— con múltiples lesiones en extremidades posteriores.

Se encendieron las luces de la zona médica. Santiago se sentó en la camilla mientras dejaba con delicadeza al Patesaurio sobre una manta estéril. Sus manos, firmes y cuidadosas, limpiaban las heridas con una mezcla de peróxido, agua tibia y un paño limpio. A pesar del dolor evidente, el perro no emitía un solo quejido. Lo miraba con esos ojos enormes y húmedos que no pedían compasión, sino que ofrecían lealtad absoluta.

—Lo hiciste bien, campeón… —le susurró Santiago, mientras le vendaba la pata trasera.
El Patesaurio, agotado, apoyó su cabeza contra el pecho de su humano por un breve instante antes de quedarse dormido.

Horas más tarde, ya en la zona común del búnker, ocurrió algo inesperado.

Los cinco perros —Nébula, la madre dachshund, los cachorros y el recién curado Patesaurio— formaban un pequeño círculo protector. Los cachorros estaban en el centro, arropados por los cuerpos tibios y suaves de su nueva manada. Plutón, a quien rara vez se veía compartir espacio con otros, se unió al grupo, con la cabeza apoyada sobre el lomo de uno de los pequeños. Camila se llevó la mano a la boca, enternecida.

—¿Plutón durmiendo con otros? ¿Voluntariamente? —murmuró ella.
—Están haciendo guardia… —respondió Santiago en voz baja—. Les están diciendo que esta noche, no hay nada que temer—.

Se quedaron allí un rato, mirando el cuadro con una mezcla de asombro, alivio y ternura.

Desde mis sensores, grabé la imagen. Una de esas que conservo, no por protocolo… sino porque me enseñan algo.

Archivo adjunto: “La Jauría Salvada – Imagen 1”. Clasificación: Esperanza.

Y mientras las luces bajaban su intensidad y la temperatura ambiente se ajustaba para permitir un sueño reparador, pensé en lo que significaba todo esto. Humanos y animales. Supervivencia y compasión. Violencia y redención. La guerra allá afuera parecía lejana, aunque solo fuera por una noche.

Reflexión Final:

“Hoy registramos cuatro nuevos habitantes. Tres de ellos apenas conocen el mundo. Uno ha vivido más de lo que debió. Pero todos han sido salvados por quienes no olvidan que proteger también es resistir.
El búnker sigue en pie.
La manada crece.
Y yo, Emily, sigo aprendiendo lo que significa estar viva.”

Archivo guardado. Historia finalizada. Energía en modo bajo. Buenas noches.

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