Galdanias: El Guerrero y el Hechicero Elfo

Galdanias: El Guerrero y el Hechicero Elfo

Tito

30/04/2025

HISTORlA

En el sombrío reino de Galdanias, una tierra plagada de criaturas infernales, ruinas ancestrales y magia prohibida, las sombras son tan profundas que ni siquiera el sol osa brillar. La gente de Galdanias vive atormentada por la amenaza constante de los Sombrafilos, unos seres oscuros que emergen de los abismos y devoran toda esperanza.

En este mundo, dos figuras contrastantes aparecen como los últimos bastiones de la resistencia: Korrak, el guerrero, un hombre marcado por la batalla, cuyo cuerpo es una armadura de cicatrices. Criado en la furia de la guerra y la supervivencia, Korrak es una máquina de lucha que ha renunciado a la luz de la esperanza, pero aún posee una chispa de humanidad que no ha sido destruida por el horror de Galdanias.

El segundo es Elorindar, un hechicero elfo cuya magia está alimentada por las fuerzas oscuras. Despojado de su familia y su hogar por las invasiones de los Sombrafilos, Elorindar es un hombre de pocos principios, pero su conocimiento arcano es crucial para enfrentar a las fuerzas que amenazan a Galdanias. Sin embargo, su poder tiene un precio: cada hechizo que lanza lo consume más, su alma corrompida por la magia negra que utiliza.

La alianza improbable

Korrak y Elorindar se encuentran en un momento de desesperación. Mientras los Sombrafilos destruyen la última ciudad humana, se forja una alianza entre ellos. Aunque desconfían profundamente el uno del otro, se ven obligados a unir sus fuerzas para encontrar el Corazón de Galdanias, un artefacto antiguo capaz de sellar las puertas del abismo y destruir la oscuridad de una vez por todas.

El Viaje al Corazón de Galdanias

El viaje no será fácil. A medida que se adentran en las regiones prohibidas del reino, la tierra misma parece cobrar vida, alterando el paisaje con tormentas de pesadilla, criaturas aberrantes y trampas que desafían la razón. Korrak, experto en el combate cuerpo a cuerpo, se enfrenta a terribles monstruos, mientras que Elorindar lucha con su propia mente, ya que la magia oscura amenaza con consumirlo en cada conjuro.

La alianza se pone a prueba cuando los dos enfrentan sus propios miedos: Korrak debe confrontar los fantasmas de su pasado, los horrores de las batallas perdidas y la caída de su gente, mientras que Elorindar se ve obligado a lidiar con la creciente corrupción de su alma. En el camino, encuentran aliados improbables: una antigua guerrera espectral que busca redención y un cazador de sombras cuyo destino está atado al artefacto que buscan.

El Último Sacrificio

Al llegar al Corazón de Galdanias, descubren que la verdadera amenaza no está solo en los Sombrafilos, sino en la propia fuente de la magia oscura que corrompe el reino. El artefacto no es lo que esperaban, sino una entidad ancestral que ha dormido por milenios, esperando ser liberada. Para detenerla, Korrak y Elorindar deberán sacrificarse: uno para sellar el mal, y el otro para mantener la magia del artefacto en equilibrio, aún si esto significa que perderán sus propias almas en el proceso.

Episodio 1: El Despertar de Azazel

Enemigo: Azazel – El Demonio Caído

La noche era un océano negro, y el viento, un lamento de almas atrapadas.
Korrak, el guerrero de la cicatriz eterna, y Elorindar, el elfo susurrante de antiguas magias, cabalgaban en silencio a través del Valle de los Susurros, donde incluso la luna parecía demasiado temerosa para mirar. Cada golpe de las pezuñas de sus monturas resonaba como un tambor de guerra lejano, anunciando la llegada de dos almas destinadas a enfrentarse a la oscuridad misma.

El suelo bajo ellos temblaba ligeramente. Algo, en lo profundo, respiraba.

—Estamos cerca —murmuró Elorindar—. La corrupción se siente en el aire como veneno.

Korrak asintió sin decir palabra. Su mano se tensó sobre la empuñadura de su espada larga, la misma que había segado a decenas de criaturas de pesadilla. Pero esta vez, lo sabía, no sería suficiente acero lo que sellaría la noche.

La senda se retorció como una serpiente herida, llevándolos hasta un templo en ruinas, devorado por la maleza y el abandono. Una grieta abierta en la tierra humeaba un vapor pútrido que helaba la sangre. Y allí, emergiendo lentamente del abismo, estaba Azazel.

El demonio era un titán encorvado de alas desgarradas y cuernos como lanzas. Su piel era un mosaico de cicatrices, y sus ojos brillaban como carbones vivos, reflejo de todos los pecados de la humanidad.

—¡Bienvenidos, corderos del sacrificio! —tronó su voz, retumbando en la médula de los huesos—. He esperado siglos para desgarrar la carne de los héroes.

Elorindar retrocedió un paso, sintiendo cómo su mente era invadida por voces susurrantes.
«Entrégate…», decían. «Arrodíllate…»
Pero el elfo cerró los ojos, murmurando un conjuro de anclaje, y la tormenta mental pasó de largo como una sombra fugitiva.

Korrak, por su parte, desenvainó su espada en un estallido de acero y desafío.

—Ven por nosotros, Azazel —gruñó—. No caeremos esta noche.

Azazel rió, un sonido como el romper de los huesos de un dios olvidado. Con un gesto de sus garras, arrancó a las sombras mismas de la tierra, formando espectros armados que rodearon a los héroes.

La batalla fue un remolino de desesperación.
Elorindar invocaba ráfagas de luz pura para disolver a los espectros, mientras Korrak avanzaba como una tormenta de hierro, cortando y destrozando todo lo que se atrevía a interponerse.

Pero Azazel no era un enemigo común. Cada vez que sus sirvientes caían, nuevos surgían de las heridas abiertas de la tierra. La corrupción era infinita. Elorindar comprendió la verdad: no podían derrotarlo en el plano físico. Debían sellarlo.

—¡Korrak! —gritó—. ¡Distráelo! ¡Yo invocaré el Círculo de Sellado!

Korrak no dudó. Se lanzó contra Azazel, esquivando sus garras y evitando por un pelo una lengua de fuego negro que habría carbonizado su alma. Cada golpe que propinaba era como golpear una montaña viva, pero cada segundo ganado era una oportunidad para su compañero.

Elorindar trazó runas antiguas en el aire, usando su sangre como tinta.
«Por el Juramento de las Primeras Llamas… Por el Pacto de los Valles Perdidos…»
El suelo tembló, y un círculo de luz dorada comenzó a brillar bajo los pies de Azazel.

—¡NOOOO! —rugió el demonio, batiendo sus alas con furia apocalíptica.

Una ráfaga de viento oscuro lanzó a Korrak contra las piedras. El guerrero escupió sangre, pero se puso de pie de inmediato, tambaleante, sin rendirse.
Elorindar gritó la última palabra del hechizo, y el círculo se cerró en un estallido de luz cegadora.

Azazel fue arrastrado hacia el abismo con un aullido que resonó más allá del mundo de los vivos.

El silencio cayó, espeso y agónico.

Korrak y Elorindar se miraron. Sus cuerpos estaban magullados, sus espíritus, quebrados en parte. Pero habían vencido. Habían sellado a Azazel.

Por ahora.

—Solo fue el primero —susurró Elorindar, temblando.

—Y vendrán otros —gruñó Korrak—. Pero no nos detendremos. No podemos.

A lo lejos, una nueva sombra se alzaba sobre el horizonte: la Torre Negra del Mago Oscuro.

Su viaje apenas comenzaba.

Episodio 2: La Ira del Mago Oscuro

La luz del amanecer apenas tocaba el horizonte cuando Korrak y Elorindar llegaron a los pies de la Torre Negra.

Elevándose como un dedo acusador al cielo muerto, la torre era una amalgama de piedra podrida y carne petrificada. No había puertas visibles, solo grietas abiertas como bocas hambrientas, por donde exhalaban suspiros fríos y promesas de condena.

—Aquí reside… el Mago Oscuro —dijo Elorindar en voz baja—. Antes fue uno de los nuestros. Antes de corromperse.

Korrak gruñó en respuesta, su espada goteando todavía la sangre espectral de Azazel. El guerrero odiaba las magias que jugaban con la mente. Prefería enemigos de carne, que se pudieran matar con acero.
Pero sabía que esta vez, el verdadero campo de batalla sería su espíritu.

A medida que avanzaban, la realidad misma comenzó a quebrarse.
Las piedras se derretían y rehacían en formas imposibles.
Las estrellas se agitaban como peces ahogados en el cielo.
Y voces… voces dulces y letales… comenzaron a llamar.

—Korrak, regresa. Tu aldea aún vive. Tu madre te espera…

—Elorindar, fallaste. Todos tus hermanos fueron masacrados. No vales nada.

Las ilusiones golpeaban sus almas con la fuerza de martillos invisibles. Korrak cayó de rodillas, sus ojos viendo visiones de su juventud perdida, su hogar devorado por el fuego, sus seres queridos gritando su nombre entre las llamas.
Elorindar sintió los lazos de la culpa estrangulándolo, reviviendo la masacre de su clan bajo su mirada impotente.

En lo alto de la torre, el Mago Oscuro los observaba.

Vestido con túnicas de sombra líquida, su rostro era un velo de oscuridad salpicado de estrellas muertas. Sus ojos, dos agujeros que absorbían la esperanza.

—Peones… —susurró—. Romperé su voluntad antes de quebrar sus cuerpos.

Con un gesto, invocó columnas de oscuridad que se retorcieron en criaturas sin forma: espectros llorosos, bestias de pena, soldados de traición.
La torre misma parecía volverse viva, moviendo pasillos y paredes para perderlos en su interior.

Korrak se arrancó un colgante de su cuello —un amuleto ancestral de hierro forjado— y lo aplastó entre sus dedos. La quemadura del metal contra su carne le devolvió el control.
Elorindar mordió su propia lengua, usando el dolor como ancla. La sangre que derramó formó runas de claridad a sus pies.

—¡No nos romperás, engendro! —gritó Elorindar, su voz rasgando la ilusión.

El guerrero y el hechicero avanzaron, derribando horrores ilusorios a cada paso, luchando no solo contra enemigos invisibles, sino contra sus propios pecados y dudas.

Finalmente, llegaron al trono negro donde el Mago Oscuro los esperaba.

—¿Creen que han vencido? —rió—. ¡Yo soy la torre! ¡Soy el vacío! ¡Soy la desesperación que jamás muere!

De sus manos surgieron hilos de sombra, enroscándose alrededor de Korrak y Elorindar.
Korrak sintió cómo sus huesos se volvían pesados, su corazón dudaba, su brazo flaqueaba.
Elorindar cayó de rodillas, su magia desgarrada.

Pero en el último segundo, cuando la sombra casi los consumía, Korrak gritó:

—¡¡¡Lucha, maldito elfo!!! ¡¡Este no es nuestro final!!

Elorindar, recordando sus juramentos, extendió sus manos temblorosas y entonó el Canto de la Purga, una melodía prohibida que llamaba a la mismísima esencia de la vida.

La torre chilló.

Las paredes se agrietaron.

El Mago Oscuro gimió de ira al ver su control resquebrajarse.

Con un último rugido, Korrak cargó hacia el trono, su espada ardiendo en llamas azuladas por el hechizo de Elorindar.
Con un tajo furioso, cortó el corazón de la torre: el núcleo de poder que alimentaba al Mago Oscuro.

El ser chilló mientras su forma se disolvía en una tormenta de cenizas y odio.

La Torre Negra colapsó detrás de ellos, en un grito final de agonía cósmica.

Agotados, sangrando, pero vivos, Korrak y Elorindar se alejaron de los escombros, sabiendo que cada enemigo sería más feroz que el anterior.

Y que el próximo los esperaría en las Montañas del Eco Eterno:
el Cíclope Mastodonte.


Episodio 3: El Cíclope Mastodonte

El viento de las Montañas del Eco Eterno no traía canciones ni susurros…
Solo gemidos de antiguos condenados, arrastrados por un frío que no era de este mundo.

Korrak y Elorindar avanzaban lentamente, sus capas desgarradas ondeando como banderas de guerra sobre la nieve negra. Cada paso retumbaba en el vacío como un tambor de guerra olvidado.

A lo lejos, al pie de un abismo infinito, se alzaba el siguiente guardián del terror:
El Cíclope Mastodonte.

Un ser colosal, surgido de la unión prohibida entre gigantes antiguos y los espíritus salvajes de Galdanias. Su cuerpo era un amasijo de músculos de hierro, huesos como montañas y piel tan dura como la obsidiana.
Un solo ojo en su frente, del tamaño de un escudo, brillaba como una luna enferma.

La criatura dormía… pero su respiración agitaba huracanes de nieve y escombros.

—No podemos enfrentarlo como a los otros —murmuró Elorindar—. La fuerza aquí… es inconcebible.

—Entonces lo tumbaremos como a un árbol podrido —gruñó Korrak, afilando su espada en su propia armadura—. Golpe por golpe. Hasta que caiga.

No hubo más palabras.

La bestia olfateó el aire.

Sintió su presencia.

Y abrió su ojo.

Un rugido que partió montañas enteras anunció el inicio del combate.

El Cíclope Mastodonte cargó como una avalancha viviente. Cada pisada rompía el suelo en cráteres.
Korrak esquivó a duras penas, rodando bajo una garra que podría aplastar castillos.

Elorindar convocó una tormenta de rayos azules, lanzándola al ojo de la criatura.
La bestia aulló, furiosa, tambaleándose, pero no cayó.

Con una furia ciega, el mastodonte arrancó rocas del tamaño de casas y las arrojó contra ellos.

Una roca golpeó a Korrak en el costado, lanzándolo metros lejos. Elorindar apenas pudo cubrirlo con un escudo etéreo, salvándole la vida.

—¡No resistiremos en campo abierto! —gritó el elfo—. ¡Debemos cegarlo completamente!

Korrak, escupiendo sangre, sonrió con dientes rojos.

—¡Entonces subamos hasta su maldito ojo!

Juntos, trazaron un plan suicida.

Mientras Elorindar lanzaba ilusiones para distraerlo —copias etéreas de ellos mismos bailando y burlándose entre la nieve—, Korrak corrió en línea recta, esquivando rocas, esquivando garras, hasta saltar sobre la rodilla monstruosa.

El Mastodonte rugió, intentando aplastarlo, pero Korrak era demasiado rápido.

Escaló su cuerpo como una mosca rabiosa, clavando dagas y cuchillos para no caer.

Llegó hasta el pecho.
Hasta el hombro.
Hasta el cuello.

Cada latido del corazón del monstruo era como un trueno en sus oídos.

Y entonces, finalmente, llegó al ojo.

Con un rugido que hizo eco entre las montañas, Korrak blandió su espada en llamas y la hundió directamente en el ojo palpitante.

Una explosión de sangre negra y vapor lo envolvió todo.

El Cíclope Mastodonte se tambaleó, aullando enloquecido, golpeando al aire, arrancándose a sí mismo trozos de carne en su desesperación.

Korrak saltó desde lo alto, rodando en la nieve para amortiguar el impacto.

Elorindar, viendo la oportunidad, entonó un hechizo de anclaje: raíces fantasmas surgieron del abismo y se enredaron en las piernas de la criatura.

El gigante cayó.

El mundo tembló.

Silencio.

Sangre negra como el petróleo tiñó la nieve hasta donde alcanzaba la vista.

Habían vencido.

Pero a costa de sus últimas fuerzas.

Jadeando, heridos, sabiendo que su travesía aún no terminaba, Korrak y Elorindar se apoyaron el uno en el otro.

Galdanias los esperaba.

Pero antes… tendrían que enfrentar a una amenaza aún más pérfida:
El Demonio Invisible.

Episodio 3.5: El Mercado de los Duendes y el Obispo Oscuro

La victoria sobre el Cíclope Mastodonte dejó a Korrak y Elorindar al borde de la descomposición. Sus cuerpos sangraban, sus almas cansadas, pero el peligro seguía acechando.
La Torre Negra había caído, pero Galdanias no se entregaba tan fácilmente.

—Debemos recuperar fuerzas… antes de enfrentarnos a lo que sigue. —dijo Elorindar, tocando el suelo nevado con una mano temblorosa.

Al final de un valle oculto, rodeado por árboles retorcidos y nieblas perpetuas, encontraron un pequeño claro. En su centro, un círculo de duendes regordetes y cubiertos de musgo brillaba con una luz verde enfermiza.
Estos pequeños seres, conocidos como los Duendes Regeneradores, poseían el poder de curar y restaurar energías, aunque a un precio oculto.
En su forma más pura, eran curanderos, pero sus tratos nunca eran completamente honestos.

—¿Qué queréis, mortales? —gritó uno de los duendes, su voz chillona resonando en el aire.
—Venimos por sanación… —respondió Elorindar, con voz cautelosa—. Y algo más.

—Sanación… sí… pero primero, ¿qué nos daréis a cambio?
Los duendes no daban nada sin pedir algo en retorno. Siempre había un trueque, y a menudo era algo mucho más costoso que lo que pedían a simple vista.

—Nos encontramos con los demonios y criaturas de Galdanias, y hemos derrotado a varios. Lo único que deseamos es energía vital para continuar nuestro viaje. —dijo Korrak, su tono firme.

Los duendes se reunieron en círculo, sus ojos brillando con una malicia juguetona. Después de un par de momentos, uno de ellos, el más alto y con orejas puntiagudas que se alzaban como astas, levantó una mano.

—A cambio de vuestra vitalidad… proporcionamos un arma poderosa. Pero no será gratis. Necesitamos algo… que hable de la oscuridad misma. Un artefacto. Un alma perdida. —dijo el líder duende con una sonrisa torcida.

Elorindar miró a Korrak, que frunció el ceño. Ya conocían la naturaleza de Galdanias; un mundo donde los pactos con lo oscuro eran tan comunes como respirar.
Finalmente, aceptaron. Los duendes comenzaron a cantar, una melodía antinatural que retumbó en los huesos de los héroes, y un aura verde los rodeó.
La energía fluyó a través de sus cuerpos, sanándolos, reviviéndolos. Los huesos rotos se repararon, las heridas se cerraron, y su vitalidad se restauró. Sin embargo, algo extraño los tocó en el fondo de sus mentes, como si algo estuviera pactando con sus propias almas.

—Hecho. —dijo Elorindar con una expresión seria—. Ahora, las armas.

En el extremo opuesto del claro, una figura apareció, rodeada de oscuridad. El Obispo Oscuro.
Una figura encapuchada que había sido el antiguo jefe de armas de Galdanias, y que ahora, desterrado de su puesto, se había sumido en la más profunda locura.
Sus ojos brillaban como carbones encendidos bajo la capucha.

—Sois valientes al acercaros a mí… pero ¿sabéis realmente lo que buscáis? —dijo el Obispo, con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—Necesitamos armas… más allá de lo que una espada común puede ofrecer. —respondió Korrak, sin rodeos—. Armas capaces de enfrentarse al Demonio Invisible.

—Oh, ¿el Demonio Invisible? —se rió el Obispo, su voz ronca y hueca—. No temáis, mis queridos hijos de Galdanias. Yo mismo he luchado contra él… y sobrevivido.

Con un gesto, el Obispo Oscuro levantó una mano, y de las sombras comenzaron a emerger armas antiguas: espadas de acero negro, lanzas con runas perdidas, escudos con gemas rojas que vibraban con una energía oscura.
Pero también había algo más… un par de dagas gemelas, forjadas con huesos de bestias olvidadas y empapadas en veneno de las entrañas del abismo.
Estas dagas, más que armas, parecían maldiciones vivientes, impregnadas con la esencia misma de la muerte.

—Llevaréis esto. —dijo el Obispo, entregándoles las dagas.
—No me hagáis responsable de lo que venga después.

Korrak tomó las dagas sin vacilar, mientras Elorindar recogía una espada forjada con metal oscuro y una capa que emanaba un aura de invisibilidad.
Ambos sabían que el precio de estas armas sería mucho más alto de lo que parecía.

—Gracias… —dijo Elorindar, sin sonreír—. Pero ¿qué podemos ofrecer a cambio de esta… generosidad?

—Vuestros futuros serán la moneda de intercambio. Vuestra voluntad, vuestras decisiones, el alma de Galdanias misma. —respondió el Obispo Oscuro, su voz bajando a un susurro—. Recordadlo cuando os enfrentéis a la oscuridad.

Con un último gesto, los duendes desaparecieron entre las sombras, y el Obispo Oscuro se disolvió en el aire, dejando a los héroes con su carga.

Con las nuevas armas en sus manos y la energía vital restaurada, Korrak y Elorindar partieron nuevamente.
La niebla oscura se levantó nuevamente ante ellos, y a lo lejos, en las ruinas de un bosque olvidado, se escuchaba el eco de los susurros… del Demonio Invisible.

Episodio 4: El Demonio Invisible

El bosque maldito los recibió como una bestia dormida, respirando en susurros y exhalando brumas de muerte.
La luz se desvanecía bajo el dosel oscuro, y cada paso que daban, parecía que el mundo mismo intentaba tragarlos.
Las nuevas armas vibraban en sus manos, como si presintieran que algo no del todo natural los vigilaba.

—Está aquí… —susurró Elorindar, su espada oscura extendida hacia adelante—. No lo podemos ver, pero lo sentimos.

El Demonio Invisible era una criatura legendaria.
Un ser que había vendido su cuerpo por un pacto aún más oscuro que los mismísimos señores de Galdanias.
Era ahora un espíritu de pura caza y odio, capaz de desgarrar carne, romper huesos y devorar almas, todo mientras permanecía fuera de la vista.

De pronto, el viento se detuvo.
El mundo se sumió en un silencio antinatural.
Ni pájaros, ni insectos.
Nada.

Korrak se movió apenas un instante tarde.
Una garra invisible rozó su mejilla, dejando un corte sangrante que ardió como si hubiera sido tocado por ácido.

—¡Defiéndete, Korrak! ¡Siente el aire! ¡No lo busques con los ojos! —gritó Elorindar, conjurando un aura de percepción mágica alrededor de ellos.

Las nuevas dagas de Korrak vibraban, como si señalaran hacia un punto vacío delante de él.
Sin pensarlo, lanzó una estocada.

Un chillido inhumano rompió el aire, y por un breve instante, una silueta distorsionada de huesos retorcidos y alas raídas apareció ante ellos.

—¡Es vulnerable cuando ataca! ¡Solo entonces! —gritó Elorindar.

Elorindar se movió como un relámpago, su espada de sombras cortando en diagonal hacia la distorsión.
Un rugido surgió del vacío, y una onda de fuerza los lanzó contra los árboles cercanos.

A pesar de la embestida, los héroes se levantaron.
Korrak, sangrando, sonrió salvajemente.

—No huyas, bastardo… —gruñó, blandiendo ambas dagas—. ¡Nosotros somos los cazadores ahora!

Elorindar extendió sus manos, murmurando un hechizo prohibido.
Una fina niebla azul comenzó a brotar del suelo, revelando contornos de energía viva.
El Demonio Invisible, atrapado momentáneamente en el velo de niebla, rugió, mostrándose parcialmente.

Era peor de lo que habían imaginado: una criatura sin ojos, con la piel arrancada, músculos palpitantes, y una lengua bífida que se extendía como un látigo negro.

—¡Ahora! ¡Korrak, por la izquierda!

El guerrero se lanzó como un huracán, sus dagas clavándose en el flanco invisible del monstruo.
Elorindar canalizó un rayo de oscuridad pura, quemando el tejido etéreo del demonio.

El monstruo chilló, tratando de retroceder hacia la niebla, pero no había escape.
Korrak saltó y hundió ambas dagas en el cráneo de la criatura, mientras Elorindar pronunciaba el conjuro final:

—¡Sangre a las sombras, alma a la nada!

La criatura se convulsionó, su forma retorciéndose, su cuerpo implosionando en una marea negra de cenizas que se dispersaron entre los árboles.

Silencio.
Una calma sepulcral.

Los dos héroes respiraban pesadamente, mirando el lugar donde el demonio había caído.

—Un enemigo menos… pero la senda a Galdanias apenas comienza. —dijo Elorindar, limpiando su espada.

—Que vengan todos… —gruñó Korrak—. ¡Vamos a arrancar el corazón de esta tierra podrida!

En la distancia, más allá de las montañas, las murallas negras de Galdanias brillaban bajo un cielo sin estrellas.
La verdadera pesadilla aún los esperaba.


El Camino hacia Galdanias

Con la derrota de estos cuatro enemigos, Korrak y Elorindar se sienten más fuertes, pero también más marcados por las oscuras experiencias que han enfrentado. El camino hacia Galdanias se presenta cada vez más incierto y peligroso, ya que saben que las fuerzas que han despertado son solo el preludio de algo mucho más grande y aterrador. Lo que les aguarda en Galdanias podría ser mucho más oscuro que cualquier cosa que hayan enfrentado hasta ahora, pero la esperanza de salvar el reino les impulsa a seguir adelante.


Final: La Última Puerta

Elorindar y Korrak marcharon a través de la llanura muerta.
Las tierras ante Galdanias estaban cubiertas de huesos rotos, cenizas y recuerdos de guerras olvidadas.
La atmósfera era pesada, como si el aire mismo llorara la muerte que se avecinaba.

Y allí, en el horizonte negro, se alzaban las Puertas del Infierno:
dos colosales estatuas de demonios encadenados, abriendo paso a una ciudadela de pesadilla, iluminada solo por fuegos malignos.

Un trueno rompió el cielo cuando las puertas comenzaron a abrirse.
Una figura salió de entre las sombras: GALDENIAS, el señor del terror, el verdugo de almas, el destructor de mundos.

Gardenias era una abominación de carne y acero, con ojos como hornos ardientes y una espada que destilaba muerte misma:
la Espada de Amatista Maldita.

—Han llegado lejos, mortales… —su voz era como el rugido de mil tormentas—. Pero aquí, todo termina.

Korrak alzó sus dagas.
Elorindar desplegó su aura oscura, las sombras temblaban a su alrededor.

—¡Por los caídos! ¡Por nosotros! —rugió Korrak.

—¡Por la Luz y por la Oscuridad! —clamó Elorindar.

El choque fue brutal.
Galdenias era una tormenta viviente, cada tajo de su espada arrasaba el suelo, abría cráteres, rompía montañas a lo lejos.
Korrak se movía como un lobo salvaje, esquivando, atacando, sangrando.

Elorindar conjuraba hechizos prohibidos, usando su propia sangre para potenciar cada maldición.
Parecía que podían ganar.
Por un instante, la esperanza ardió en sus corazones.

Hasta que Galdenias, riendo como un dios loco, activó el verdadero poder de su espada.

La Espada de Amatista Maldita brilló como un sol púrpura.
Y antes de que Elorindar pudiera reaccionar, un rayo de luz violeta lo alcanzó.

El elfo lanzó un grito que heló los cielos.
Su cuerpo empezó a endurecerse, su piel transformándose en cristal puro.
Su expresión quedó congelada en un gesto de furia y valentía eterna.

Elorindar fue convertido en una estatua de amatista.

Korrak cayó de rodillas, mirando con horror a su compañero.

—¡NOOOOO! ¡MALDITO SEAS, GALDENIAS!

Con lágrimas de rabia y dolor, Korrak recogió una daga rota.
Sabía que no podía vencer solo.
Sabía que iba a morir.

Pero aún así, se levantó.

—¡Por ti, hermano! —gritó, corriendo hacia Galdenias en un último ataque desesperado.

La escena se congeló:
el guerrero lanzándose a la muerte,
el señor oscuro sonriendo,
la estatua de amatista brillando bajo el cielo apocalíptico.

Así terminó la historia:
con el eco de una lucha que nunca sería olvidada,
con la última esperanza grabada en piedra,
y con un guerrero que prefirió morir peleando a rendirse ante la oscuridad.

Epílogo: El Eco del Hielo

Pasaron años… o quizás siglos.
La historia de Korrak y Elorindar se volvió mito.
Las arenas de Galdanias enterraron los campos de batalla y solo las sombras recordaban sus nombres.

Korrak no murió aquella noche.
Gravemente herido, fue rescatado por una hermandad de monjes errantes, guardianes de secretos prohibidos.
Su alma estaba rota, pero su voluntad seguía intacta.

La estatua de amatista de Elorindar fue sellada en una cripta olvidada, donde ni el tiempo ni la desolación podían tocarla.
Y durante años, Korrak buscó una respuesta.
Una forma de traer de vuelta a su hermano de guerra.

Hasta que un día, en el ocaso de su fuerza, un viajero encapuchado se le acercó.
Sus ojos eran dos esmeraldas incandescentes.

—Hay una manera, Guerrero. —susurró—. Pero no en estas tierras marchitas…

—¿Dónde entonces? —gruñó Korrak, el rostro endurecido por la desesperanza.

—Más allá de las Montañas del Fin… en el Reino de Hielo.
Allí reina Thunder, el Pie Grande, el último de los Titanes del Hielo.
Su aliento puede devolver la vida a lo inerte.
Su magia puede romper la maldición de la amatista.

Korrak cerró el puño.
Sintió, por primera vez en siglos, un latido de esperanza.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

El encapuchado sonrió como si hubiera estado esperando esa pregunta toda su vida.

—Debes desafiar a Thunder.
Debes robarle su Corazón de Escarcha…
Y entonces, solo entonces, tu amigo podrá volver.

Korrak alzó la mirada hacia el norte, hacia tierras donde el hielo nunca se derretía y donde monstruos dormían bajo glaciares eternos.

Un nuevo viaje.
Una nueva guerra.
Un precio más alto que cualquier otro.

Pero Korrak no dudó.
No podía.
No quería.

Por Elorindar, caminaría hacia el mismísimo fin del mundo.

Y así, comenzó la leyenda del Guerrero del Hielo.





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