En la cámara de hormigón, el frío se adhería a la piel como una segunda cárcel. Vendajes de cuero uncían sus muñecas al sillón metálico, mientras el eco de pasos lejanos vibraba en sus huesos, único lenguaje que se permitía traducir. Al frente, otro sillón idéntico. Otra figura inmovilizada.
Sus ojos se encontraron en el claroscuro de la lámpara colgante. El desconocido tenía la mejilla surcada por un tajo seco, cicatriz de un grito interrumpido. Movió los labios. Nada. Tensó los músculos faciales en muecas que pretendían ser palabras, su condición y estar inmovilizado atentaban contra toda posibilidad de comunicación.
Pasaron horas o días —el tiempo estaba afuera—. En un arrebato, aquel hombre arqueó el cuello hacia la luz. La lámpara reveló entonces un detalle omitido: los haces dorados se posaban en su rostro sin que él parpadeara o apartara la mirada, como si esa claridad fuera lluvia sobre piedra.
Un parpadeo lento. Luego, el otro pareció inclinar la cabeza hacia la izquierda, como señalando una puerta invisible. Había en sus ojos una aridez adusta, ese brillo viscoso que dejan las lágrimas secas y la atmósfera fatídica.
Las vendas cedieron cuando comprendió. Al caer, sus nudillos rozaron el brazo del sillón vecino: el metal estaba tibio. El suyo, helado desde el principio. En el espejo opaco de aquellas pupilas lejanas, vio su rostro: mejillas hundidas, boca entreabierta en un grito que jamás escucharía.
En ese instante, las sombras cobraron vida a su alrededor; un silencio abrumador se instaló entre ellos, las paredes contuvieron la respiración. La revelación lo golpeó: aquel hombre vacío era eco de su angustia; era el destino que lo aguardaba. Afuera, las botas resonaron de nuevo, y, con cada paso, el tiempo retomó su jurisdicción.
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