Este dolor, atorado en lo más hondo,
lo cavé con cada palabra no dicha,
con cada herida que oculté,
con cada sonrisa que fingí,
porque de qué sirve hablar sin ser escuchado,
como si una mueca de lástima pudiera cambiar
la cruda realidad.

El fuego aún arde,
el polvo aún me mancha,
la locura sigue incesante,
pero sigo vivo,
y mientras haya vida,
aunque no haya ganas,
puede haber una grieta por donde se cuele la luz.

Mi felicidad se consumió
como un destello en el horizonte:
bello, fugaz, imposible de alcanzar.
Entre nubes, algunos regresan,
pero yo permanezco,
porque mi obligación es estar.
No soy débil (me lo repito),
aunque imaginar lo contrario
parezca más real que esta mentira que me cuento.

Gritos, locura, murmullos
que no callan en mi cabeza.
Quiero culpar a cualquiera,
sin saber que todo nace desde mí.
Mis manos, abrazando con fuerza el polvo,
aferrándose a lo más bajo,
como si eso fuera lo único que me sostiene.
Llevo un fuego en mis venas,
latente, hiriente,
al borde del albedrío,
sintiéndome libre y prisionero a la vez.

Sacudo mi ropa como si pudiera
desprenderme del fracaso.
Me acostumbré a mirar a los ojos de la realidad:
una bestia llena de injusticias,
delirios de grandeza,
opiniones que apedrean al que piensa diferente,
y personas que honran su orgullo
con el maltrato.

No tengo diccionario para las dudas que gritan dentro,
porque la definición más precisa
ignora el alma, el silencio,
el contexto.
En la multitud reina el caos,
el ruido es más fuerte que la verdad,
y el débil es pisoteado
como si nunca hubiera sido humano.

Las pisadas en mis manos
no me permitieron escalar.
Estoy atorado en el polvo de la marginación,
sin receso,
sin revancha,
sin batería que me dé energía,
ni chispa que me devuelva la sonrisa.

Me consumió el papel de protagonista,
solo guardo un pedacito de lo que quise ser
y nunca fui.

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