“A menudo, el riesgo más insospechado en el amor es que se te conceda aquello que solicitaste.”

Se encontró con esta frase manuscrita por él, pero siendo consciente de que no la escribió él. No había referencia alguna, y ahora le tocaba adivinar el sentido que podría tener esa frase en su momento, tarea difícil como pocas pues, al fin y al cabo, no podía ni recuperar el contexto de ese momento.

Después de darle vueltas a muchos posibles sentidos provisionales, quiso borrarlos todos y quedarse con uno que, tal vez, se acercaba bastante al sentido buscado: querer más y más hasta conseguir y aborrecer, de eso va el deseo en el amor.

El interés creciente viene contestado por el desinterés incipiente, y, en esa lógica perversa, el equilibrio de intereses es lo que hace que el amor sea tan mágico y efímero: un momento en el que se coincide y se quiere, en apariencia, por igual.

No cabe duda de que él creía que, en realidad, esas reflexiones eran bastante naif. Había excepciones: él se creía una. Y sino excepciones: debía ser un marco muy flexible este. No se ha hablado, en ningún momento, del singular: y el singular es lo que importa.

Pero había un verbo que sí que le resultaba enormemente sugerente: mutar. Las relaciones mutan. El amor muta. Siempre hay cambio, en todo. Pero en el amor se produce la paradoja de esperar parar el tiempo, de anhelar una eternidad, un ideal estanco y que, sin embargo, todo esté encarnado en un tiempo y en un espacio del que es imposible sustraerse.

Pero el dolor se asienta, y deja cicatriz, da señales de una suerte de permanencia: otra paradoja. O quizás: otro prisma de la misma. Al fin y al cabo, él ya se hallaba demasiado cansado para vislumbrar si aquellas palabras guardaban relación alguna con este dolor y, si fuera el caso, si escribir sobre ello le podría servir de algo.

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