El viejo me lo soltó sin rodeos: estaba hasta las huevas de seguir respirando. Ni con diez plomazos en la cabeza conseguía que la muerte le hiciera caso. Me recitó su colección de muertes como quien enumera hazañas: algunas tan chaladas que harían reír a un muerto, otras tan insípidas que ni servían como chisme de callejón.
Pensé que un trago le apagaría esas huevadas, así que le ofrecí caña. El conchesumadre no se conformó con un sorbo: se metió las dos botellas y convirtió en cenizas hasta el último pucho que me quedaba. ¿Me jodió? Claro. Pero qué más da. Al final, ¿qué tiene de malo financiar la última borrachera de un viejo que solo quiere ser comida de gusanos?
Cuando por fin la caña y el tabaco lo dejaron tirado como costal de papas, saqué el fierro y le metí un tiro limpio a la sien. No, no fue por maldito. Desde que lo vi arrastrarse con ese bastón lleno de incrustaciones que brillaban más que promesa de candidato, supe que ese oro tenía que acabar en mis bolsillos.
Si algún huevón me preguntara por qué no se lo quité sin más, le diría que solo un cojudo con ganas de remordimientos hace eso. Abandonar a un viejo inválido en el monte es condenarlo a que los gallinazos le piquen los ojos mientras aún patalea.
Y seamos claros: el viejo ansiaba la muerte con más ganas que puta buscando cliente en noche de sequía.
Yo, que de compasión entiendo lo justo pa’ no confundirla con huevadas, sé cuándo un balazo es un acto de misericordia. He visto demasiados hombres rogando que alguien les ahorre la chinga del final.
Jalé su cuerpo lejos del fuego —esas llamas siempre hambrientas de carne—, le cubrí la cara con mi casaca y me eché a dormir con el bastón como almohada, soñando con lo que compraría al venderlo.
Y aquí viene lo divertido: al despertar, el viejo estaba sentado junto a la fogata, preparando café como si nada.
El grito que di fue tan bruto que hasta las piedras se cagaron de miedo. Temblé como chibolo en su primera vez. No sé qué cara de huevón puse, pero él, tranquilo como quien ya visitó el infierno y lo encontró aburrido, me alcanzó una taza humeante y soltó un “gracias, compadre” que me congeló hasta las pelotas.
Le di un sorbo al café mientras me temblaba hasta el alma. ¿Qué mierda estaba pasando? El viejo me miró con esos ojos gastados, como si mi disparo hubiera sido apenas una molestia, una piedrita en el zapato de alguien que ya caminó demasiado.
«No te preocupes, compadre. No es la primera vez que un cojudo me manda al otro barrio por este bastón», dijo señalando la vaina que yo abrazaba como guachimán a su único calzoncillo. «Ni será la última, supongo».
Me levanté de golpe, apretando el fierro en mi bolsillo. El viejo ni se inmutó, seguía revolviendo el café con la misma parsimonia de quien tiene toda la eternidad por delante. La sangre seca alrededor de su sien formaba una costra oscura, pero debajo no había ni rastro del hueco que debería haber dejado mi bala.
“¿Qué carajos eres tú?”, le escupí mientras sentía cómo la boca se me secaba peor que calzón de monja en pleno verano.
“Un huevón con mala suerte, nomás”, contestó encogiéndose de hombros. “Hace tiempo, cuando todavía mis piernas servían para algo más que arrastrarme, me topé con una bruja en las alturas de Huaraz. Una vieja más arrugada que testículo en agua fría, metida en una choza que apestaba a hierbas y meo de cuy. La muy hija de perra me vendió este bastón diciendo que tenía poderes para curar mis rodillas molidas después de veinte años cargando bultos. Yo, pendejo como recién llegado a Lima, creí que no perdía nada en seguir el juego. Lo que no me dijo es que el bastón y yo quedábamos pegados como chicle en bota… pa’ toda la vida. Y toda la vida, compadre, es mucho más tiempo del que cualquier cristiano debería soportar”.
El viejo se rascó la barba entrecana mientras miraba las brasas moribundas. “Lo peor no es no poder morir, sino recordar cada puta muerte como si la estuviera viviendo de nuevo. Sentir el filo del machete en el cuello, las balas atravesándome, el veneno quemándome las tripas… hasta que despiertas como si nada y el dolor se va, pero la memoria se queda, compadre. Se queda para joderte”.
Miré el bastón que seguía en mis manos. Las incrustaciones ya no brillaban tanto como anoche. Parecían opacas, tristes, pero seguían siendo hipnotizantes. Lo que anoche había tomado por oro resultó ser un metal extraño, con símbolos tallados que parecían querer decirme algo, como insultos en un idioma que no conozco.
“O sea que esta huevada…”
“Es mi maldición. Mientras tenga eso, no puedo morir. Y quien me lo robe, termina como tú: cagado de miedo cuando me ve levantarme como si nada”. El viejo se rio con amargura. “He visto huevones como tú, algunos corren espantados, otros intentaron quemarme vivo, unos cuantos trataron de enterrarme. Una vez un conchatumadre me tiró desde un acantilado después de robarme. Desperté con todos los huesos rotos, arrastrándome como culebra en tierra seca. Con ese cojudo sí quisiera encontrarme, hasta ahora tengo la sensación de que algunos huesos se juntaron mal”.
Me rasqué la cabeza mientras trataba de procesar esta vaina. El viejo me ofreció más café y, la verdad, lo necesitaba. Era un café del malo, negro como la conciencia de los jueces, pero caliente y reconfortante en esta mañana que se había vuelto una maldita locura. Me senté frente a él, todavía con el bastón aferrado.
“¿Y por qué chucha no lo tiras al río o lo entierras?”
El viejo soltó una risa que sonó como tos de tuberculoso. “¿Crees que no lo he intentado? Lo he tirado desde el Huascarán, lo he hundido en el Titicaca, lo quemé en la selva y hasta lo metí en cemento cuando trabajé en la construcción del puente Villena. Lo he partido en pedazos con un hacha, lo he fundido en las herrerías de Andahuaylas. Una vez lo vendí a unos gringos que coleccionaban huevadas antiguas y me largué a Ecuador creyendo que me había librado. Tres semanas después me desperté con el bastón a mi lado, como un perro fiel que encuentra el camino a casa”.
Se levantó la camisa raída y me mostró una cicatriz que le cruzaba el estómago de lado a lado. «Esta fue cuando me abrí la barriga con un cuchillo recién afilado, para meter el bastón dentro y luego cosí todo con hilo de pescar. Esta locura fue concebida por una bruja, maldita perra, debe estar riéndose desde el infierno. Cuando desperté al día siguiente, el bastón estaba fuera, apoyado contra la pared como si nunca hubiera pasado nada, y la herida estaba cerrada, dejándome esta cicatriz».
Por un momento sentí pena por el viejo. Vivir así, eternamente jodido, era peor que cualquier infierno que te pintaran los curas. Pero también me dio un escalofrío pensar en todo el tiempo que había pasado así. ¿Años? ¿Décadas? ¿Siglos quizás?
“¿Cuánto tiempo llevas arrastrando esta maldición?”
El viejo miró al cielo, como buscando respuestas entre las nubes. “He perdido la cuenta, compadre. Vi llegar a los españoles, estuve con las llamas de Cáceres en la guerra con Chile… a estas alturas, todos los años se mezclan como aguardiente con chicha. Solo sé que he visto morir a tanta gente que ya ni me acuerdo de sus caras. Familias enteras que nacieron, crecieron y se pudrieron mientras yo seguía igual, solo un poco más cansado”.
“¿Y ahora qué?”
“Ahora nada, compadre. Te vas por tu lado, yo por el mío. En unos días me olvidarás, como todos. Y yo seguiré buscando a otro huevón que me pegue un tiro para descansar, aunque sea unas horas. O quizás encuentre a alguien que sepa cómo romper esta huevada de maldición, aunque lo dudo. La bruja murió hace siglos y se llevó el secreto a la tumba, la muy hija de puta”.
Me quedé pensando un rato, mirando el bastón. Estaba tallado en una madera que no reconocía, dura como piedra, pero ligera como pluma. Lo giré entre mis manos, sintiendo un hormigueo extraño en los dedos, como si el maldito palo estuviera vivo y me estuviera estudiando. Por un segundo, casi me pareció oír un susurro saliendo de él.
Con un escalofrío que me recorrió de pies a cabeza, se lo extendí. “Toma tu vaina. No quiero nada que venga con semejante huasca”.
El viejo lo agarró con una sonrisa chueca, sus dedos nudosos cerrándose alrededor, como un saludo a un viejo amigo. “Buena decisión. Pero antes de que te largues, ¿te queda algo de trago? Esta inmortalidad es más llevadera cuando uno está hasta las huevas”.
Que jodido cuando la pena llega sin avisar, cuando se te mete dentro, no hay manera de evitar que brote la compasión. Revisé mi mochila y encontré mi petaca con pisco, uno que guardaba para emergencias. Y esto, carajo, esto calificaba como la emergencia más grande de mi vida.
Nos sentamos a tomar mientras el sol subía, pasándonos la botella como viejos compadres. Él siguió contándome las historias de sus múltiples muertes –algunas me revolvieron el estómago, otras en cambio me hicieron escupir el trago de la risa– y yo pensando que vaya huevón que era, protagonista del único robo en la historia donde el ladrón termina devolviendo lo robado y encima invitando los tragos. La cagada más grande de mi carrera, sin duda, y ya he hecho cada cojudez que ni te cuento.
“Una vez”, me contó mientras le daba un trago largo al pisco, “un cura en Ayacucho trató de exorcizarme. Pensó que estaba poseído por el diablo. Me ató a una cruz de madera, me echó agua bendita hasta que parecía pollo ahogado y recitó todos los latinajos que sabía. Lo único que logró fue que me diera una pulmonía de la gran puta. Estuve tosiendo una semana, pero ni eso me mató. El cura acabó convenciendose de que yo era un santo y no un demonio, de que Dios me había bendecido con la vida eterna para algún propósito divino que él no alcanzaba a comprender. Quiso que me quedara en su iglesia, como una especie de reliquia viviente. Casi me da más miedo eso que las turbas que han querido quemarme”.
Para el mediodía, el pisco se había acabado y mi miedo se había convertido en una mezcla rara de fascinación y lástima. El viejo se incorporó con dificultad, apoyándose en su bastón maldito, y me tendió una mano callosa.
“Gracias por el trago, compadre, y por la compañía. No cualquiera se queda a escuchar las huevadas de un viejo después de haberle metido un tiro en la cabeza. La mayor parte de la gente está demasiado ocupada cagándose de miedo cuando me levanto como para quedarse a conversar. Eres un huevón extraño, pero de los buenos”.
Le estreché la mano, sintiendo la fuerza sorprendente que aún conservaba. “¿Adónde irás ahora?”
“Quién sabe. Tal vez baje a la costa. Hace tiempo que no veo el mar. O quizás suba a la puna. No es que importe mucho, ¿no? Al final, todos los caminos son iguales cuando no llevan a ninguna parte”.
Lo vi alejarse con ese andar renqueante pero decidido, su figura encorvada recortándose contra el sol de la tarde.
Me quedé observándolo hasta que desapareció tras una curva del camino. Mientras recogía mis cosas, algo brilló entre la tierra: una de las incrustaciones del bastón, pequeña como una uña, que se había desprendido. La levanté sintiendo su peso extraño en la palma de mi mano y, después de dudar un momento, la guardé en mi bolsillo.
No sé por qué la conservé. Quizás como recuerdo de la noche en que le disparé a un inmortal, o tal vez porque la ambición es una huevada más fuerte que cualquier cagada de miedo o maldición. ¿Un susurro del bastón? ¿Una eternidad jodida? Puras webadas que se van a la mierda cuando ves brillar la oportunidad de agarrar algo de poder.
Lo que nunca imaginé es que ese pequeño trozo me arrastraría a un camino igual de largo y tortuoso que el del viejo… pero de eso ya hablaremos otro día, compadre. Al menos que tengas un trago que compartirme.
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