El eco de los gritos en las arenas clandestinas de la ciudad era ensordecedor. Las luces parpadeantes iluminaban el suelo manchado de aceite y sangre, mientras el público, una mezcla de humanos agotados y androides insensibles, rugían por la próxima pelea. En el centro del caos estaba Bran Helrick, un verdadero gigantón entre los hombres, con músculos que parecían de acero y una presencia física que congelaba el aire. Todos sabían que Bran no era completamente humano. Su cuerpo, marcado por cicatrices donde la carne se fusionaba con placas de metal subcutáneas, era un testimonio de los experimentos de los que había sido víctima. Cada pelea en la arena era un recordatorio de su naturaleza singular, dividida, y cada victoria, un paso más hacia el abismo de su mente. Esa noche, mientras esperaba su turno en los oscuros rincones que se usaban como vestuarios, Bran se miró en un espejo roto. Su reflejo parecía moverse un segundo después que él, como si el cristal fragmentado ocultara algo más allá.
—»No eres más que una herramienta” —susurra una voz baja, pero clara, detrás de él.
Bran se giró, pero no había nadie con él. La voz era familiar, como un eco de sus propios pensamientos. Sacude la cabeza y sale al ring, convencido de que el estrés le estaba jugando una mala pasada. La pelea fue brutal. Su oponente era un androide de combate, un coloso de titanio con cuchillas retráctiles en sus brazos. Bran sentía cada golpe como una descarga eléctrica que recorría su cuerpo. Pero mientras luchaba, algo extraño comenzó a suceder. Las luces de la arena parecían apagarse y encenderse a destiempo, y las sombras de los espectadores se alargaban grotescamente. En un movimiento, Bran logra destrozar a su oponente, arrancándole la cabeza con una fuerza. Ese acto hizo callar al público. Pero cuando alzó la vista, no vio caras humanas, ni rostros metálicos entre la multitud. En su lugar, había ojos rojos brillando en la oscuridad, miles de ellos, observándolo con una intensidad que perforaba su mente.
En ese desconcertante momento cerró los ojos y respiró profundamente. Cuando los volvió abrir, todo parecía normal otra vez. Los androides se preparaban para entrar al ring, el público gritaba su nombre en las gradas. Pero en lo profundo de su pecho, sentía una presión que no desaparecía. Después de aquel combate, en la soledad de su pequeña habitación en los suburbios de la ciudad, Bran tuvo un sueño. Estaba en una sala de operaciones, atado a una camilla. Luces frías brillaban sobre él, y voces distantes discutían entre sí.
—»Es demasiado inestable» —decía una mujer.
—»Es perfecto. El miedo lo hará obediente» —responde un hombre con voz grave.
Entonces vio su propio cuerpo: no era de carne, sino de cables y metal expuestos, como un muñeco desmembrado. Cuando intentó gritar, se despertó. El sudor frío corría por su frente, pero la sensación de estar siendo observado persistía. Giró la cabeza hacia la esquina más oscura de la habitación y vio una figura que parecía desvanecerse en la penumbra.
—»¿Quién está ahí?» —gruñó, pero no hubo respuesta.
Los días siguientes fueron un tormento. Cada vez que Bran salía a la arena, las sombras parecían cobrar vida, susurrando palabras que no lograba entender. En sus caminatas por los distritos abandonados, veía figuras fugaces reflejadas en los charcos de aceite y escuchaba pasos que no coincidían con extraños. Fue entonces cuando conoció a Rex, un androide defectuoso que decía tener información sobre los experimentos que lo habían transformado. Normalmente atacaría para defenderse, pero la declaración del androide le llamó la atención.
—»Eres un arma, Bran» —le dijo Rex con frialdad—. «Un experimento de la corporación Dominom. Pero no eres el único».
Rex le habló de otros como él, humanos transformados en híbridos para servir a Overmind Core, la inteligencia que gobernaba el programa secreto de cyborgs. Sin embargo, Bran era especial. Había algo en él que Overmind no podía controlar del todo.
—»Ellos te crearon, pero algo salió mal. Y ahora, intentan recuperarte».
Esa noche, los sueños de Bran se volvieron más intensos. Caminaba por un pasillo interminable, con paredes cubiertas de cables. Al final del corredor, encontró una puerta de acero. Al abrirla, se vio a sí mismo, sentado en una silla, con la mitad de su rostro arrancado, revelando un cráneo metálico.
—»No puedes huir de lo que eres» —dijo su otro yo.
El gigantón despertó gritando. Su cuerpo temblaba, su respiración era irregular. Esta experiencia y los argumentos de Rex fueron más que suficientes para convencerse de que para descubrir la verdad de quien era, debía enfrentarse a Overmind Core. Juntos, se infiltran en la torre central de la corporación Dominom, un coloso de cristal que parecía ser una abuja apunto de perforar el cielo. Mientras avanzaban, Bran sentía que las paredes lo observaban, sus superficies reflejaban algo monstruoso y retorcido. Llegaron al núcleo de la IA, una voz resonó en toda la sala.
—Finalmente, regresas a casa, Bran.
Era Overmind Core. Mostraba, en sus pantallas que lo rodeaban, su rostro junto a diagramas y esquemáticas.
Bran se dio cuenta de lo que pasaba, sintió que su mente se desgarraba. Las luces parpadearon, y el suelo pareció derretirse bajo sus pies. En ese momento, vinieron a su mente: las operaciones, los experimentos, los días en los que había sido solo un objeto. Con un rugido que resonó en toda la torre, Bran arrancó los cables de los servidores que conectaban a Overmind.
La energía recorrió sus venas metálicas en una descarga eléctrica, posteriormente su cuerpo comenzó a colapsar. La torre quedó a oscuras y en silencio. Rex encontró el cuerpo de Bran. Estaba rígido, inmóvil, pero en su rostro había una expresión de paz.
En los meses siguientes, la ciudad volvió a la normalidad, pero se contaban historias sobre un gigante que luchó contra la IA que gobernaba la ciudad y triunfó. Y aunque Bran había desaparecido, algunos juraban que, en noches silenciosas, podían escuchar el eco de sus pasos resonando en el fondo de las calles.
OPINIONES Y COMENTARIOS