Libro I: «Kairós»: (V) “La sonrisa de la poetisa”

Libro I: «Kairós»: (V) “La sonrisa de la poetisa”

I

Las calles de Mitilene rebosaban de vida y colores bajo el refulgente sol del estío. Al amparo de los parasoles que sostenían sus dos criadas corintias, Melisa caminaba en actitud complaciente, arropada de lujosas telas y asimilando la atención y las miradas de sus residentes. Iban siguiendo de cerca los pasos danzantes de Safo. Más atrás les seguían, con cierto escrutinio, Hárpalo y sus dos hombres.

La poetisa retenía sus cabellos portando una corona de violetas adornada con brotes de eneldo. Por detrás de sus orejas descendían, al estilo de las mujeres cretenses, dos largos mechones ondulados hasta la altura de sus pechos, que al agitarse se meneaban y mecían con ellos a la par. Su ánimo denotaba extrema pasión, casi aniñada, deteniéndose ante cada manzano, cada olivo, cada parra, cada almendro, conversando con ellos, lanzando al viento plegarias y cánticos, y recogiendo de los jardines todo tipo de flores y frutos que iba depositando en canastas de fieltro y paja que portaban sus siervas. Sus pasos, en apariencia vacilantes, respondían a la métrica de un compás sutil, pues la cadencia, el ritmo y la armonía atravesaban todo su ser, inspiraban un exquisito refinamiento. Cada ciertos intervalos Safo volvíase para rodear a Melisa, alcanzando su mirada, su rostro deseable, su sonrisa. La desnudaba con sus ojos apetecibles, que la observaban como dos luceros. Bien conocía Melisa los cultos de Afrodita, tan eminentes en Corinto, pero aquella tarde en Mitilene se veía rodeada por un exotismo de sabor oriental, quizá por el acento eolio de aquellas mujeres, que enlazaban la seducción con ciertos visos de misticismo.

Así parecían errar las féminas en sus pasos, que de a poco fueron dejando atrás los bellos mármoles de la ciudad y se adentraron hacia el poniente, en las praderas silvestres que la circundaban. Habían arribado a un valle, y descendieron por la ladera hasta alcanzar la rumorosa vera de un arroyo. Del otro lado, los sembradíos fértiles se alzaban sobre una loma que se fundía hacia el montañoso horizonte. Siguieron aquel cauce hasta llegar a una arboleda que les otorgaba algo de sombra y serenidad. Allí se detuvieron. Detrás del copioso dosel de las coníferas y de la flora exuberante, el pico de un monte asomaba en la lejanía. Desde aquellas cumbres descendían los cantos perpetuos de la prístina corriente, y las configuraciones rocosas que conducían el fluir de las aguas daban forma a un rústico santuario, con pequeñas cascadas y estanques naturales. Habitando aquel vergel, el aroma del pinar descendía por los ramajes y se mezclaba con la fragancia de los eneldos, narcisos y jacintos que tremolaban en el bajío. Hacia las alturas, podían distinguir las melodías de las aves y cigarras cantoras, derramando por debajo de sus alas el agudo chillido, conformando el coro silvestre que glorificaba el paisaje estival. Mientras tanto, hacia esas aguas descendieron Safo y sus súbditas. Después de chapotear descalzas sobre la corriente, la poetisa se acercó a Melisa, tomándola por ambas manos a la vez, versando:

«¡Oh, Melisa, bella hechura de los dioses!

¡Contempla la belleza sobrecogedora de mi tierra!

¡Fúndete entre el cabrilleo y el rumor, los cantos y fragancias!

¡El arroyo y las aves nos bendicen al pasar!

Ellos se encargarán de purificar toda aflicción

que con tanto empeño tu pecho aquejan…»

Mientras pronunciaba esas palabras, otras discípulas tomaron a Melisa por los pliegues de sus vestidos, descendieron junto a ella y la acomodaron con gracia sobre una roca saliente, cuya configuración ondulante brindaba un acogedor asiento natural, semejante a un trono. Sumergieron sus finos tobillos en aquel arroyo, estiraron los brazos de la dignataria y le apoyaron la cabeza entre sus rodillas. Con suma delicadeza, las sirvientas retiraron el velo que ataviaba sus leonados cabellos, liberando las hebras cobrizas que se derramaron sobre sus hombros y busto, y procedieron a peinarlos con suavidad.

—Oh Safo, a pesar de tu juventud, eres tan sofisticada como hospitalaria. Estimo que sabes que, como una mujer de mi prestigio, puedo gozar de placeres similares en Corinto, si bien alejada de tu inspiradora presencia. Pero ¿cómo puedes tú conocer las penurias que hostigan mi alma, o qué intrigas se yerguen en mi mente?— Preguntó Melisa con voz distendida, halagueña y embelesada por el paisaje que la circundaba.

—¡Ah, créeme, lo sé! —Pronunciaba Safo aproximándose a ella y tomándola por una de sus manos, que acomodó entre sus pechos—. Y más aún puedo conocer las vejaciones que ha sufrido tu acrisolado corazón. Una mujer de tu edad, que ostente semejante belleza… ¡Es la maldición de cualquier hombre!… Ese es nuestro secreto —sentenció en un dulcísimo susurro.

—No es ningún secreto, para mí, que las mujeres seamos el pilar que sostenga la entereza de nuestros varones. Aunque a veces parezca que somos el recipiente en el cual vuelcan sus enconos y frustraciones… ¿Cómo puede ser, entonces, que los varones puedan disfrutar libremente de su belleza, admirarse de los cuerpos el uno al otro, decretar los cánones y considerar a la belleza de las mujeres como una mera maldición? ¿Acaso es eso lo que tú enseñas, sabia rectora, a tus entrañables y ricas aprendices?

Safo respondió aquél sarcasmo a través de una perlada sonrisa y, retozando sobre las aguas ondulantes, procedió a declamar:

«¡Créeme lo que te digo, oh Melisa, de cinceladas mejillas,

que aún no has llegado siquiera a rasgar el velo de tal secreto!

¿Acaso no encarnamos las mujeres el don de las Musas?

¿Acaso no son las Gracias quienes nutren nuestra inspiración?

¿Acaso no es la doncella Perséfone reina del inframundo

y, a la vez, la belleza florecida de la primavera?

¿Acaso no fue Helena, que tanto aventajaba a todas en belleza, quien dejó a aquél hombre noble y hacia Troya huyó en un navío,

desatando la calamidad y las tempestades divinas?

¿Acaso no fue el embargo de la cándida Briseida

el hecho que sembró en Aquiles, de la casta de Zeus,

la cólera funesta que tantos males causó entre los dánaos?

¿Acaso no fue Prometeo, el más astuto de los hijos de Jápeto,

quien advirtió a su hermano, el incauto Epimeteo,

sobre el ominoso destino que depararía a los mortales

si aquél aceptaba como regalo a la hermosa Pandora?

¿Acaso no fue la esperanza el último de los males

que encerraba aquella fatídica vasija?

Pues todas estas enseñanzas son sólo la estela,

las trazas remanentes, de un atávico secreto…

¡Y ningún varón que ignore los divinos designios

puede osar considerarse bello y sabio a la vez!

Ni siquiera Orfeo, engendrado por Apolo y Calíope,

el más sabio y pródigo entre los mortales,

pudo eludir su destino cuando al Tártaro se aventuró

para reclamar a su adorada Eurídice

¡Recuerda el agón y los suplicios de Odiseo,

el varón más fecundo en ardides!

Burlando su hado al permanecer en ciernes,

atado al mástil de aquella fatídica nave,

vulnerable y sujeto a su acuática perdición,

sólo para escuchar el dulce canto de las sirenas…

Mientras que el resto de sus marineros

permanecían sordos a semejantes encantamientos…

Tal es el influjo sobre nuestros varones,

tan ardiente como sus deseos de que tal secreto

permanezca soterrado y condenado…

¡Un miedo pánico los invade al temer la furia de Medea!

Somos la voz de Casandra, clara y potente,

para ellos, sólo el sonido distante de una melodía…

Es la sutileza inefable que mora dentro nuestro,

la pulpa carnosa de la fruta irresistible,

el sabor que sustenta muchas de sus acciones…

¡Ah, y sólo cuando las flechas de Amor alcanzan a dos mortales,

su fuerza inaferrable se manifiesta, pudiendo resultar, en igual término, tan devastadora como creadora!

Pues el Amor no se elige; sólo se vive o se padece,

Elevarse y caer, Melisa… Mientras tanto,

¿qué de malo hay en otorgar placer y recibirlo?

Pues lo bello, yo digo, se reduce a lo que uno desea…

Las puertas permanecen abiertas también para tí,

Melisa de dulces hechizos, sólo debes atravesarlas»…

—¿No sería entonces más prudente, ilustre Safo, resguardar ese secreto que con tanta pasión y encanto pregonas, sobre todo, a sabiendas de que hay tres hombres que nos custodian observando tus gracias? —le respondió Melisa dirigiendo sus ojos hacia los tres guardias corintios que se hallaban a cierta distancia y sumamente distendidos; parecían estar teniendo una acalorada discusión sobre razas de caballos.

Sin dejar de lado sus encantos, la sonrisa de la poetisa esta vez parecía condescendiente. Pues la hermosa Melisa había soslayado la respuesta que se hallaba implícita en aquellos versos. Safo recolectó algunas piñas amontonadas en las orillas y se dispuso a responder recurriendo a otro método:

—Pronto verás a qué me refiero; has de guardar paciencia. A veces, los hados se definen por sutilezas. Y no existe fuerza bruta ni varonil capaz de doblegarlos. ¡Pues van de la mano con la Moira! —Hizo una breve pausa y señaló hacia las alturas—. ¡Mira arriba, Melisa! ¡Dirige tus argénteos ojos hacia aquellas ramas! ¡Observa cómo penden de ellas con gracia las crisálidas! Son la escencia de un proceso divino e inefable, ¡una alegoría viviente!… Si mides sus proporciones armónicas verás que no responden a un mero capricho de la naturaleza, pues en nada difieren de los frutos de las coníferas. Tampoco escapan a esa ley divina los brotes de las rosas, ni los tallos de las hojas. Esa misma armonía es la que impera sobre las ramas que proliferan desde sus esbeltos cuerpos. Y esas mismas ramas, luego, repiten el proceso. Ni siquiera sus raíces, que se abren paso bajo la tierra negra, difieren en esencia de los múltiples afluentes del delta de los ríos abriéndose paso hacia la purpúrea mar… Y si tomas una de las miles de caracolas que moran austeras en sus playas, siguiendo las líneas de su espiral, verás que se ciñen a la misma ley de proporción que rige sobre el fruto de las coníferas, el florecer de las rosas, los pétalos de las orquídeas o las mismas crisálidas —decía la poetisa observando y exhibiendo la piña que portaba en una de sus manos—. ¡Tal es el lenguaje en que los dioses nos hablan! Y es honrando a esa sagrada armonía con la que edificamos nuestros templos de adoración. Las partes se relacionan con el todo: como la métrica de un poema hermoso. Esa misma medida se manifiesta en las proporciones del cuerpo y define qué es lo bello y qué no lo es. Si así lo deseas, Melisa, puedes permanecer por siempre en la crisálida. Así te conservarás bella y armoniosa, tal como eres ahora. Te fundirás con tu entorno en el momento imperturbable y podrás admirarte de tu hermoso reflejo en el agua del estanque. Pero bien sabrás que es el reflejo de un mero capullo, ¡sólo una cáscara!… No es tu auténtica esencia, el ser luminoso que mora dentro de tí. Y jamás conocerás la dulzura ni el regocijo que otorga la libertad, si no desplegas tus alas hasta desgarrar la membrana que te contiene, que te oprime y te lo impide… Sólo así serás capaz de ver la luz y te convertirás en un ser alado, libre, de radiantes colores y de cegadora belleza. Sólo con el aleteo de tu vuelo podrás coronar el divino proceso del que ineludiblemente formas parte. Y al fin entenderás que aún así, bella por sí misma, la crisálida no es un ser completo, sino sólo una fase que se debe trascender…

Concluyendo su disertación, Safo removió con sus manos uno de los cantos rodados del arroyo, a efecto que el caudal de sus aguas se torne más profuso y estrepitoso. El agua estancada comenzó a fluir removiendo sus impurezas, tornándose de a poco tan fresca y cristalina como un puñado de agua recogido de las orillas del Egeo y contenido entre dos blancas palmas.

Así transcurría la última semana de las afrodisias entre las féminas y así hablaba Safo entre ellas. Si en algún momento Melisa había sopesado la idea de que Safo incurría en habituales sensiblerías de poeta o en frívolas exageraciones, aquél pensamiento se disipó de forma fugaz. ¿De dónde provenía tan exótico saber y qué hacía pendiendo de los labios de aquella poetisa de baja estatura y tez ligeramente morena, cuya presencia se tornaba de pronto tan hechizante? Los glaucos ojos de Melisa se limitaban a observarla y sus oídos a escucharla. No podía dilucidar con suma certeza a qué aludía todo aquél laberinto de prosas y galimatías, pero sí podía experimentar sus efectos: un sentimiento abrumador haciendo mella en sus adentros. Se desvanecían las horas, y cuanto más escarmentaba entre aquella metáfora y esas palabras, tanto más misteriosas y atractivas le resultaban. Dentro suyo, un fuego en ascuas se encendía chispeante, abriéndose paso por su vientre, tiznando las paredes interiores de su alma. Por supuesto que gozaba de sendos placeres y riquezas en Corinto, pero era como si de repente todo aquello se hubiese vuelto velado, estéril, oculto detrás de un manto de trivialidad y sometimiento: sólo eran comodidades y deleites banales. Sus auténticas labores y obligaciones se limitaban en complacer de buen grado, en carne y en ánimo, a su eminente esposo y en educar a sus hijos. Pero en tal faena había perdido sus propios anhelos y arraigos, había olvidado de ocuparse de su pujante espíritu. Una misteriosa nostalgia invadía su ser, como si fuesen recuerdos de otra piel. Quizás añoraba los tiempos de niñez, juventud y libertad en las fragantes pasturas de Epidauro y, de alguna manera, Safo estaba allí para recordárselo. La bella Melisa, de vastos encantos, había contenido y depuesto sus propios deseos por mucho tiempo, por lo que éstos, dulce y lentamente, se manifestaban llameantes en su interior. Así, el cascarón comenzaba a agrietarse.

II

Además de Melisa, que a todas superaba en edad y belleza, y de Safo, de irresistible y numinosa figura, al grupo de mujeres lo integraban cuatro sacerdotisas oficiantes en los templos de Ártemis, de Hera, de Afrodita y de Cibeles; tres altas cortesanas; y el resto de doncellas, novicias de Safo, que la rodeaban como un enjambre de abejas rodea a su reina. Entre ellas se encontraba esa tarde Irana, un poco más distante y austera que de costumbre. Durante el último año, Safo, aún joven y sabia, había impartido hacia todas ellas las raíces del conocimiento que atesoraba su magisterio. Ya habían atravesado todas las estaciones del año, y habían crecido y florecido a través de ellas. Habían aprendido sobre el don de las Musas y, en este término, cada una de ellas debía consumar su Iniciación. En virtud de celebrarlo, la poetisa y sus alumnas llevarían a cabo, primero, una kallisteia y, concluyendo, el Ritual de Coronación en la Gruta Sagrada. Se dispusieron entonces a seguir el cabrilleo de aquel estrecho arroyo hasta llegar cerca de la bahía del mar, cuyas olas rompientes ya oían a lo lejos.

Las rocas del terreno comenzaban a revelarse cada vez más voluminosas y escarpadas. No obstante fluía perpetuo el curso del agua, abriéndose paso entre las piedras, creando zonas de musgo y algunas pendientes resbaladizas. Los resplandores del sol vespertino iluminaban los pasos de las mujeres y podían vislumbrar como aquél caudal culminaba abruptamente, penetrando entre las caprichosas rugosidades de tres enormes piedras convergentes. La acción del paso incesante de los siglos, eones tal vez, había horadado y erosionado las paredes rocosas, y debieron descender con ciertas precauciones por la pendiente de vegetación colindante que se extendía hasta la playa. Rodearon los muros naturales de porosa piedra caliza que convergían ahí abajo conformando el pórtico de una magnífica y antiquísima gruta.

Por allí se adentraron las mujeres y pudieron contemplar desde su interior cómo aquel modesto caudal se convertía en una cortina de agua y musgo que se derramaba centelleante, como un manantial, sobre el muro de fondo de la gruta. Más sorprendente aún, un gran manzano florecido se erguía como por acción divina desde ese mismo suelo, nutricio quizás de aquel cauce, pero ciertamente aquél árbol parecía ser un prodigio ajeno a ese lugar. El clima ceremonial que reinaba en las entrañas de aquella caverna parecía estar preparado con antelación. Algunos sirios y braseros ya estaban encendidos en los rincones de la cueva; sus tenues resplandores oscilaban sobre las paredes calcáreas, develando sus texturas y colores. El efecto lumínico producía que los minerales incrustados en la roca —hierro, obsidiana, turquesas, zafiros, cuarzos— desprendan destellos de su brillo cada ciertos intervalos. Incienso y mirra humeaban dóciles desde algunos altares de piedra natural, purificando la atmósfera rústica de aquella gruta. Todo sonido —chispa, goteo, fluido o murmullo— se amplificaba rebotando por los muros contingentes. Coronaban aquél habitáculo algunas rocas salientes, que los eones y sedimentos transformaron en estalagmitas. A la hora estipulada, el esplendor de un haz de luz penetró de forma oblicua desde un orificio de la amplia bóveda rocosa iluminando aquél místico manzano en su pequeño montículo de hierba. Lo circundaban las aguas de un playo caudal, que a través de un estrecho drenaje discurría entre los pies de las féminas y se perdía hacia el exterior de la gruta, hacia la mar.

—¡Invocamos a las Hespérides, oh Ninfas del atardecer, a que velen por nuestra estadía, osando entrar en esta Sala Sagrada! —Profería Safo mientras abría sus brazos y se dirigía hacia un camastro con varios cojines y escabeles ubicados detrás de aquél árbol sagrado, sobre bellas alfombras de factura oriental desplegadas en la húmida arena.

En aquel espacio sagrado Safo congregó a sus discípulas, sacerdotisas y huéspedes, e iluminó el antro encendiendo un gran brasero. Mientras tanto, Hárpalo y sus hombres habíanse quedado en guardia en la boca de entrada a la gruta, hallándose de cara a la mar y ciertamente maravillados por el cabrilleo azafranado que resplandecía sobre la bahía como gigantescas trazas de aceite.

El fuego del brasero y la luz penetrante alumbraban un luengo altar de piedra, en donde yacían exuberantes guirnaldas y coronas florales, telas, vestidos, perfumes, pigmentos y varias preparaciones para decorar sus cuerpos y rostros. Instigadas por su maestra, cada una de las doncellas procedió con alborozo a desvestirse y a probar sobre sus pieles los distintos atuendos y maquillajes a su alcance. Eran las mismas prendas que sus propias manos habían confeccionado en invocación a las Gracias durante el ciclo anual de iniciación. Las combinaciones les resultaban sumamente hermosas; había suficiente pompa para adornar siete veces a cada una de ellas. Una vez arropadas de gran fasto y boato, Safo procedió a llamarlas por su nombre, seguido de su epíteto de gracia.

—¡Anactoria, de hermosas hebras!…

Se acercó la joven aludida, risueña y cabizbaja hacia su maestra. Ésta la acogió entre sus brazos y procedió a atar sus crespos cabellos con una cinta púrpura. Anactoria tomó una de las manzanas del árbol, la purificó en el agua, colocó el fruto en una cóncava bandeja de plata que yacía sobre el altar y se dirigió hacia los cojines y alfombras a esperar por sus compañeras.

La siguiente en pasar al frente fue su pupila preferida, Athis, de olímpicos timbreos, a quien le otorgó el premio a la voz más dulce y encantadora, y enlazó la cinta consagratoria adornando el contorno de su cuello. La sonriente Athis procedió de igual manera que Anactoria, depositó el fruto y se unió a ella, esperando con ansias a las demás. Así pasó en tercer lugar Arqueanasa, de pupilas fogosas, quien fue coronada por ostentar la mirada más profunda y cautivante, y la poetisa procedió a vendar sus ojos con la tela purpúrea. Luego Mnasídica, de pechos melifluos, acudió al llamado de su maestra. Safo la tomó con delicadeza por ambos hombros, desató los lazos que prendían ahí sus vestidos y dejó expuestos sus senos turgentes, que gravitaban airosos como dos lustres esferas de exquisita simetría para el deleite y las risas contenidas de las presentes. Procedió a cubrir la rosácea aureola de sus pudorosos y erectos pezones con la fina cinta púrpura, y atóla en el centro de su espalda desnuda. Mnasídica tomó el fruto, lo purificó, lo depositó sobre aquella bandeja de plata y se unió a las otras tres núbiles. Así las sucedieron Citarea, de níveos brazos; Deyanira, de esbelta cintura; Góngula, de bellísimas nalgas; Mika, de finas muñecas; Polianasa, de tersos hombros; Lisímaca, de carnosos muslos y; Targelia, de refinadas manos de ébano. La última en pasar sería Irana.

—Irana, de lozanas mejillas…

Safo tomó la cinta consagratoria y se detuvo frente a ella. Durante unos tensos segundos la escrutó con los profundos pozos de sus enormes ojos y, transformando su expresión, suprimió su sonrisa omnipresente.

—Oh Irana… ¡Qué has hecho!

Temblorosa, la joven evitaba mirarla a los ojos y su rostro ruborizado palideció súbitamente. Con su mano izquierda Safo sostenía a la joven, casi con rudeza, por sus lozanas mejillas, impidiéndole esquivar su hechizante mirada, y con su derecha fue descendiendo por su abdomen hasta su regazo. Levantó sus faldas y con la yema de sus dedos palpó los labios de su entrepierna. Sacando su mano la señaló y procedió a denostar a la joven mediante un tono que oscilaba entre la pena y la ira.

—¡Infiel! ¡Has profanado tu Iniciación! ¿Con qué sangre pueril, oh Irana, de lozanas mejillas, has de haber mezclado tu carne? ¿Qué nuevos infortunios pretendes seguir acarreando a tu ruín familia? ¿Acaso una amonestación no ha sido suficiente?… ¡Afrodita te maldice! ¡Huye pronto de aquí, indigna! ¡Antes de seguir infectando esta divina morada con tu indecorosa y vana presencia!

El espurio dolor que manifestaba Safo en nada se comparaba con la angustiante humillación que invadía al tierno corazón de Irana, provocando que pesadas lágrimas comenzaran a brotar desde sus ojos, derramándose como lluvia en canto de piedra por sus lozanas mejillas. Incapaz de soportar semejante vejación ante los ojos de sus compañeras, Irana rompió en amargo llanto y corriendo escapó de aquella gruta, sin tener cierto rumbo.

Safo daba la espalda hacia las demás discípulas mientras la observaba marcharse. En su mente se entretejían intrigas y sospechas que hacían tambalear sus cabales. Un cierto ardor de venganza y rencor quemaba lentamente su pecho, y sus ojos se tornaron salvajes, pero volvió a doiminar sus mientes en pos de mantener intactos los procedimientos rituales de su magisterio.

—¡Oh, mal de mi agrado se los digo, mis adoradas aprendices, pero esto ha de ser para mejor! ¡Se trata de un dulce agüero de Afrodita que ahuyenta los males!… ¡Así lo dictan los sagrados misterios! Para proceder en fecunda Iniciación, toda impureza debe depurarse… Así como debe extinguirse la nota disonante, siendo ésta la cizaña de un coral glorioso; pues aquí, hoy, sólo las mejores han de quedar…

Sus planes parecían haber cambiado súbitamente. La poetisa lanzó una mirada hacia sus altas sacerdotisas. Éstas comenzaron a elevar plegarias a Afrodita, mientras arrojaban al fuego diversas ramas de hierbas aromáticas que se convertían en un humo voluminoso, manteniéndose suspendido en el aire ausente de brisa o correntada. Una de ellas comenzó a rodear en círculo a las féminas y desde un ánfora vertía sobre la arena sorbos de un líquido negro y espeso, que parecía ser sangre de tórtola.

Al amor de la lumbre, Safo ofreció a Melisa la comodidad privilegiada de aquel diván enfundado en escarlatas telas orientales. Allí se recostó entonces la excelsa corintia de curvilínea figura, observando el ritual conmovida en el ánimo, pero ciertamente fascinada por las bellísimas facciones consagradas que ostentaban las jóvenes restantes de la kallisteia.

III

La poetisa se hizo a un costado, se quitó su peplo para revestir su piel con una holgada sobreveste de tela de gasa, translúcida y de tinte púrpura, y alrededor de su cintura prendió un ceñidor bellamente labrado en plata y cobre. Vendó casi la enteridad de sus brazos con la cinta sagrada, pintó con un hollín oscuro las cuencas de sus ojos y procedió a esparcirlo por sus sienes. Aquel ungüento fulguraba perlado a la exposición lumínica, exaltando aún más sus hechizantes luceros negros. En ese aspecto compareció ante las jóvenes, y así les habló:

—¡Mis entrañables pupilas, abejitas adorables, fieles siervas de las Musas! El corazón se me parte de sólo pensar que nuestros días en compañía pronto llegarán a término… ¡Pero un flamante regocijo me invade el pecho al pensar en sus bienhadados senderos! Porque las he visto florecer a la par con las estaciones, y hoy las veré renacer… La mayoría de ustedes asistieron al Ritual de las Libaciones y podrán ser dignas sacerdotisas de nuestros templos y santuarios. Otras serán esposas de nobles varones, otras serán princesas en sus tierras, otras serán futuras madres de los gobernantes que vendrán… ¡Pero jamás olviden cuánto las he amado! Siempre encontrarán el tesón de mis hombros y mis brazos abiertos hacia ustedes. Cada una, mis adoradas, posee virtudes únicas que deberán cultivar. Comprobarán que existen múltiples misterios en este vasto y mágico mundo; por cada flor mora uno… Y quizás algún día lleguen a integrar el círculo de Las Rosas de Pieria. Hasta entonces habrán de guardar esa cinta con celo en sus espíritus, pero la materia, primero, debe extinguirse para que pueda trascender…

En ese momento la poetisa se aproximó a Arqueanasa. La tomó por sus manos, la acomodó a su lado y le susurró al oído unas palabras privadas.

—Arqueanasa… Un fuego esmeralda he visto ardiendo por debajo de tu piel. Los sabios magisterios de Hécate, la diosa de ambivalente mirada, esperan por tus dones.

Probó sus labios, desató la cinta de sus ojos, la soltó sobre el fuego voraz del brasero y le ofreció morder una de las manzanas purificadas.

Al instante, las sacerdotisas añadieron al fuego aquel polvo mistérico que teñía las llamas de tintes carmines. La humareda comenzó a esparcirse por la gruta conformando espesas cortinas de humo opaco que causaban ciertos efectos de sopor al discurrir brumoso entre las jóvenes mujeres.

—¡Procedan de igual manera y acudan con alborozo al festín sagrado de Afrodita! ¡Que con su eterna gloria y belleza ha bendecido nuestro hado! —Proclamaba la poetisa señalando hacia las alfombras, camastros y cojines—. ¡Consuman el fruto purificado y manifiesten el Amor incorpóreo entre sus iguales! ¡Fúndanse en la pureza de sus cuerpos, déjense abrazar por el aliento plateado de la Diosa y renazcan como mujeres sabias!

Así convocaba a sus núbiles novicias por su nombre, las besaba con pasión y presagiaba futuros posibles para ellas. Las más avezadas en el arte eran incentivadas a cultivar el don de las Musas; a otras las encomendaba a las Gracias; otras a los sacerdocios divinos de Hera; otras a los misterios de Cibeles; y a las más austeras las instigaba a ser guardianas del fuego sagrado de Hestia. Así todas ellas mordían el fruto y se iban reuniendo al amparo de aquél místico manzano florecido. Apoyados entre sus raíces, sobre la hierba yacían liras, flautas de pan, crótalos, oboes, jarras y cráteras de vino.

Las jóvenes quemaban sus cintas rituales en ofrenda votiva y se unían a sus hermanas iniciadas. Aquella extraña niebla corpórea las envolvía. Su aroma era, por momentos, dulce como la miel y tan intenso como el añís. Como efecto inmediato las inducía a un estado soporífero, por lo que algunas jóvenes simplemente yacían sobre los regazos de otras. Pero transcurridos unos pocos minutos sus ánimos desbocaban en un huracán desenfrenado, un estallido incontenible de liberación. Y así comenzaban a danzar, a cantar, a acariciarse y a puntear los instrumentos en comunión. La poetisa se hizo un lugar entre el diván donde se hallaba Melisa, y a sus dos jóvenes sirvientas las instigó a sumarse a la celebración. Mientras tanto, la misteriosa bruma se hacía más densa, difuminando la visión sobre todo lo que ocurría detrás del velo. Melisa había inhalado aquél humo suficiente tiempo y de repente sus dedos se encontraban estrujando las telas y los cojines, descargando los deseos latentes e incontenibles de los instintos primarios. Ahí junto a Safo, algunas palabras, dirigidas hacia nadie en concreto, escaparon de su boca: «Ciertamente. Son hermosas.»

—Ay, Melisa, bellísima crisálida, si tuviera yo que ataviar tu deseable figura con esta cinta sagrada… ¡Ah!… No sabría ni por dónde comenzar… —Así le habló la poetisa, instilando el deseo por los ojos y aproximando su rostro al de ella, mientras le hurgaba con la yema de sus dedos sobre la endeble carne de los labios.

Sin más vacilación, Melisa se abalanzó sobre Safo y probó el sabor de la dulce miel de su boca. Habiendo caído bajo los hechizos irresistibles que tentaban sus bajas pasiones, la tomó por sus manos y las posó sobre su pecho. Se encogió de hombros, de modo que el vestido desnude su busto, y de la misma forma, atravesándola con sus luceros, Safo se desnudó el torso; ambas se estremecían al rozar el filo de sus pezones. Cobijadas por los muros de niebla, la maestra procedió a seducirla con besos y caricias de artera sensualidad, despojándola toda de prendas y amordazándole casi toda su esbelta figura con la cinta púrpura que extraía de sus brazos. A la par, un tórrido huracán sensorial crispaba la enteridad del cuerpo de Melisa. Así ella se liberaba, mientras la cáscara se partía.

La música, los coros y los gemidos confusos crecían en intensidad y sus ecos retumbaban hasta la boca de aquella gruta, donde se encontraban guardando los hombres de Periandro. Habían visto a Irana salir abrupta, llevando consigo un llanto desconsolado, y la vieron perderse entre las orillas de doradas espumas. Luego de titubear unos momentos, algo extrañados y curiosos de la celebración, decidieron adentrarse en la caverna. Hárpalo tomó la delantera. Una de las sacerdotisas de Safo advirtió aquella acción y lo notificó a la poetisa, que se hallaba en trance íntimo con Melisa, recorriendo en tacto su cuerpo, pellizcándole con los dientes y labios la piel que recubría el pliegue de sus orejas. La poetisa entonces sonrió y susurró al oído de su nueva amante:

—El kairós se ha revelado, Melisa. En breve podrás atestiguar la sabiduría de este Magisterio y, con ella, la arrasadora fuerza divina que mueve nuestro Amor. «Los hados, a veces, se definen por sutilezas»…

«Gorgo; Andrómeda…» La poetisa mandó sus dos más altas iniciadas a interceptar a los hombres. De alguna manera ambas ya sabían cómo proceder. Traspasaron el muro de humo con sus cuerpos desnudos y abrumaron en seducción a los dos guardias de Hárpalo sin que aquél lo note, haciendo caso omiso a sus amenazas y gestos, pues la gracia de Persuasión las ungía. Escamotearon sus armas y las depusieron en el suelo, los enlazaron con sus piernas y abalanzaron sus carnes sobre aquellos. Mientras tanto, el robusto Hárpalo seguía avanzando por el lóbrego antro hacia la misteriosa niebla. De aquella gloria humeante surgió Safo, toda desnuda de torso y con sus enormes ojos oscurecidos por el hollín. ¡Tanto se asemejaba ella a una diosa lunar! Pues entre los dedos portaba un ritón de plata de exquisito tallado, con la forma del cuerno de la luna y repleto de dulce vino, que ofreció al corintio. Aquél desenvainó su espada y exclamó:

—¡Guardias!

—¡Ay! Me temo que no podrán oírte —contestó Safo, temeraria y exhibiendo su faz más cautivante—, pues están siendo muy bien agasajados…

Hárpalo giró el cuello y pudo observar a sus hombres a cierta distancia siendo montados salvajemente por aquellas fragorosas mujeres. Y mirándola nuevamente, así increpó a la poetisa:

—¡Cabellos de sierpe! ¡No beberé aquello que me ofreces, ni aunque arguyas que se trata del néctar de los dioses o de la mismísima ambrosía!

—Oh, bello corintio, ciertamente jamás has oído hablar sobre las eximias y deliciosas vides que regala el suelo de Lesbos… ¡Evohé!

En un gesto procaz, Safo posó el ritón en sus labios y bebió un extensísimo trago de vino que terminó derramándose por sus comisuras, como si sus intenciones fueran las de convencerlo que ningún mal contenía tal brebaje. Al concluir lo miró con ojos furiosos y exhibió un ostensible gesto de placer. Escanció otro tanto sobre sus clavículas y busto. Se lo esparció con los dedos en redor de sus erizados pezones, y el fuego ya rutilaba sobre la abultada piel de sus pechos.

—¡No juegues tus trucos conmigo, hechicera!

—Oh, me sobrevaloras —se ruborizó en risas—. No es en lo más mínimo lo que dicta mi ánimo… No será esta humilde poetisa quien hoy te posea…

Entre palabras, replicatos y miradas, Safo sonreía dando suaves pasos hacia atrás. Ignoraba con dolo el filo de su espada cual si fuese el mero juguete de un infante mientras Hárpalo avanzaba sobre ella. Así lo arrastraba hacia su místico reino de niebla plateada: la presa incauta iba adentrándose en la madriguera de la loba. El corintio oía la música y los gemidos aplacibles. Y con los ojos humedecidos, de repente soñolientos, observaba a duras penas el paisaje de tiernas pieles femeniles entrelazadas que acontecía a sus anchas. Sin dejar de escrutarlo, la poetisa se detuvo y libó el vino sobre el abdomen de Melisa, que allí yacía recostada en profundo éxtasis, envuelta parcialmente en la tela purpúrea. Safo comenzó a rodearlo, y así le habló, con extrema lisura:

—Te miro a tí… Veo dentro tuyo, descendiente de Diomedes… y cada vez te veo más parecido a los dioses. Lo que siempre has deseado, bello y noble varón, lo tienes al alcance de tus manos y de tus labios. El divino Hímeros ha soplado su corazón y ha infundido la flama inextinguible del deseo. Ningún hombre podrá observarles… —Por debajo de las piernas, con el tacto de sus dedos estimulaba la virilidad del corintio—. Quizás desees desenvainar otra cosa, además de tu espada… Pues ambos están siendo felizmente abrazados por el dulce hálito de Afrodita. ¡Bebe del néctar y consuma esta unión entre los lazos furtivos del Amor! —El tono de su voz se dividió y se tornó imperativo, como si la diosa hablara a través de ella.

«Oh, Melisa»…

Susurró Hárpalo quebrando su voz al contemplar el candor de su desnudez. Se prosternó ante ella y tembloroso se tumbó sobre la reina, sucumbiendo a los efectos de la intensa humareda, relamiendo el vino que discurría por los purpúreos ríos de su ardorosa piel.

Así se sumieron Hárpalo y Melisa en apasionada unión carnal, y Safo se regocijaba en cánticos al contemplar los milagros de su Olimpo, adonde las voluntades más férreas e inquebrantables acudían como moscas y caían doblegadas ante los veredictos de su inmenso e irresistible poder.

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