¡Yo acuso…!

¡Yo acuso…!

Meri Palas

09/03/2025

¿Cuántas veces aceptamos la exclusión
disfrazada de inclusión?


¡Yo, acuso…!

Yo acuso a la normalización de la exclusión, que hace que en cada evento, en cada celebración, haya personas que son invitadas, pero no realmente consideradas.

Yo acuso a la hipocresía, que disfraza la indiferencia con un “seguro que encontramos algo para que haga”, cuando la realidad es que su participación nunca fue una prioridad.

Yo acuso a la comodidad, que convierte cualquier intento de hacer las cosas más justas en un problema, en una incomodidad que “complica todo” y que siempre parece exigir demasiado.

Porque esto no pasa solo en un evento.

Pasa en el trabajo, en las reuniones sociales, en las escuelas, en cualquier sitio donde la inclusión es más una palabra bonita que un compromiso real.

Invitar a alguien no es incluirlo.

Permitirle estar presente no es garantizarle el derecho a disfrutar como los demás.

Se organizan planes, fiestas, actividades, siempre bajo la idea de que son «para todos», pero no lo son.

Porque hacer sentir parte del grupo a quienes tienen necesidades diferentes nunca es prioridad.
Porque garantizar que su presencia tenga el mismo valor que la del resto no merece alterar el plan.
Porque pedir que se cambie algo es ‘molestar’, ‘complicar las cosas’ o ‘crear problemas’.

¡Qué digo pedir! Simplemente preguntar.

Preguntar si realmente pueden participar.
Preguntar si hay opciones para que disfruten como los demás.
Preguntar ya es demasiado.

Porque preguntar implica que alguien tiene que pensar en ellos.
Y pensar no estaba en los planes.

¡Hay tantas cosas que organizar!

Que se adapten.
Que no fastidien.
Que no lo hagan más difícil.

Si hace calor, nos jodemos todos.
Si hace frío, también.
No importa si tu cuerpo no puede regular la temperatura como el resto.
No importa si puedes acabar en el hospital.

Porque, vamos a ver, ¿seguro que no te lo estás inventando para llamar la atención?
Que siempre hay alguien «especialito».
Que siempre hay alguien con «peros».
Que esto es una fiesta, no un hospital.

Venga, venga, menos rollos.
Deja de poner pegas a todo.
Si no te gusta, pues no vengas.
¡Que esto es para que todos nos lo pasemos bien!

Y así es como funciona la discriminación normalizada.

Duele.

Duele ver que alguien se queda al margen mientras los demás siguen adelante sin mirar atrás.
Duele saber que si intentas cambiarlo, te tacharán de conflictiva.
Duele asumir que, para muchos, la inclusión es un gesto de buena voluntad y no un derecho.

¿Qué opciones tienen quienes viven esto una y otra vez?
¿Callarse para no incomodar?
¿Reírse con los demás y fingir que no duele?

¿Denunciarlo? ¿A quién?
¿Quién protege a los discapacitados cuando ni siquiera se reconoce que hay un problema?

¿Qué se supone que hagan?
¿Que lo cuenten en redes sociales?
¿Que se desahoguen con sus amigos?
¿Que pidan a una IA que les ayude a canalizar la frustración?

Qué impotencia.
Qué jodida impotencia.

Y lo peor no es que esto está pasando.
Lo peor es darme cuenta de que yo también soy una de las excluidas.
Que puedo ver con claridad cuando discriminan a otros, pero cuando me discriminan a mí, lo acepto sin darme cuenta.

Porque yo también lo he normalizado.
Porque también me han enseñado que no merece la pena luchar por ello.
Porque también me han repetido que es mejor no incomodar, no quejarse, no hacer ruido.
Porque en el fondo, sé que si intento cambiarlo, quejarme, gritar, el problema no será la injusticia, sino mi actitud.

Y sigo mirando hacia otro lado.
“Gracias por la invitación, pero al final no podré ir. ¡Espero que lo paséis genial!”
Una y otra vez.

Pero hoy no quiero callarme.

Porque el problema no somos las personas excluidas.

El problema es la sociedad que decide que la inclusión es un favor, y no un derecho.

Esta vez, aunque sea con palabras, yo acuso.

Que suba al estrado la primera acusada.

Meri Palas, yo te acuso.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS