Creía haber alcanzado la metáfora que describía a la perfección su comportamiento: cuando él escribía, lo hacía porque el gesto era el de la sutura. Cada palabra en el texto era un punto del hilo y cada vez que sus dedos tecleaban, la aguja volvía a perforar la carne para enmendarla. Lo de menos era lo que se escribía, habían palabras que apretaban más el nudo, sí, pero todas suturaban. Era el gesto lo que reclamaba el poder de curación. Sin embargo, la sutura también deja una marca, una cicatriz: el recuerdo de que algo sucedió. Por tanto: no hay sanación plena. Por más que escribiera, no podría volver a un estado previo de las cosas. Lo irreversible de la herida no está en que quede abierta: sino en que deja una huella.

La huella: es por eso que se escribe y se escribe, y no se puede parar, pensaba él. Porque el deseo de la curación completa siempre estará en mente y, sin embargo, nunca llegará. La reparación implica una rotura. La sutura aliviará el momento de la encarnación de la herida, pero, a la vez, dejará testimonio de la misma. El testimonio que se alimenta con el recuerdo. El recuerdo que no cesa ante la mirada atenta de la huella. Y así: una y otra vez. En la repetición continuará el anhelo sanador y la impotencia de ver la carne que se perforó. Una carne que ya no es la misma y que, sin embargo, se siente igual. Ser lo mismo y diferente, de eso se trata: escribir es, siempre, recrear el gesto de la sutura.

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