Marianne tiene que admitir que está perdida. Pero no le importa. La idea de perderse en su lugar favorito la fascina. Le encantan los bosques.

No conoce el nombre de los árboles, pero por lo menos sabe que son coníferas. Los troncos son esbeltos y presentan unas cortezas rojizas y cuarteadas tras las que se oculta la auténtica madera. Las ramas sobresalen erectas, como delgadas falanges empenachadas de vegetación, y más arriba todas entretejen una red verde oscuro horadada en mil puntos por el azul intenso del cielo. El sol se pasea por su cénit, perfora las copas y resbala por los hombros de Marianne mientras ella avanza gozosamente sin rumbo. El calor del verano también ha llegado a su cumbre y sólo es soportable entre las sombras rotas del bosque. El suelo es una ondulación alfombrada de agujas de pino. Las piñas se encuentran cada dos pasos, con sus escamas más o menos abiertas.

Marianne mira en derredor dando una vuelta completa sobre los talones y comprueba que en todas direcciones el horizonte es una confusión de árboles. Decide seguir adentrándose sin pensar de dónde ha venido. Está perdida en la Costa, no en medio de las Pampas ni en una montaña. Sabe que, si sigue andando, tarde o temprano saldrá a una de esas calles de arena apisonada y humedecida por los camiones regadores, con aisladas casonas de lujo a los costados, o se encontrará en los confines de alguna espléndida cancha de golf. Además, todavía falta mucho para el atardecer.

Para aplacar cualquier duda y sentirse libre por completo, deja de caminar y se recuesta sobre el colchón de agujas de pino. Permanece así, tendida de brazos y piernas, con los ojos cerrados, el pelo derramado en torno a su cabeza y el pecho subiendo y bajando con lentas respiraciones. No se oye un auto, ni una persona, ni un celular. El único ruido es el lento crujido de algún árbol que ha perdido su sustento y se mantiene en pie a duras penas apoyado contra el tronco de su vecino. A este sonido casi lo imita el picoteo distante y pausado de un pájaro carpintero. Y más a lo lejos, tal vez por el cielo, otras dos aves sin nombre se cantan una a la otra.

Hace ya un año de la última vez que Marianne ha estado aquí. Cada verano pasa sus vacaciones en este sitio. Y cada vez que llega aquí, recibe esta misma lección de paz impartida por la Naturaleza. Luego tiene que volver a su vida en la ciudad, y entonces siempre parece olvidar la enseñanza. Vuelve a levantarse a las puteadas a las siete para ir a trabajar en ese detestable call center, vuelve a pasarse semanas enteras estresada y encerrada en la misma oficina, con sólo quince minutos diarios para almorzar e ir al baño; vuelve a hacerse adicta a su celular en su escaso tiempo libre y a odiarse por ello; vuelve a ahorrar y a darse cuenta de que la plata le alcanza sólo para mantener a sus gatos y comprarse el pasaje de micro para la Costa, y entonces… vuelve a este sitio y la Naturaleza le imparte su eterna lección sobre la sencillez con la que una puede ser feliz.

Claro que también tiene su cable a tierra en la ciudad. Lo encuentra en los animales y en las plantas, o en cualquier ser vivo que no ande sobre dos patas y le diga lo que tiene que hacer. Siente una conexión especial con los animales. Tiene a sus dos gatos (que la anciana vecina del departamento de al lado se está encargando de cuidar mientras ella disfruta sus vacaciones) y a veces cuida a otras mascotas que con demasiada frecuencia aparecen abandonadas en la calle, hasta que sus contactos de los grupos de rescatadores se las llevan para entregarlos a algún hogar. Por eso, siente que esta lección anual que recibe en el bosque también es una suerte de recompensa, un reconocimiento por seguir luchándola, por seguir buscando la felicidad y el amor donde todo se muestra gris e insensible.

Cuando se reincorpora, algo la hace mirar hacia su derecha. Hay un gato gris que la está observando fijamente con unos ojos verdes de mirada agudísima. Marianne lo admira por un momento, luego le tiende una mano y mueve los dedos, pero el gato, parado sobre sus cuatro patas, con un aspecto medio asilvestrado, no le hace caso y se limita a responderle con un maullido que busca llamar su atención. Sus ojos verdes también quieren atraerla, y su mirada transmite una cierta urgencia. Marianne reconoce esa actitud. Tiene que ser un pedido de ayuda. El maullido más parecido que recuerda vino de una gata sucia y raquítica que la había interceptado en la calle y no quería dejarla ir; Marianne la siguió por donde la gata quería llevarla y al final llegó a una casa abandonada donde el animal había dado a luz a ocho mininos débiles y hambrientos que estaban al borde de la desaparición.

Este es un macho. Puede percibirlo por sus rasgos y por la gravedad del maullido, pero de todas formas el animal está pidiendo su ayuda. Ella lo sabe, simplemente sabe que es así.

Entonces Marianne se pone de pie.

El gato reacciona con prisa a sus movimientos. Se gira sobre las cuatro patas, vuelve la cabeza por un instante para clavar su aguda mirada en Marianne, maúlla otra vez como para apurarla y empieza a andar, llevándola a donde la necesita.

Mientras sigue al gato a unos cuantos pasos de distancia, Marianne percibe que van torciendo hacia la izquierda. Guiándose por la procedencia del sol, supone que están dirigiéndose hacia el oeste, más o menos de espaldas a la costa, alejándose cada vez más de la urbanización y aproximándose a la ruta, o a la nada. A cada tanto, el gato se detiene y mira hacia atrás como para asegurarse de que ella no ha perdido el interés en seguirlo, pero ¿cómo puede ella no interesarse por la vida de un ser que podría estar en peligro, máxime cuando ella debe ser la única persona en kilómetros en la que este gatito puede confiar?

Poco después, Marianne empieza a divisar un claro. La están llevando de vuelta al laberinto de calles de arena. Y en efecto, unos veinte metros más adelante sale a un camino, aunque este tiene un aspecto mucho más descuidado que el de las calles por donde pasan los camiones regadores. Mira a un lado y a otro y no ve ni una sola casa. En frente, vuelve a imponerse una selva de coníferas, y a los costados el camino parece nacer y morir en el bosque. Ahora empieza a sentirse perdida de verdad. Siente que ha llegado a lo que puede llamarse un sitio remoto, que poca gente ha visitado. Ha llegado al límite donde una deja de sonreírle a la Naturaleza para mirarla con respeto.

El gato vuelve a maullar, como si le llamara la atención por distraerse. Está parado en medio del camino, medio vuelto hacia ella, y la mira fijamente, ya no con urgencia, sino con una mirada más cauta, que parece leer los pensamientos. Pero qué pavada, los gatos no leen el pensamiento, sólo pueden leer el lenguaje del amor, y el amor es lo que lo ha llevado a pedirle ayuda. Hay un ser que está en peligro y necesita ser rescatado.

Marianne pone un pie en la calzada, y el gato se le adelanta cruzando el resto de la desusada calle en diagonal. Se dirige a un cerco bajo de ladrillos que se hallaba medio escondido entre un montón de pasto crecido. El cerco, paralelo a la calle, delimita una propiedad y está interrumpido por un espacio vacío donde asoman los goznes de alguna puertilla arrancada. El gato dobla por este vacío y por un momento queda oculto.

Mientras Marianne va cruzando el camino, aparece una casa que ocultaba un árbol de la propiedad. Es una casa pequeña y con aspecto de abandonada. En las paredes blancas resaltan unas espantosas manchas de suciedad. El tejado clásico parece a punto de derrumbarse. Las ventanas del frente se muestran tapiadas con unos maderos que se hallan remachados con clavos oxidados. La puerta, que encaja simétricamente en el espacio vacío del cerco cuando Marianne llega hasta ahí, no tiene el picaporte, y está pintada del mismo blanco de las paredes, como si quisieran camuflarla. Pero la escena no la extraña ni la intimida, porque es casi una reproducción del día en que ella rescató a los mininos de aquella casa abandonada en la ciudad. Tampoco debería sorprenderse, sabiendo que los rescatistas de animales se encuentran con estas situaciones casi todos los días.

Está en propiedad privada, pero nadie debe estar en casa, no deben estarlo desde hace tiempo. Aguarda un instante, temiendo que algún perro oculto pueda salirle al encuentro, pero la soledad de muerte del lugar la persuade de seguir adelante sin mucha más precaución. El patio de la casa está plagado de malezas y ni siquiera tiene un sendero de entrada o algo por el estilo.

El gato camina por el pasto crecido hacia la puerta y la abre empujándola con el hocico. Lanza un último vistazo hacia atrás, y la mirada que dirige hacia Marianne ya ni siquiera busca los ojos de ella, sólo vigila su presencia.

La puerta queda apenas entreabierta. Por la rendija escapa un leve olor a podrido, un olor a muerte. Marianne arruga la cara en una expresión de asco. En su mente aparece el retrato de una fila de criaturas ya no hambrientas y quejosas, sino tiesas, informes y medio devoradas por los insectos. Empieza a retroceder, rechazando la idea de ayudar, que de repente se transforma en una idea perturbadora. El olor que sale de esa casa es casi maligno.

Está a punto de volverse a la calle cuando la puerta se abre de golpe, con un violento empellón. El hombre que sale por ella es enorme, gigantesco. Marianne tiene que plegar la nuca para verlo a la cara. La cabeza del hombre está completamente rapada y es como una cabeza humana encajada en el cuerpo de un monstruo. Su rostro está desfigurado en un rictus de perversa emoción. Lleva puesto un delantal grande como una sábana, empapado con manchones de sangre. El gato está posado en uno de sus colosales hombros, acercándole el hocico a una oreja, como si acabara de susurrarle sobre las visitas.

-¿Qué me trajiste, Azu?- el hombre mira a Marianne desde arriba, relamiéndose-. Qué bien. Buen chico. ¡Qué rápido aprendés! Tomá, tu recompensa.

Una manaza manchada de sangre le tiende al gato un jirón de carne cruda. El felino lo atrapa entre los pequeños colmillos y salta al suelo para empezar a masticarlo.

Marianne casi no se da cuenta cuando el monstruo se abalanza hacia ella. Retrocede instintivamente, pero tropieza y se cae de costado al suelo. Cuando comienza a gatear, un brazo del hombre se enrosca poderosamente a su cuello y aprieta con la fuerza de una pitón, asfixiándola al instante. El resto de su cuerpo queda aplastado como debajo de una aplanadora. La manaza ensangrentada sujeta su cabeza atrapando contra la palma toda su cara, de oreja a oreja, como una máscara. Un grito de horror y pánico de Marianne sale completamente ahogado. De repente, la manaza hace girar con violencia la cabeza de la chica.

El crujido que se oye es tan fuerte que a Azu se le mueven las orejas mientras sigue masticando y saboreando su recompensa, sin enterarse de por qué hace lo que le han enseñado.

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