En la ciudad de Vicuña, donde los semáforos padecen un tedio infinito y los perros callejeros se manifiestan en cada esquina, se alza -o quizás se hunde- el consultorio del Dr. Maximiliano Vázquez, un psicólogo de renombre. El edificio es una paradoja arquitectónica: una fachada que aspira a la sobriedad benedictina pero oculta un interior que parece diseñado por un Dalí nervioso, tapices de colores que gritan en lenguas muertas, esqueletos anatómicos ataviados con boas de plumas y un río artificial que serpentea por la sala de espera, poblado por patos de plástico que graznan a pilas, todo un delirio de aspecto ordenado.

Fernando, un hombre de mediana edad y de corazón triturado por un desamor reciente, llega al consultorio con la esperanza de hallar alivio. En su interior, carga una tristeza pesada, como un piano de cola, de plomo. Es recibido por el Dr. Vázquez, un hombre de bigote ponderado y mirada inquieta que parece estudiar a Fernando con la misma curiosidad que un botánico observa una planta carnívora con hábitos veganos.

—Dígame, joven Fernando, ¿qué lo trae por aquí? —pregunta el doctor, reclinándose en su diván adelantándose al sorprendido paciente.

Fernando abre la boca para hablar, pero apenas emite una palabra, el Dr. Vázquez lo interrumpe con un ademán teatral.

—Un momento, un momento —interrumpe el doctor con la urgencia de quien ha descubierto un teorema universal en el vuelo de una mosca—. Antes de que comience, debo compartir con usted una verdad que alterará la geometría de su percepción. Mi esposa, que confundía la metafísica con el pilates, hace unos años, me dejó por un gurú que prometía inmortalidad a través del yoga. ¡Inmortalidad, Fernando! Y yo ni siquiera puedo mantener vivo a un hamster.

Fernando parpadea, desconcertado, pero intenta una vez más comenzar a hablar de su dolor.

—Doctor, lo que pasa es que mi pareja…

—¡Parejas eran las de antes! —exclama Vázquez aún recostado, alzando una ceja—. Una vez tuve un paciente que estaba convencido de que su perro era la reencarnación de su suegra. ¡Un caniche llamado Clotilde! El pobre hombre no podía comer sin que el perro lo mirara con aprensión. ¿Y sabe qué hice? Lo ayudé. Le sugerí cambiar de canino. Ahora tiene un golden retriever.

El monólogo del doctor se extendía como una telaraña, atrapando cada intento de Fernando por expresar su angustia. La sesión transcurre entre relatos absurdos de pacientes, aventuras personales de dudosa veracidad y teorías psicológicas tan extravagantes y poco sólidas que parecerían extraídas de un manual de astrología.

Al final de la hora, Fernando se levanta de su silla con una mezcla de perplejidad y resignación. No ha podido decir nada de lo que lo aqueja, y de alguna manera se siente más apesadumbrado, más ahogado en su dolor.

—Hasta luego, doctor —murmura sin convencimiento antes de salir.

En la soledad circular de su consultorio, el Dr. Vázquez sonríe con la satisfacción de quien ha encontrado su vocación. Para él, la terapia es un arte performático, un espejo que refleja espejos, donde cada sesión es una oportunidad de transformar el dolor ajeno en un espectáculo grotesco que solo él aprecia. Mientras coloca un sombrero de copa sobre el cráneo de un esqueleto taciturno, se promete que en la próxima sesión relatará su encarcelamiento por error en una disputa de ascensor.

Porque Maximiliano y su versión de la psicología transitan ese incierto camino donde la ciencia es sólo prólogo de un libro apócrifo, y la filosofía, al mirarse en el espejo, ve el rostro de un payaso afligido.

Como decía Dalí, en una frase que el Dr. Vázquez citaba con precisión: «Mi locura es sagrada, no la toquen».

Etiquetas: psicología

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