Apenas amaneció, el pequeño saltó de la cama y fue a comprobar si bajo el árbol estaban sus regalos; una vez allí, y luego de constatar con sorpresa su alegría, no pudo comprender por qué Santa Claus no le había despertado para darle sus regalos personalmente, ¡deseaba tanto conocerle! Había aguantado tanto el sueño para no dormirse y esperarle, pero el cansancio le venció camino a este propósito. Pensó que quizás, él, habría sido incapaz de despertarse y no le quedó más remedio que seguir con su ruta, al viejo de larga barba blanca y su trineo.
Meditativo, se acercó a la ventana, ansiando ver aún la estela o algún rastro que le indicara su paso por el cielo, de su querido Santa Claus junto a sus renos mágicos.
De pronto, algo apareció a lo lejos, un punto apenas visible en el azul que lo contrastaba, una luz que se acrecentaba, conforme se acercaba. El pequeño, sorprendido, le brillaron sus ojos de una alegría incontenible que no podía creer, a medida que el objeto se aproximaba velozmente. Comenzó a gritar fuerte, anunciando la venida de Santa. Con su alarde despertó a todos en casa, a sus padres y a su hermana. Lo vio pasar tan cerca, que terminó aterrizando en la planta baja de su casa, donde estalló y destruyó todo a su paso, incluyendo a sus padres que no alcanzaron a escapar de la explosión. Fallecieron al instante. Su hermana, herida pero consciente corrió entre los escombros hacia él a socorrerlo y a alejarlo de la ventana que milagrosamente se conservaba intacta y seguía en pie, con parte del dormitorio. La mitad de la construcción estaba derruida.
El pequeño, aún en shock, seguía mirando el cielo, en absoluto silencio. No podía concebir lo que acababa de ocurrir. Desde aquella mañana, dejó de creer en la navidad y en los milagros. La guerra se había llevado todo, hasta su niñez.
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