Desde que vi a ese potro, inmediatamente percate que no iba hacer una tarea fácil. La musculatura era impresionante al ver ese caballo tan joven, patas venosas y bien formadas, un verdadero caballo árabe, de alucinante compostura distinguida, daba temor al acercarse mucho, pues se sobresaltaba dando fuertes saltos en círculo, queriendo sacarse algo siempre encima de su negro lomo. Todos estaban expectantes por ver el espectáculo de la primera domadura del potranco «Bruno», así le llamaba su dueño don Pedro Vera, por el color negro muy oscuro.

Mientras pasaban las horas, mi nerviosismo crecía, por la desazón de terminar rápido el trabajo de amansar a ese animal que giraba como torbellino, retozando con firmes patadas de sus largas zancas traseras, no había nadie que fuera capaz de montar tal corcel.

Llegó el momento, mi corazón latía con celeridad, me sentía ansioso pero seguro, atento a mi acto de valentía. Entre tres peones toman a «Bruno» por el cuello, entre tanto dos tranquilizan al potro con riendas para tomarlas y subirme de inmediato al lomo del potro. Siento su espinazo húmedo con ese aroma a pelo mojado, no había montura que molestara la suavidad de su pelaje.

No sé cómo tomé esas riendas con tanta fuerza, apretando mis piernas a las ancas de ese endiablado animal que resoplaba por sus fauces, hinchando su hocico de aire al respirar. En eso, escucho una voz surgida del público desde el corral que grita diciendo: “dale Bruno, brinca…”, el potranco queda inmóvil, mirando con esos ojos saltones a su dueño esperando algo que le den, abriendo su hocico mostrando sus grandes dientes y relinchando con mucha gracia. Recuerdo tener azúcar en mi bolsillo del pantalón tomándolo para dárselo, así con alivio acaricio al apacible potro quieto domesticado por la presencia de este domador con suerte.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS