La comunión de la carne

La comunión de la carne

El pibe está dando vueltas por el patio interno del colegio del convento desde hace varios minutos. Está meditando y buscando valor. Su perro lazarillo no se separa de su lado, aunque él camina con soltura porque conoce de sobra el lugar que acostumbra transitar desde hace varios años. Está decidido, pero un temor natural le hace demorar el momento en que, al fin, cumplirá con la obra planeada con precisión. Con precisión infantil, claro. Finalmente, palpando las columnas y paredes, tan familiares a sus manos, busca la puerta de ingreso lateral de la iglesia y entra. Esquiva algunos bancos con ayuda del perro y finalmente se encuentra frente al confesionario de siempre, el más apartado. Él no lo puede ver, pero sabe que es el del extremo más oscuro del oscuro templo.

─Al fin has llegado, hijo, hoy te has retrasado mucho─ le dice el cura, con más alivio por su llegada que enojo por el atraso.

─Sí, padre, es que hoy me he levantado más tarde─ miente el pibe ─Ni siquiera le he dado de comer aún al pobre Sultán─.

El cura está sentado en la silla mayestática del confesionario, con la puerta abierta, mira al pibe que se encuentra de pie frente a él.

─No importa, no importa, vení, acercate, que nunca es tarde para nuestra comunión. Arrodillate acá─ le dice, mientras con sus manos le orienta la cabeza hacia el interior de sus piernas abiertas.

El pibe se arrodilla con la sumisión de siempre, pero con una sonrisa nerviosa, apenas visible, que es la manifestación clara de que hoy será todo muy distinto.

El cura recoge su sotana y entreabre el pantalón, su excitación se mezcla con la culpa que, cada vez más, invade su alma. Le pide a su dios que lo perdone y que le ayude a terminar con el pecado del éxtasis efímero de la carne que, invariablemente, deriva luego en horas de angustia, arrepentimiento y autoflagelación. “Dios, mi Señor, no quiero perder el cielo eterno, castígame acá, en este valle de lágrimas, pero no me niegues el perdón, ayúdame a terminar con esto”, piensa una vez más, en una especie de rezo interior. Pero ahora… ahora no tiene fuerzas para evitar lo que está por hacer con el pibe, de nuevo, como cada vez que lo manda llamar. Una vez más el deseo del hombre es superior a la fe del cura.

─Hijo, acercate más… ─ vuelve a tomar su cabeza: aquí, ¡eso es, aquí!, iniciemos la comunión de la carne, ahora vos y yo seremos uno solo, una sola criatura del Señor, esa es su voluntad.

El pibe obedece como de costumbre; pero, en cuanto siente que su boca es invadida, actúa como lo había planeado y practicado durante semanas: muerde tan fuerte como se lo permiten sus mandíbulas y clava sus dientes sin piedad hasta que surge el sabor asqueroso de la sangre. Así lo había practicado con frutas y carnes, con trapos, juguetes y hasta con su propio brazo. El cura pega un grito y con una patada feroz despega al pibe, que se cae de espaldas. Ocurre todo en un instante: el perro no tolera la agresión a su joven amo, de un salto llega al cura, el olor de la sangre tentadora conduce sus fauces a la entrepierna sacerdotal y de una sola dentellada, precisa y veloz, termina la faena que los dientes infantiles no habían podido completar. El cura ahoga los gritos que surgen de su dolor por el temor a ser oído. Con ambas manos se cubre el sangrado del sexo que ya no tiene y se pone a llorar como un niño. Desea con fervor que Dios lo haya escuchado: piensa, quiere creer que ha comenzado su expiación en la Tierra y no perderá el cielo eterno.

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