El cielo del norte no era tan bello como lo suponía en mis ensueños de adolescente, cuando escuchaba a mi tío hablar de los desiertos y sus horizontes que te aplastaban y te hacían entrar en pánico, sino eras muy acostumbrado a tanta inmensidad natural. Me llamaba más la atención el polvo, ese que se te metía por todas partes y que a cada rato hacía que me tenga que limpiar la nariz. Esa arenosa tierra me frustraba más que el trabajoso andar por las gravillas de las costas de mis playas natales. Nunca pensé que pudiese extrañar algo de mis pueblos vacíos de movimiento, solo el vibrar del viento les daba movilidad a mis recuerdos como para que tuviesen vida de película y no esa parquedad de fotografía. El viento y su limar me llenan el oído de recuerdos y alguna añoranza hace que se me hinche levemente el pecho por algún suspiro que me haga recordar, con menos desprecio, a ese mi pueblito y sus puertos, donde supe ganarme el pan y desperdiciar mi vida o la juventud de esta, por lo menos. Ya el rostro de mi padre se borró o lo suprimí; los cintarazos que me daba seguro ayudaron a eso; la cara de mi madre, la recuerdo, duele que me hayan desparecido de la memoria los sabores de sus ricas sopas, que me calentaban la garganta y me destapaban la nariz; me queda guardada en algún rincón su mirada risueña, una de las últimas mañanas que nos despidió a mí y a mi papá al trabajo, antes de que se llenara la sangre de veneno; ella no pudo borrar los maltratos de ese hijo de mil puta, de su cabeza. Miento, lo único que recuerdo de mi papá son sus ojos perdidos en los míos. Esos ojos eran claros como un mar vespertino limpio, esos que habían enamorado a mi mamá; cuando la tercera puñalada le entró en las vísceras, por fin comenzó a cerrarlos. En las noches, a veces lo sueño, en algunas ocasiones hablo con un fantasma sin cara, en otras, vuelvo a matarlo, algunas pocas es él quien tiene el cuchillo y me asesina, mandándome a un sudoroso despertar; lo que nunca cambia es que no parpadea, aún cuando lo mate mil veces en esos sueños malos, no cierra los ojos, esos colares limpios me siguen persiguiendo, y cuando el sueño se vuelve borroso y sin sentido, sigo viendo esos pequeños focos, una luz azulada que me mira desde lo más oscuro de mis tinieblas.
Ya han pasado los años, desde que hui de mi Patagonia. Supe tener unos hijos por aquí y por allá. No sé bien si algunos llegaron a quererme, no reniego si no fue así: nunca di mucho que amar. No sé muy bien qué me lleva a querer escribir. Pensaré que es por alguna clase de remordimiento. A cada oración me doy cuenta que no sé bien qué es lo que estoy queriendo decir: sí, es remordimiento. No he sido de los hombres más honrados que vivieron este mundo, pero sí me alcanza la conciencia para darme cuenta que matar a mi padre estuvo mal. Debo dudar en los próximos párrafos si quiero lograr algo.
Mi tío se llamaba Jorge, nació unos años después que mi mamá, eran de Jujuy; ella se enamoró y se fue a Chubut, él se quedó a trabajar en el negocio de mis abuelos. A los nonos debo de haberlos visto una o dos veces: no recuerdo ni las personalidades que pudieron haber tenido, menos sus caras. Del tío sí me acuerdo. Yo le comencé a decir Jorge ya entrando en los doce, me sentía muy rebelde por esos tiempos. Él me llevó unas veces a manejar su auto a las playas, también una vez me llevó a pescar. Ese fue todo un evento, ahora que me acuerdo. Le insistí mucho a mi mamá para que me deje ir con él, ella tenía miedo, era pleno junio y el mar se agitaba apenas oscurecía. Él tío siempre se alquilaba un bote cuando hacía sus escapadas para visitarnos. Con un suspiro de resignación y dolor mi mamá me dejó escapar un sí y con desconfianza le dio mil encargos a su hermano: me daba miedo de que en cualquier momento se arrepienta y tire todo para atrás. No recuerdo que haya hecho mucho frío cuando llegamos al atracadero. El bote, en sus amarraderas, mas se mecía cuanto más nos acercábamos. Me dio miedo hasta que asenté el primer paso, después el bamboleo aumento y también mi miedo, abría los ojos grandes y me ponía tieso para que no se me notase: para mí, fue un terror salir de la orilla. Adentrándonos en las aguas todo fue más tranquilo. Me contó de que ahora sin los abuelos nos extrañaba más. Me trato de hacer entender que la muerte era uno de los pasos de la vida, que creía que también era el último: estaba melancólico esa tarde. Se le escapó que no tenía intenciones de seguir con el negocio, después siguió con una confesión que lo hacía notar incómodo. Se sentía dolido porque eso era lo que le encargaron los abuelos: declaraba a unos jueces ausentes que era difícil, pero que era, sobre todo, una decisión suya. Lo último fue lo que me aclaró que sabía lo de mi papá,»yo sé que la rebienta a la Paola», me dijo. Con la plata del negocio pensaba comprar una casa en Trelew e ir a visitarnos más seguido, me dijo. Ahora repaso, también en el bote lo hice, una noche que me desperté en medio de gritos, era la primera casa de mis recuerdos, una que alquilábamos en Caleta Olivia, era de madera y crujía con fuertes vientos o con visitas obesas; los gritos eran de mi papá, escuché tropezones y un fuerte quejar en las maderas viejas. Al otro día mi tío ya se había ido,»tu abuelo se puso mal «, me dijo mi mamá en la mañana. Se me aclararon las cosas y descubrí desde cuándo mi tío estaba enterado. Casi no pescamos nada, y cuando saqué por fin algo, se me escapó de entre las manos, llenándome la cara de agua helada: eso ayudó a romper lo duro de la tarde, nos reímos por una media hora. Vienen a mí las imágenes de esas fotos vivas de mi tío, él mirando por varios minutos el horizonte de alta mar, mecido levemente con todo el viento en la cara, los ojos y el cabello, mirando un punto fijo en la lejanía.
Al regreso, el mar comenzó a agitarse. Se apuró en que regresáramos, no me pareció verlo muy alterado en un principio, cuando avanzamos y me volteaba a verlo, su actitud mostraba el aumento de su preocupación, el bambolear del bote se ponía más intenso y la mirada que me devolvía era cada vez más seria y severa. Ya con los dos muy asustados llegamos al atracadero. No había nadie cuando nos fuimos y sabíamos que no iba a haber nadie cuando regresáramos. Los pocos botes estaban encabritados, movidos por las olas que ya levaban hasta a los de mayor porte. El peligro lo sentimos cuando nos dimos cuenta que uno que era un poco más grande que el nuestro se estaba por desamarrar, puede que el nudo no se bancara las fuerzas del oleaje. Ese era un peligro para nosotros, en ese atracadero que terminaba siendo estrecho por lo pequeño que era y un pedazo de madera y acero flotante se movía de acá para allá, como si lo defendiera. El corazón se me desbocaba con cada metro que nos acercábamos, mi tío se mantuvo integro y serio. Tenía que meter el barco en el momento en que el otro estuviese arrojándose para el extremo sur. Perecía que teníamos margen para hacerlo, nos acercábamos, cuando el barco terminó de demarrarse y se volvió contra nosotros. Mi tío trató de esquivarlo, pero el golpe nos llegó en el costado trasero. De un tirón, antes del impacto, me puso con la cabeza entre los tablones, así que solo fue él el que se cayó al agua. Antes ya nos había amarrado una soga a la cintura a él y a mí; emergió del agua, jadeante y tembloroso. Volvió a direccionar el bote, que por el golpe ya no podía virar a la derecha. El viento que nos empujaba al sur terminó por aceptar que al atracadero no podríamos llegar. Vio un brazo de tierra a los lejos y allí nos dirigimos, con una leve penumbra que filtraba la luz del sol; se distinguía que nos esperaban algunas rocas a lo lejos. Trato de que llegáramos a la parte de la arena, él no era muy bueno maneando el timón, menos con esas condiciones; nos dimos de lleno con las rocas que estaban cerca de la rompiente. Allí se dio cuenta de que no le quedaría otra que renunciar al lanchón. Saltamos del bote cuando se quedó sobre las rocas más bajas. Fue un salto en la oscuridad para mí, solo él tenía la linterna y yo debía de ir agarrado a su mano. Fueron momentos de mucha aceleración en medio de la ceguera, solo que para mí el recuerdo más claro o el que sirve anclaje a mi memoria, es el de la oscuridad y esa mano fría que agarraba la mía, esa linterna que tenía amarrada en la cabeza dibujaba un pequeño óvalo en la nada. Podía verle la cara mientras miraba lo que para mí era el bote que otra vez era arrastrado por las aguas. Se sentía un pequeño crujir de maderas y hierro contra la roca cuando el crepitar de las olas retrocedía. Podía verle la cara iluminada por el resplandor de la linterna. Se le veía el miedo: nunca lo vi con miedo. Esa mano fría me soltó y no volvió a agarrarme hasta que fue necesario para subir un baden, creo. Esa parte no la recuerdo o no la entiendo bien en mi cabeza. Lo primero que es claro luego de eso, es el llanto y el alboroto de mi mamá. Olvide si volvimos en un taxi o si una camioneta nos acercó: todo se me mezcla. Eso que sí recuerdo es la oscuridad, dos respiraciones agitadas perdidas en alguna parte, esa mano fría que temblaba junto con la mía, esa mano mojada y fría a morir, que me soltó: eso se me hace demasiado presente cada vez que me acuerdo, como si fuese lo único que pasó en la oscuridad.
El tío se fue al día siguiente; regresó a Jujuy, vendió el negocio y no volvió a tener contacto con nosotros, más que para algún cumpleaños en que llamaba. La última vez que lo vi fue para el funeral de mi mamá. Él pretendía salvarnos; creo que esa noche, en la orilla del mar, frente a ese bote que se perdía, se dio cuenta de que él estaba más solo y desesperado que nosotros, yo tenía a mi mamá y ella me tenía a mí, era un único puente que en su soledad tenía dos amores enormes a cada uno de sus lados, eso lo hacía un vínculo teñido de tristeza. Pero aun así era un vínculo fuerte. Mi tío se quedó solo con la muerte de los abuelos y quizá adentro de él sabía que no tenía la fuerza para salvarnos de nuestro infierno; hizo lo mejor que podría haber hecho: procuró salvarse a sí mismo. Me enteré, con el tiempo, por los pocos familiares lejanos que nos quedaban, que se mudó a Buenos Aires, encontró una mujer y que tuvo dos o tres hijas. Todavía lo recuerdo con cariño y con una lástima que siento que compartimos uno por el otro, desde ese lejano recuerdo.
Hace mucho que no pensaba en él. No sé qué sigue después de esa parte de mi historia. Tuve que dejar la escuela a los trece, la situación ya no daba para más entre las facturas y los reclamos de mi papá. Mi mamá era enfermera con un sueldo de explotación que ya no era suyo cuando llegaba a casa. De la salita consiguió los medicamentos con los que suicidó. A ella le gustaban los cafés calientes por la tarde; soñaba con aprender a pilotar un avión, «Aunque sea uno chiquito» decía; había averiguado donde daban clases, infinidad de veces; les tenía miedo a los perros, era gracioso ver cómo cambiaba de una vereda a otra para evitarlos: lo recuerdo y me da gracia. Es triste, pero me evita la desesperación saber que no alcanzan las palabras para hacerle justicia a una vida, describirla, saber concretamente de quien se está hablando. No entramos en las palabras. Así me ahorro buscar retratarla con precisión y solo digo cosas al azar. Todas son ella, al mismo tiempo que a penas la rozan y no la hacen. El patrón me llamó para avisarme que lo había llamado la policía para decirme lo de mi mamá; era un hombre que despreciaba, pero esa vez me puso la cabeza contra su hombro y después de que puteara a Dios, me acompañó en el llanto. En Cabo Razo no había más de ciento cincuenta personas y casi todas fueron a su entierro. Mi papá lloró hasta dormirse durante los meses que siguieron. Eso me desconcertó.
Traté de trabajar de lo que pude en los años que siguieron; me fui a vivir a casa de unos amigos. Ese pueblo era tan pequeño, a cada paso me encontraba viviendo un recuerdo con mi mamá, era vivir para ver la injusticia que la vida cometió con ella, ver e imaginar todas las escenas de las que se le privaron y me privaron a mí, también. Aguanté lo que pude y a los diecisiete me fui a Trelew. Encontré trabajo en el puerto, me quedé hasta los veinte. Una mañana el capataz me dijo que a la noche un hombre se acercó a los galpones a preguntar por mí, yo ya vivía con una novia. A la mañana siguiente era sábado y me volvieron a decir lo mismo, me decidí a ir a esperarlo en esa noche. Me encontré con la figura lánguida de mi padre viniendo hacia mí en el embarcadero, venia tiritando, me costó reconocerlo, los focos por esa parte estaban casi todos rotos. Hedía a alcohol, me dijo algunas cosas que no tenían sentido, creo que dijo entre balbuceos que esperaba encontrarme durmiendo en los depósitos, esa era una costumbre cuando no tenías un techo donde quedarte. Se notaba que la estaba pasando mal, estaba flaco y con la barba tupida por toda la cara, rechazaba el mirarlo de frente. Me dijo que le diera plata, me lo grito cuando comencé a caminar dejándolo atrás. No sé bien que fue lo que hizo, recuerdo unos golpes en la nuca que no lograban hacerse sentir mucho, yo solo quería dejar ese lugar; después sentí un ardor en la espalda baja, tenía un cuchillo. Cuando estaba en suelo por algún motivo grito que me iba a matar como mato a mi madre, ahora esas palabras son las de un tipo que no sabe lo que dice, pero esa noche me provocaron ceguera. Recuerdo un foco solitario sobre nosotros, uno de los pocos del embarcadero, recuerdo tragar mi saliva con saladas lagrimas; yo también le gritaba cuando nos trenzamos a piñas, después estuve sobre él, no hay algo claro que contar, todo era muy oscuro de a momentos y de un instante a otro una luz amarillenta me encandilaba. Lanzo un quejido en forma de suspiro cuando le clave la primera puñalada, y me miro. Me quede tirado a su lado por unos minutos hasta que llego una llovizna que poco a poco fue volviéndose más intensa; me fui entre lágrimas y temblando, tenía todos los brazos con cortes. Llegue a la casa de mi novia, prepare un bolso y me fui a lo de unos amigos, estuve guardado unos días; cuando se me curaron las heridas agarre un colectivo y no volví más. En los diarios dijeron que habían matado a un vagabundo que no identificaban, ni la noticia ni el caso tuvo alguna clase de seguimiento. Creo que mi padre murió sin nombre, quiero que sepan que se llamaba Atilio Bernabé Piaty. Eso recuerdos me carcomen algunas de esas noches que siguen a días, en los que el ajetreo y el alcohol no pudieron adormilarme lo suficiente. Lo que más tristeza me da es que casi nunca sueño con ella, con mi mamá, lo que no me pasa con las imágenes de mi padre. A veces, en las mañanas, cuando sus recuerdos me han perseguido, me levanto, me lavo la cara profusamente y eso ojos profundos de un azul del mar de mis infiernos me devuelven, una mirada de rechazo, que no se si me reclaman lo que hice esa noche en el puerto o todo lo que hice después. Esos ojos de azul claro, me enseñan todas las mañanas, la mirada que a veces encuentro en mis sueños. Algo heredé de mi padre.
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