Carro negro con rayas blancas

Carro negro con rayas blancas

Rafael Medrano

06/04/2018

Se sentó cerca de la señora que vendía mangos y paletas. Él estaba cansado, todo el día había caminado, y esperaba un taxi no para tomarlo sino porque le gustaban los taxis. Pasó uno, rojo con rayas amarillas, y el joven muchacho, alto y delgado, anotó en su libreta que era el doceavo taxi con esas características. Se levantó, preguntó el precio de unos cigarrillos. “Tres córdobas”, dijo la señora. Marcos, que se había puesto nervioso, buscó en sus bolsillos los tres córdobas y al sentir las monedas dio un suspiro. Volvió a pasar otro taxi, esta vez era blanco y con rayas amarillas. Marcos apuntó en su libreta: “cuarto taxi Blanco con rayas amarillas. El primero que va manejado por una mujer”. El joven encendió su cigarro, di una calada, tomó su libreta y siguió caminado.

Días atrás Había conseguido seis córdobas, los cuales los utilizó para pagar media hora en un ciber. Marcos era, ocasionalmente, escritor, y la mayoría del tiempo era un vago. Él vagaba y miraba taxis. Le gustaba la vida que llevaba: dormía en los parques y plazas, conseguía su comida haciendo cualquier tipo de trabajo, desde jardinero hasta cuidador de perros, y por las noches escribía. Cuando estaba un poco bien de dinero, enviaba sus cuentos a las revistas literarias. Marcos era un coleccionista del ‘No’: no te queremos en la casa, no puedes seguir estudiando, no debes estar todo el día leyendo, no sigas soñando con mierdas, no… no te vamos a publicar. Él estaba acostumbrado a leer, escuchar e incluso a soñar con esa palabra, pero en este punto de su vida ese “no… no te vamos a publicar” le parecía mortal, le parecía una porquería.

Luego de ver taxis, fumar y caminar dos cuadras, Marcos fue a la casa de la familia Cruz. Al llegar tocó el timbre, esperó dos minutos, y se abrió la puerta. Buenas tardes, dijo él. Buenas, dijo la empleada doméstica. Marcos le dijo que venía a lo del jardín, ella respondió que lo estaban esperando.

–Allá está el Doncito. Vaya –le dijo a Marcos. El joven, sacando su libreta, vio las caderas de la mujer, y apuntó: “muchacha joven, alta y morena; lleva uniforme de trabajo”. Le gustaba anotar las características fiscas de las personas que, según él, podría aparecer en sus cuentos.

El señor se llamaba Carlos. Era un hombre regordete y muy pequeño. No se debe ver la polla, pensó Marcos. El señor Carlos le dijo que tenía que sacar la basura del jardín, barrer el patio y lavar el carro. Sí, está bien, dijo Marcos.

–Luego hablamos de la paga –le dijo el Regordete. Marcos pensó que cómo haría el viejo para limpiarse el culo después de cagar.

Marcos terminó rápido. Él siempre tenía la vitalidad necesaria para los trabajos domésticos. Esperó veinte minutos a la señora de la casa, debido a que ella revisaría el trabajo y le pagaría. Mientras esperaba, Marcos apuntaba: “La muchacha de servicio está barriendo. Me mira en repetidas ocasiones”. Al rato, caminado presurosa, llegó una señora que se presenta como Claudia.

–ya vi que te quedó buenísimo todo. Tomá –le extendió un billete de doscientos córdobas a Marcos.

–Gracias.

Ella lo acompañó hasta la puerta de la casa. Al salir de ahí, caminado con desesperación, Marcos fue a comprar comida. Comió en el puesto de la señora de los mangos y paletas. Compró un paquete de cigarrillos y al instante pudo ver que un taxi se acercaba, buscó su libreta y no la encontró. ¡jueputa! dijo Marcos. Salió corriendo y, mientras avanzaba, memorizó las características del taxi que había pasado. Al llegar a la casa de los Cruz, pudo ver que todo estaba a oscuras. Intentó, entrecerrando los ojos, ver si un celador merodeaba por los alrededores. Al darse cuenta de que nadie lo vigilaba, escaló el muro. Cruzó rápidamente el porche, entró por una de las ventanas del frente y, al estar a dentro, gateó para no hacer ruido. Llegó al jardín y ahí encontró su libreta, la tomó y guardó entre sus pantalones. Cuando se dispuso a salir de la propiedad, escuchó un quejido. Movió su cabeza a todos lados, se quedó quieto, le dieron canas de cagar. Vio que algo se movía en la cocina, entonces, sin saber por qué, se dirigió hacia ese sitio. Llegó a la cocina, rodeó el lavadero de platos, el cual también servía como separación con el salón, y al bajar su mirada se encontró con los cuerpos desnudos de la joven empleada domestica y la señora Claudia. La muchacha besaba la entre pierna de la señora, mientas ella se apretaba los pezones. Marcos no podía moverse. Luego, sin que ellas se dieran cuenta que alguien las veía, cambiaron de rol. Marcos seguía sin moverse, pero se mantenía alejado de la luz de las candelas que alumbraban los cuerpos de ambas mujeres. Un poco después, luego de besos, de dedos en sus vaginas, la Muchacha dio dos largos gemidos, Marcos emitió un sonido que alertó a ambas mujeres.

–¿Qué mierda haces aquí? –dijo doña Claudia. Acto seguido se levantó y corrió donde marcos permanecía inmóvil –¿Qué te robas? Dale, decime –le replicó la señora y Marcos le dijo que nada, que él no era un ladrón. Pero, le dijo, quiero seguir viéndolas. La muchacha dijo que no, pero Marcos las amenazó con despertar al Señor Carlos.

–¡Está bien! –dijo doña Claudia –¿qué hacemos?

–sólo sigan

Ellas se besaron. Se besaron los pechos. Luego, usando la punta de su lengua, la joven domestica lamió los pezones de su amante –Marcos apuntaba en su libreta–y la señora de la casa mordía sus labios y se tocaba su vagina con una lujuria demediada. Entrelazaron sus piernas, se movían lentamente, soltaban suaves gemidos. Entonces doña Claudia dijo que se vendría –Marcos seguía apuntando —y la jovencita mordió sus labios, apretó sus pechos y se movió con más rapidez. Eso… tijereteen, se decía Marcos. Ambas se dejaron de mover al mismo tiempo, soltaron suaves gemidos y, cuando alzaron sus mirabas, el joven no estaba.

Marcos escribió la historia en la libreta, la revisó y reescribió dos veces. Esperó que amaneciera, compró comida, fumó un cigarrillo, se comió su comida. Vio que le quedaban veinte córdobas. Luego caminó hasta el ciber, transcribió la historia en el programa Word, luego adjunto el archivo a un correo que envió a esas revistas literarias. Al salir vagabundeó cerca del parque donde se estaba quedando. Tres horas después de haber dejado el ciber, volvió a él. Pagó media hora, abrió su Gmail y vio el correo que le había llegado: “Estimado Marcos: Gracias por enviar su relato. El consejo editorial ha decidido publicar su texto. Le enviaremos su paga al número de cuenta que nos ha adjuntado.Un saludo”. Marcos cerró el correo, salió a la calle y anotó las características del taxi que no había podido apuntar el día anterior: “un carro negro con rayas blancas”.

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