<<Tengo que verla, tengo que verla una vez más>>
Ese imprevisible día se había adueñado de todos los pensamientos de Atreyu durante el fin de semana. No se lo podía sacar de la cabeza, por más que se empeñara en concentrar su atención en otras actividades; el baile y el cuerpo esbelto de la muchacha continuaban apareciendo en su mente, parangón al furioso golpeteo de la lluvia contra el pavimento. Entonces, cuando el lunes acabó con su efímero suplicio, Atreyu regresó al auditorio, envolviendo a la esperanza sobre sus pies.
<<Solo una vez más>>
Pero sabía que no sería así; sabía que desde ese momento la buscaría con la encomienda de encontrarla todas las veces que el universo se lo permitiera. Le era difícil definir lo que sentía por ella, quizá se trataba de una extraña obsesión, o sencillamente había tropezado con su primer amor platónico. Lo cierto era que le emocionaba su búsqueda, le hacía sentir como en una de esas aventuras fantásticas donde el príncipe debía rescatar a la princesa.
Para la alegría de su virgen adoración, la muchacha apareció una vez más en el escenario. Aunque en esa ocasión interpretó otra melodía, sus movimientos dóciles no dejaron de sorprenderla. Ella era un ángel que había llegado a la tierra de los mortales para robar sus corazones. Y Atreyu se lo entregaría incondicionalmente e irrevocablemente.
Varias semanas transcurrieron de la misma forma. La estrella convirtiéndose en una espectadora recurrente, la estrella emocionándose cuando la bailarina notaba su presencia. Sin embargo, había algo muy importante que Atreyu permitió olvidar: aún no conocía su nombre.
<<¿Cuál será? Seguro uno muy bonito como Diana… o Emma>>
Atreyu divagaba entre los posibles nombres de la bailarina mientras sus dedos paseaban distraídos por los lomos de los libros de la biblioteca. No ponía atención en lo que estaba haciendo, apenas se percataba de las diferentes texturas y de los dispares grosores de cada libro. De pronto, en la vigésima fracción de la profundidad de sus pensamientos, sus ojos captaron el encantador ámbar de los cabellos de la bailarina, quien ahora devolvía un libro a la bibliotecaria.
Atreyu le observó con suma atención, casi sentía que sus pupilas se dilataban al verla. Escondida tras el escudo de los estantes, se colocó en una posición que le permitiera admirar su perfil, su sonrisa, sus manos, la ropa que llevaba ese día, el color de su mochila. Aunque por dentro le parecía actuar como una auténtica acosadora, su mente le animaba a conseguir pistas para seguir desenredando el misterio de la muchacha.
—¿Jane Marlowe?
La señora preguntó su nombre, a lo que ella asintió.
Cuando la muchacha se fue del mostrador, Atreyu corrió hacia la bibliotecaria antes de que guardara el libro. Entre súplicas vergonzosas y pretextos disparatados, logró convencerla de que se lo diera.
Qué gran espectáculo el que su corazón montó dentro de su pecho al salir de la biblioteca. Tenía en su posesión algo que Jane había encontrado necesario. Miró la encuadernación para darse cuenta que se trataba de una obra de ciencias sociales, temática que a nuestra estrella poco le interesaba, pero la felicidad que la embargaba en esos momentos era indudable y gloriosamente romántica.
<<Jane, Jane, Jane>>
Las últimas hojas de los cuadernos eran ahora el hogar indicado para refugiar todos los sentimientos que florecían en el interior de Atreyu. Cartitas de amor, versos incompletos, corazones asimétricos, escenarios idílicos. La muchachita, la de la esquina del salón, se desvariaba las horas pensando en Jane. No había tiempo más preciado que ese.
Pero existe una ley del universo a la que todos estamos condenados: nada es para siempre.
Un soleado y pérfido día, Atreyu abandonaba las instalaciones del colegio a la hora de la salida. Y como se le había sembrado la costumbre, miraba a su alrededor en caso de que el cosmos le otorgara la casualidad de encontrarse con Jane. Estudiantes comunes por aquí, vendedores ambulantes por allá; ni un rastro de su bailarina.
Hasta que de pronto, la encontró. La encontró a la vuelta de la esquina, como esas ventiscas que aparecen espontáneamente para besarte la carita. Pero Jane no estaba sola, y en lugar de una suave ventisca, a Atreyu la magulló una desgarradora tempestad.
Ahí estaba la bailarina, sacada de un cuento de hadas. Y junto a ella, un muchacho de cabellos azabache, el príncipe azul. Su príncipe azul. Se sonreían como un par de tontos enamorados que acababan de descubrir sus almas gemelas. Estaban destinados a estar juntos por toda la eternidad. No habría poder maligno, ni guerra, ni enfermedad incurable que los separara, pues su amor estaba escrito entre las estrellas.
Atreyu solo estorbaba en el camino. Atreyu ni siquiera había formado parte de ese cuento maravilloso. Atreyu no era lo suficientemente importante para haber sido un río desbordante, un bosque encantado, un castillo mágico, una bondadosa hada madrina. Atreyu era nada.
Con el corazón destrozándosele en pedacitos, la estrella fue dejando un camino de migajas dolientes y ensangrentadas hasta llegar a su casa. Lo había perdido todo en ese andar errático. Ya nada le quedaba, ni los remanentes de quien solía ser.
Olvidando toda la felicidad que su amor platónico le había concedido, por dentro deseó nunca haberla conocido.
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