Hay ocasiones donde el inconsciente colectivo se apodera del individuo y éste, casi dejándose llevar por él, sucumbe a la idea de empezar todo de nuevo. Intenciones y buenos propósitos aparecen en la última noche del año, esperando que tras marcar las doce, las ilusiones se vayan cumpliendo a lo largo de los siguientes trescientos sesenta y cinco días.
Pocos lugares hay donde aflore ese sentimiento tan universal como la Puerta del Sol en Madrid. Las manecillas del reloj de la Casa de Correos se siguen minuciosamente por todos desde el anochecer hasta que marcan las doce en punto. Desde lo alto, si trasladásemos la esfera al centro de la plaza, podríamos observar la llegada de la gente por los afluentes de sus calles hasta el interior. La estatua de Carlos III a caballo en el centro actuaría como guardia urbano, ordenando el movimiento para evitar el caos.
La calle del Carmen sería la primera donde vemos la llegada masiva de personas, al señalar precisamente las doce en punto las imaginarias manecillas. Advertimos que una mujer sale del despacho de Doña Manolita y guarda con un suspiro el décimo de la Lotería del Niño recién comprado. Le acaban de comunicar en El Corte Inglés que no le van a renovar el contrato de la campaña de Navidad y no tiene más ingresos.
Casi donde las manecillas marcarían las dos, llega por la calle de Alcalá una chica de las llamadas “cariñosas” o como dicen ahora, “escort”.
Fumando distraída se encuentra en la esquina con su cliente, que le acompaña a un piso de la cercana calle Montera.
En las tres, se divisaría la Carrera de San Jerónimo. Un diputado del partido del gobierno y otro de la oposición, ambos de las últimas filas, se han quedado hasta tarde en sus despachos haciendo méritos. Caminan por aceras opuestas pero reconociéndose y mirándose por el rabillo del ojo sin perder detalle.
En las seis, al final de la calle Carretas, se podrían adivinar los baños árabes de Hammam Al Andalus. Un hombre de mediana edad sale con el cabello gris mojado y el cuerpo aún brillante por el aceite del masaje relajante. Algo más aliviado por el recuerdo sobre la piel de caricias femeninas pero con el mismo vacío interior en el alma que cuando entró.
Por la calle Mayor, donde marcarían las nueve, aparece una algarabía de chicos y chicas jóvenes. Vienen de la chocolatería San Ginés comiendo churros y con un gran vaso de chocolate donde van mojándolos atropelladamente. Una de ellas se ha manchado la comisura de los labios y un chico se ofrece a limpiarla a besos. Con un empujón, le rechaza.
Y ya, casi completando la esfera, sobre las once, una pareja de ancianos vienen juntos pero sin mediar palabra desde el Teatro Real. Hace tiempo que ya no se rozan ni las manos. Acaban de ver La Traviatta por cuarta vez y están cansados y aburridos. Van a tomar las uvas porque “toca”.
Una vendedora se les acerca para ofrecerle una bolsita con doce uvas al módico precio de tres euros “¡Uvas de la suelte!”, insiste. Lleva una diadema con un “Happy New Year” que va cambiando de color según le da a un botoncito. El anciano coge una bolsa para los dos, para tomar las uvas alternativamente. En ese momento, coinciden la mujer de la lotería y el hombre de los baños árabes. “¡Uvas de la suelte!” sigue proclamando la vendedora con su diadema luminiscente. La mujer y el hombre cogen una cada uno y se miran con complicidad, tímidamente, dirigiendo después la mirada al reloj de la Casa de Correos, a punto de marcar el fin y el comienzo del año.
No tienen que esperar mucho porque pronto empiezan a sonar las campanas. ¡Doce campanadas! ¡Doce uvas! ¡Fuegos artificiales! ¡Confetti! ¡Champán!
Y se hace la magia. Embriagados por la alegría colectiva la mujer de la lotería y el hombre de los baños vuelven a mirarse y se dan dos besos en las mejillas, la “escort cariñosa” aprieta al cliente contra su pecho, los diputados meritorios se dan un buen apretón de manos, la chica con la manchita de chocolate besa al chico atrevido en los labios y los viejecitos, lentamente, se abrazan sonriendo.
Otro momento, otra oportunidad… FELIZ AÑO NUEVO.
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