Episodio 2: Sobre las trabajadoras del hogar

Episodio 2: Sobre las trabajadoras del hogar

A. M. García

24/12/2024

“Le damos la oportunidad de mejorar, pero ellos no tienen interés en progresar. La muchacha ni siquiera agradece. Tengo que estar siempre al pendiente de todo para asegurarme de que no me falte nada.”

Las calles del centro de la ciudad tenían una atmósfera rejuvenecedora, ciertamente más limpia, aunque con una tranquilidad desconocida para Luis. Cada vez que pasaba por ellas, pensaba en lo estrechas que eran; sin embargo, nunca lo expresaba y mantenía esa observación solo en su cabeza. Las nuevas luminarias estaban por iniciar su jornada nocturna y ya se sobreponían a la débil luz solar. Con la nueva administración en el ayuntamiento, el alcalde había propuesto ideas para crear más espacios para transeúntes y reducir el uso de automóviles. Luis había dejado recientemente los suburbios para estar más cerca de la escuela de sus hijos en el centro de la capital, lo que antes era un recorrido habitual en coche, ahora lo caminaba a paso ligero. Le resultaba curioso descubrir detalles que antes le habían pasado desapercibidos.

Fue entonces cuando comprendió un problema que merecía más atención: La monotonía de la cotidianidad nos roba nuestra genuina admiración por lo que está presente. Aquello que una vez nos atrajo, con el tiempo, lo dejamos de ver. Así, el esplendor de ese edificio de magnífica arquitectura y solemne presencia, por el que pasaba cada día, parecía desvanecerse ante sus ojos. No podía evitar pensar que lo mismo ocurría en las relaciones de pareja, donde la repetición y la familiaridad a menudo hacen que olvidemos lo que nos enamoró en un principio.

—Buenas noches, amigo, pásale, pásale; tenemos buffet y la hora feliz inicia en pocos minutos —se le acercó un hombre pequeño, entregándole el menú a Luis—. Usted se ve sediento, amigo.

—Gracias, pero ya tengo una cita más adelante —respondió Luis. Aunque el guiño del efusivo hombre le hizo sonreír, por lo general evitaba hacer contacto con vendedores que lo abordaban.

El panorama del lugar hacía justicia al nombre que recibía: el Barrio Antiguo. Casi como un reflejo, a Luis se le había ocurrido el nombre del nuevo negocio que estaba emprendiendo su amigo.

Luis se llevó el móvil al oído:

—¿Aló, Carlos? Claro, ya estoy por llegar. Román me acaba de enviar un mensaje diciendo que ya estaba estacionando el carro.

Durante su trayecto de poco menos de quince minutos, la ciudad había caído en penumbra. Pasó de caminar entre rascacielos de vidrio y amplias avenidas a recorrer angostas calles empedradas en pequeñas colinas. Esta combinación de arquitectura mixta contemporánea y colonial pasaba casi inadvertida para los habitantes de la zona.

Luis leía el nombre de un local de muros azules con grandes letras rojas bajo un singular dintel, donde sobresalía el busto de una figura griega. Para sí mismo, pensó: «Bazar y Antigüedades. Tengo que venir aquí con Vero.».

En medio de una calle rodeada de sombras, las lámparas de estilo virreinal teñían de un tenue amarillo reconfortante las grandes paredes de adobe que amurallaban casonas enmudecidas por el tiempo. Su diseño barroco evocaba un ambiente bohemio que cautivaba a las parejas soñadoras que transitaban el lugar.

Plantas colgantes que asomaban sus vertientes desde viejos balcones, luciendo sugerentes florales que, en mutuo acuerdo con el viento, liberaban suaves aromas que caracterizaban al vecindario. Durante la caminata, se encontraba con pequeños letreros de hierro forjado que esbozaban tristes historias de vidas pasadas: familias respetadas que ahora solo son parte del barrio, bajo estas breves reseñas ignoradas por los habitantes urbanos.

Al llegar al restaurante, nuestro protagonista pisó el tapete de la entrada. El tintineo de una pequeña campana al abrir la puerta resonó por primera vez. Emilio reaccionó al sonido, sonriendo de alegría y dejando ver sus ojos claros.

—¡Todo en su lugar, Luis! Acabo de poner la campanita que tu esposa me regaló.

—Pensé que era más sutil su sonido. Espero que tus clientes no se fastidien —respondió Luis, frunciendo el ceño.

Emilio parecía ser inmune al estridente artefacto; su emoción y ajetreo le restaban importancia.

—Mañana finalmente abrirá al público. Por la tarde, vendrá el padre a bendecir el lugar —explicó el anfitrión, mientras una lámpara iluminaba su barba rojiza, reflejando un brillo que hacía juego con su entusiasmo.

La campanilla resonó nuevamente. Román aparecía detrás de ellos; con voz alzada, se arqueaba hacia atrás, mostrando su ancho pecho.

—¿No me digas que siempre sí lo contrataste? —preguntó Román.

—Si te escuchara mi abuelita, te quedarías sin torta —bromeó Emilio, secándose las manos en una toalla antes de lanzarla sobre la mesa. Estaba acostumbrado a las bromas de Román sobre cómo la iglesia ‘vendía’ servicios. Sonriendo, extendió los brazos para recibirlo con un fuerte abrazo.

Luis se viró para acompañar a Emilio en el recibimiento y, haciendo el típico saludo de la región, estrechó firmemente la mano de su amigo Román, seguido de un fraterno abrazo. —Entiendo que son ‘aportaciones voluntarias’; ya me ha sucedido.

—Ja, ja, pero te querías casar —replicó Román a Luis. El comentario lo tomó por sorpresa, pues justo esa mañana había recordado lo ocurrido en la parroquia al separar la fecha de sus nupcias.

Emilio, con pasos cortos y ágiles propios de un maître, los condujo hacia la mesa. —Ustedes dos, dejen de ofender a mi iglesia.

El lugar conservaba el toque antiguo característico del barrio, con casas de más de cien años, gruesas paredes y largos corredores. El lobby, adornado con retratos de la revolución, conducía a un patio repleto de macetas y delgados árboles que debían cruzar antes de llegar al salón.

Román ganó paso y se adelantó para tomar una silla en la mejor ubicación. —Carlos me envió un mensaje, llegará más tarde —les hizo saber mientras sacaba su celular del bolsillo del chaleco.

—Sirve unos tragos, mi buen Emilio —dijo Luis con calma.

—¡Pues si no es un bar! Pero sí tiene buen café de las altas montañas de Machu Picchu y del Himalaya —respondió rápidamente Román—. ¿Verdad que sí, mi Emilión? Lo bueno es que me traje un buen whisky escocés.

Los tres amigos se habían reencontrado después de varios años sin coincidir. Aunque Román siempre estaba dispuesto a responder al primer llamado, los demás ya habían asumido un rol más familiar. Luis llevaba tiempo deseando revivir aquellas mesas de discusión, pero los compromisos de la vida diaria siempre terminaban posponiéndolo.

Román, partiendo su strudel con un gesto un tanto agresivo, dijo jocosamente: —Oye, Emilio, ¿ya contrataste a unas buenas piernas para servir las mesas?

Emilio, algo incómodo, respondió: —No te cansas de ser tan descarado… Qué va, a veces mi esposa vendrá a ayudarme, pero por ahora estoy solo.

—Bueno, jubilado antes de tiempo, te servirá para mantenerte ocupado. Si quieres, te puedo traer a mi chacha —añadió Román, riendo de forma burlona.

—Trabajadoras del hogar —señaló Luis—. Finalmente me acostumbré; yo les decía “sirvientas”, pero a cada rato me corregía Verónica.

—¿Sirvientas? —rugió Román—. ¡Señor don correcto!

Luis entendía la burla. Hasta hace poco, había dejado de usar términos políticamente incorrectos como una forma de criticar a la sociedad. Aunque esas expresiones eran un hábito que había cultivado en su infancia, cuando las usaba, se esforzaba por aclarar que no eran realmente su forma de pensar.

Lo entendió cuando, en un programa de análisis, vio cómo la audiencia increpaba a un comediante muy conocido por su personaje clasista. Aunque para Luis estaba claro que la intención del artista era precisamente lo opuesto, notó que la gente creía que realmente promovía esas actitudes.

—En todo caso debería usarse la palabra “sirviente” para ambos géneros —contestó Luis.

—Es curioso —continuó—. Con la palabra “sirvienta” no hubo problema en aceptarla para las mujeres, pero cuando se trata de decir “presidenta”, parece que todos pierden la cabeza.

—Supongo que viste el discurso de toma de protesta de nuestra nueva mandataria —dijo Emilio— finalmente llegó un gobierno de izquierda.

—Sí, sobre incluir la palabra presidenta en el vocabulario. “Solo lo que se nombra existe” dijo en el pleno, leí mil comentarios en contra, corrigiendo que se dice “presidente”. Por lo visto, cuando se trata de servir sí pueden llevar el título, pero no cuando es una figura de autoridad.

—El presidente igual es nuestro sirviente, es un funcionario público —replicó Román llevando de golpe ahora un shot de tequila seguido de una fuerte bocanada.

—Claro, se supone, pero bien sabemos que realmente es un cargo de poder.

—Pues más poder que este, imposible —comentó Román, dibujando una sonrisa con el cigarrillo en los dientes, mientras abría su chaqueta de traje para mostrar una Glock 17 que pendía de sus tirantes tácticos.

—Pensé que habías dejado la fantochería ahora que te hiciste detective, mi querido oficial Rivas. —La campana volvió a sonar; Carlos se acercaba, maniobrando una baraja de póker.

La noche avanzaba sin avisar al cuarteto. Al fondo, varias ventanas alineadas formaban un amplio mirador que hacía las veces de pared, enmarcando la ciudad con sus cerros de luces estrelladas. Más allá, se erguían edificios corporativos, mientras que la arteria principal, dividida por un seco río, aún brillaba con las luces del tráfico, completando la escena como una postal.

El uso de la palabra “chacha” se había quedado grabado en la mente de Luis; recordó una anécdota de la que se había enterado a través de Carlos, pero desconocía los detalles.

—Oye, Román, ¿cómo fue esa vez que contrataron a una doña para hacer la limpieza y salieron en bata a preguntarle si los bañaba?

—¡Ah, te pasaste! Pero yo no era; eso lo hicieron unos brokers. Me lo contaron unos de la inmobiliaria Arck. —Román explicaba con lujo de detalle la bochornosa historia, mientras se carcajeaba con unos camarones secos sobre su negra y abultada barba, sacando al mismo tiempo un par de ochos y un as.

—No salió en bata; creo que solo uno dijo eso de que si lo bañaba. Era la despedida de soltero de Rogelio. Según iban a contratar a alguien, aun después de que Rogelio decía que quería algo tranqui, pero el jarioso de Castillo estaba chingue y chingue. Yo me fui en la madrugada y ellos se quedaron tomando hasta el día siguiente en el departamento.

Prendiendo otro cigarro, continuó: —Ya para la mañana siguiente, como que se acordaron. Rogelio ya se estaba quedando medio dormido cuando Castillo vio el mensaje en el celular de Rogelio. Decía dona Noelia, o sea, con «n» en lugar de «ñ», preguntando si siempre sí iba a ir hoy. Y el pendejo de Castillo le pone que sí, que se viniera en chinga. Ja, pensaba que era italiana. ¡Ja, ja!

—Pero si ya estaba viendo que era una señora, ¿para qué le dicen cosas? —preguntó Carlos.

—Nah, eso ya fue otro que no conocían. Ya ves que Castillo conoce a puro trastornado.

—Bueno, yo sí supe de un caso así en el noticiero —dijo Emilio, empezando a levantar los platos semivacios—. Era precisamente sobre empleadas domésticas. Les hablaban para hacerles bromas y algunos los recibían en bata para ver si eran de mente abierta. Se me hace que ya te había platicado yo eso, Luis, y mezclaste historias.

—¿Y nunca te ha tocado un caso así? ¿Algo sobre una red de trata de empleadas domésticas?

—No, yo ando en homicidios —respondió Román—Pero sí he escuchado que algunos mañosos que las contratan para evitarse ir a los burdeles.

Desde atrás de la barra de servicio, Emilio lanzó una pregunta hacia la mesa:

—¿Y qué opinan de que el gobierno quiera darles seguro social?

—Eso junto con las dádivas es puro populismo. Argumentó Román.

—Miren, yo estoy de acuerdo que debe remunerarse el trabajo bien realizado, no como algunos que sí se pasan de lanza pidiéndoles que limpien y luego no les pagan. Pero estos programas solo los avientan para ganar votos.

Luis exclamó:

—El punto es precisamente ese, que no reciben prestaciones, no al menos como los trabajadores de la fiscalía que exigen hasta sus planes dentales, lentes, entre otros.

—Bueno, las veces que Martha le habla a alguien que nos ayude, me guió por el tabulador de precios —comentó Emilio.

Román continuaba escéptico:

—La mayoría ni conoce sobre eso. ¿Tú crees que una india sabe de tabuladores?

Carlos, mirando una agenda y abstraído con los nuevos horarios de clases de sus alumnos, finalmente intervino:

—Las campañas sirven para eso, pero el problema no solo es la falta de información; es cultural y lo que implica este tipo de trabajo.

—¿Te refieres al hecho de servir? —dijo Luis, levantando su pequeña taza antes de dar un ligero sorbo al espresso.

—Claro, hay un efecto conductista cuando una persona atiende los placeres mínimos y banales de otra, especialmente cuando se hace desde una predisposición clasista. No es que la clase baja contrate ayuda .—continuó Carlos, con su tono habitual de cátedra.— Y es que para ambas partes se dosifica la patología social, a una la empodera y a la otra la subyuga.

—¿Qué rayos quieres decir? Bájale dos rayitas a tu verbo académico —interrumpió Román, agarrando más fichas de póker sin mirar a Carlos.

— Se perpetúa una dinámica tóxica en la sociedad—intervino Luis, tratando de resumir la idea.

—¿Tóxicas?, ¡yo conozco muchas! —respondió Román, soltando una carcajada irónica— Sí, te refieres como el típico jefe que trata mal a todos para sentirse importante. Tiene necesidad de tener autoridad y se envalentona con el débil, en este caso con la servidumbre.

Carlos retomó su argumento: —A lo que voy es que ambas partes son víctimas del entorno social. Es como en el experimento de Stanford: alguien “común y corriente” no actuaría con brutalidad autoritaria de la nada, pero bajo ciertas normas y presiones sociales, puede llegar a hacerlo.

—Wow, mi novia sí que puede ejercer brutalidad de la nada.— Expresó Román con una sonrisa.

—Por ejemplo, este fenómeno no se desarrolla en los meseros porque no hay una convivencia social.

—O en el caso de las enfermeras, pasa lo contrario. Aunque te sirven, son ellas las que te hablan con autoridad debido al poder del tratamiento que administran, combinado con el recelo de estar subordinadas a la figura del doctor. Terminamos entonces con un funcionario público de casilla —añadió Luis, sumándose al humor de Román.

—¿Pero de qué estamos hablando entonces? ¿De si está bien que les den prestaciones o de si se hacen amiguis de sus empleadores? —Increpó Román a todos.

—De redignificar un tipo de trabajo —contestó Emilio, terminando de secar los últimos platos que había lavado.

—Touché —dijo Luis, apuntando a Emilio con el índice y simulando un disparo con la mano.

Luis destapó una cerveza negra local, la espuma subió lentamente. Su sonrisa se desvaneció mientras apoyaba los brazos sobre la mesa y continuaba:

—Es algo que ya no debería pasar. Irónicamente, parece que la importancia de un trabajo y el respeto que recibe son inversamente proporcionales: cuanto más esencial es, menos se valora; y cuanto menos sustancial, más se reconoce y admira. ¿Por qué tareas fundamentales como limpiar el lugar donde vivimos, preparar la comida o cuidar a tus hijos se consideran triviales? Mientras tanto, trabajos superficiales, como los de simple mercadeo de oficina, reciben toda la atención.

Recuerdo una ocasión en la que mi esposa estaba en labor de parto y le pedimos a su prima que cuidara de nuestros hijos pequeños solo por un día. Ella aceptó, pero al final, como se había interrumpido el internet por un rato, nos dijo firmemente que no podía quedarse porque tenía que cumplir con su trabajo, aunque solo se trataba de responder correos. Incluso yo mismo he pasado horas dedicadas a este tipo de trabajos vacíos en lugar de estar con lo que realmente importa. Desde entonces, pienso en la enorme labor que representa una trabajadora de casa.

Emilio tomando asiento mientras apoyaba su mano sobre el hombro de Luis comentó:

—Sobre este tema no puedo dejar de recordar a mi tía Soledad, la pobre con un montón de enfermedades trabajaba en casa y el querubín de su hijo de borracho trabajando de vez en cuando.

…[Pendiente]

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