INDIGENTES
Aquella
tarde, Adolfo estaba echado sobre el sucio colchón, con la vista
perdida en las sombras que albergaban el viejo puente.
Unos
días antes, el más frío de los inviernos había caído sobre su
alma, quitándole las alas para volar y la fuerza para seguir
abriendo los ojos cada mañana.
En
un momento, José y Octavio, sus amigos, se le acercaron.
—Adolfo,
levantate que tenemos que ir a juntar cartón y ver que tiran las
pizzerías. Capaz que hoy tenemos suerte y conseguimos alguna porción
de fainá—Dijo José.
Ante
la falta de respuesta, Octavio, le dio una patada suave en la pierna.
Preocupados,
se agacharon para saber si respiraba.
—Poquito,
che. Vamos a avisarle al poli para que mande la ambulancia.
Fueron
hasta la esquina y le comentaron al agente. Este, solícito, pidió
un móvil y la asistencia médica, que demoró media hora en llegar.
—Carajo,
con lo que tardaron, nuestro amigo se murió—Gritó Octavio.
Cuando
lo subieron a la ambulancia, los médicos debieron colocarse una
mascarilla por el olor a alcohol y orina. Sus rotosos pantalones
estaban húmedos.
—Apenas
está vivo. Vamos a llevarlo al Fernández—Dijo uno de ellos.
Octavio
se quedó hablando con la policía mientras José buscaba su vino.
—¿Qué
le pasó al amigo? — Le preguntó la joven agente.
—¡Y
qué sé yo! Estaba con los ojos abiertos, le dijimos que se levante
y no se movió.
—¿Y
qué hizo hoy a la mañana?
—Fuimos
a pedir comida a la estación, volvimos, cazamos unas palomas, las
comimos, y nos dormimos… NO… Pará. Ya sé… Se murió la mujer.
Eso. Se murió por ella. Sí, sí.
Siguieron
hablando por un buen rato…
Mientras,
en la ambulancia, Adolfo abrió los ojos y se asustó mucho al ver
que estaba flotando sobre su cuerpo inerte.
Siguió
mirando hasta que una delicada somnolencia y un manto de neblina lo
cubrió.
Cuando
se disipó, se encontró con él a los once años, llorando debajo de
la cama. Tenía las marcas del cinturón del padre en todo el cuerpo.
Un vidrio roto había sido el causante. Aquellas lágrimas de niño,
lo conmovieron, sin la tiranía del tiempo.
De
pronto, estaba en su adolescencia, haciendo el amor por primera vez
con Silvia. Con cierta nostalgia, presenció aquel momento tan
importante.
Siguió
vagando entre recuerdos y llegó al día en que murió su padre y no
pudo llorar.
En
un momento, su madre enfurecida, lo insultó durante el entierro.
No
conforme, al regresar a la casa lo echó. Tenía veinte años.
Elizabeth,
su novia de esos momentos, la acogió en su departamento y le
consiguió trabajo de administrativo en la empresa donde trabajaba.
Los
siguientes años fueron buenos. Tenía un techo y buena mujer donde
apoyarse.
Sin
embargo, nada le quitaba el dolor de la soledad. Se sentía vacío en
la oscuridad.
Pero
algo ocurrió en el sexto año que acabó con la vida tal cual la
conocía.
Terminó
un trabajo urgente fuera de hora. Aliviado, apagó las luces y salió.
Caminando
por el pasillo, escuchó ruidos en una de las oficinas y se asomó.
Allí
estaba Elizabeth haciéndole un fellatio al gerente.
Desesperado,
comenzó a correr, rompiendo todo a su paso. Salió y caminó sin
rumbo. Cerca de las diez regresó a la casa para tomar sus cosas e
irse, pero se encontró con Elizabeth, el gerente y a la policía.
—Pero
¡Qué bien! NO PUDISTE ESPERAR A QUE ME VAYA PARA TRAER A ESTE
IMBÉCIL. ¡PUTA! Y LA CANA TAMBIÉN. VÁYANSE AL CARAJO.
Quiso
entrar a su cuarto para hacer la valija, pero lo detuvieron.
—Señor,
tenemos una denuncia en su contra—Dijo un oficial mientras otro lo
esposaba.
Así
terminó la relación con aquella mujer.
Estuvo
preso un año. Cuando salió libre, lloró pues no sabía hacia donde
ir ni que hacer.
Caminó
y caminó, invadido por putrefactos fantasmas del pasado y oscuros
recuerdos.
Sin
casa, sin trabajo y con antecedentes policiales, su futuro era negro.
Pero
encontró algo de fuerza y fue a buscar trabajo, sin éxito.
Su
carácter amable había sucumbido al rigor de la nueva vida.
Comenzó
a limpiar vidrios de autos en las calles, vendió chocolates de
dudosa procedencia en los colectivos, cuidó coches en los días de
partidos de fútbol.
La
violencia, el alcohol, las drogas, el robo pasaban por delante de él.
Solo era cuestión de estirar la mano. Pero se abstuvo.
Sus
viejas ropas se convirtieron en harapos. Su higiene era peor. Comenzó
a dormir en las estaciones de tren, tirado en un rincón, invisible
para la sociedad.
La
policía, cuando lo veía lo echaba. Entonces, cruzaba la calle y
dormía en la plaza.
Pasaban
los años y todo empeoraba. Su aspecto andrajoso y su mirada,
asustaban.
Pero
un día, entre muchas nubes negras, estando sentado en el banco de la
plaza, ella se detuvo ante él. Era una mujer, indigente, de
indefinidos años, desgreñada y sucia. Sus ojos insensatos eran
azules como los océanos.
Se
sentó a su lado y estuvo un buen rato mascullando incoherencias,
entre ellas, que estaba buscando su camisón para dormir.
Cuando
se calló, lo tomó de la mano y lo llevó a su mundo, debajo del
puente.
Allí
había más como ellos. Tenían colchones harapientos y estaban
rodeados de basuras, cartones, escombros. Había una fogata
encendida, con una renegrida olla sobre ella.
—Son
palomas… ¿Las comiste alguna vez? — Le preguntó uno. Adolfo no
dijo nada.
—No
importa. Con el tiempo te van a gustar.
Al
rato, se sentaron en unos cajones vacíos de frutas y comieron a la
luz de la fogata.
Fue
entonces que el cielo comenzó a iluminarse y un viento gélido
traspasó las ropas.
—Bueno,
va a llover así que hoy no vamos a cartonear y recorrer
restaurantes. ¡A dormir! — Dijo otro del grupo y le dio un cartón
de vino a cada uno.
Adolfo
se quedó de pie sin saber que hacer hasta que aquella mujer lo
acostó en su colchón. Estaba meado, pero no le importó. Ella lo
abrazó y se durmió.
Y
el milagro ocurrió. Por primera vez en su vida no se sintió solo.
Se
despertó con la claridad del amanecer. Escuchó cantar a las aves y
no a gritar sus dolores. Un murmullo invernal lo abrigó como una
canción de amor y miró a aquella mujer, una desconocida que le
quitó la soledad del alma. Lloró como un niño.
—¿Sabés
quien es? ¿Cómo se llama? —Le preguntó a Octavio.
—No
hermano, nadie lo sabe. Tampoco de donde viene o que fue ella en el
pasado. Está algo loca, pero tiene una bondad que emociona. Siempre
está ayudando. Y cuando te mira, tira abajo las paredes que te
aprisionan.
Desde
ese día, Adolfo no se alejó más de la mujer. Se abrazaban y ella
apoyaba la cabeza en su pecho, quedándose así infinitos minutos, en
silencio.
Hasta
que una mañana no despertó. Tenía los ojos abiertos y una mueca de
alegría.
Adolfo
se quedó inmóvil viendo como la subían a la ambulancia.
El
hombre sintió que la vida se había terminado. Sin ella estaba otra
vez vacío…
Terminó
de vagar entre sus recuerdos y llegó a un lugar donde la luz lo
cegaba.
Cuando
pudo ver se encontró con ella, con la “mujer”, blanca, radiante,
bella.
—Hola,
Adolfo, me llamó Elena.
—Al
fin conozco tu nombre… Elena… Es hermoso.
Felices,
se tomaron de la mano y caminaron por la playa infinita hasta llegar
a la orilla del mar eterno, conversando animadamente, bajo el celoso
ojo de la luna y las estrellas.
Las
horas tristes partieron para no volver y los sueños de algodón y
plata llegaron para quedarse…
—Nada
que hacer. Está muerto—Dijo el médico en la ambulancia.
AUTOR: RICHARD MAZZOCCONE
OPINIONES Y COMENTARIOS