Últimos coletazos de libertad. Primeros retazos de un carnaval que ya fue condenado a terminar. Aquí se descubre que la heterosexualidad sólo tiene algún valor como estética. Una estética que él deseaba, si, pero no más que eso. Entre todos esos culos en los que no iba a poder dejar de fijar la mirada nunca se hallaban, muy a pesar de todo, los vestigios de ese grito que todavía nunca había sido capaz de dar. Un grito que lo rompa todo, que disipe las barreras, en el que no quede ni tan solo una convergencia, sino el entre. Aquello que había entre mundos, eso será lo que quedará. De mientras, esto no deja de ser sino un carnaval frío en el que, por ello, hay muchas bromas. Pero el frío eriza, hiela y rasga las vestiduras de aquellos mundos que se quieren romper aporreándolos. Él aún quiere aporrearlos: y, sin embargo, se están viniendo abajo con lo que él entiende que es bastante menos.

En la tarima una pierna se levanta hasta sacar algo más del pie por encima de la cabeza del contorsionista. La trapecista vuela y parece no necesitar de soporte alguno.

Y él cree que, tal vez, ese sea el momento definitivo: ahora. Ahora, sí: un grito que lo rompa todo. Pero ninguna música lo rompe todo. Ese es el juego: parecer que va a… y nada. ¿Y vivir más allá del deseo? Si en nada se va a hallar sentido, ¿para qué desear? Algo le decía que no se hacía las preguntas adecuadas, pero tampoco sabía cómo o en qué mejorarlas (¿mejorar?) : las dejó tal y como estaban, esperando que, algún día, tal vez mientras corría y los picos hormonales se disparaban, pudiera dar una respuesta, aunque fuera provisional. Un toque de lucidez, de cierre de marco, algo que se pareciera al sentido sin serlo, algo que le dijera si cabe o no romper.

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