La lluvia calma barría las montañas desde hacía varios días. De vez en cuando, una densa nube cubría las cimas, ocultándolas a la vista de la pequeña ciudad que descansaba a sus faldas. La llovizna, arrastraba con ella, despacito, los riscos más livianos, pequeños granitos que se hacían invisibles en el reguero que se formaba y que descendía buscando el camino más conveniente. Otros afluentes vertían su contenido en él, desembocando en forma de riachuelo en la pequeña balsa de riego del abuelo Paco, sedimentándose en el fondo.

Allí fue a parar el día de Navidad, Trinidad, hundiendo la cabeza junto a su larga cabellera dorada en el barro y con los pies colgando hacia arriba pataleando nerviosa sin poder salir. Mientras tanto, la jauría de primos se revolcaba de risa esperando ver la pinta de Trinidad cuando consiguiera sacar el cuerpo del embarrado.

Tras varios intentos logró salir, incorporándose despacio mientras limpiaba su rostro y su boca de aquella amalgama de particular sabor, “metálico, con toque arcilloso al paladar”, imitando a su padre cuando probaba un vino.

Estaba completamente envuelta en una masa terrosa que parecía querer brillar tímidamente. Nadie percibió el resplandor, excepto la propia Trinidad, a la que el sabor metálico le llamó poderosamente la atención, mirando fijamente cómo algunos de los grumos que extraía de su boca tenían el mismo color dorado que los pendientes de su abuela. Sin molestarse en seguir escuchando volvió a hundirse en el fango una y otra vez, como si buscara algo.

Once años son suficientes para percatarse del valor de las cosas, y ella estaba segura que eso que había sacado de su boca, podría servir para hacerse una medallita con su grupo sanguíneo, sin que su abuela invirtiera sus ahorros como tenía planeado. Por este motivo, permitió que se burlaran de ella durante horas, soportando, estoicamente, las amonestaciones de su madre, que, llevándose las manos a la cabeza, imploró un milagro que la ayudara a gestionar los impulsos indomables de su pequeña Pipi, que la traía loca.

Trinidad intentó en vano hacerse oír tras el almuerzo del día de Navidad. La charla distendida de la sobremesa era eterna y los comensales alargaron los postres acompañando el mazapán con licores y carcajadas. Mientras tanto, ella esperaba impacientemente el momento de mostrar lo que había encontrado, pero nadie parecía prestarle atención. Tras varios intentos estuvo a punto de subir a la mesa y vaciar en ella el contenido, pero desistió porque sabía que dos en un día eran demasiadas gamberradas para una madre. Guardó su bolsita repleta de piedrecitas doradas del tamaño de bellotas algunas y de canicas otras, en su bolso, marchándose a su cuarto. Ya pensaría qué hacer con ellas, por el momento las escondería.

Tumbada en la cama recordó las palabras de su abuelo: “Un buen escondite es el que está a la vista de los ojos de todos”, decía siempre. “Cuenta conmigo cuando no sepas a quien contar un secreto, soy una tumba, querida”. A escondidas, tomó el jarrón con las cenizas del abuelo e introdujo la bolsa cubriéndola cuidadosamente con la ceniza, de manera que no quedara visible. “Siempre sabías qué había que hacer, abuelo”, le dijo al tarro esbozando media sonrisa.

La lluvia siguió intermitente por varias jornadas, pero Trinidad ya no se sumergió más. El calor evaporó el agua de la balsa y ningún brillo se mostró procedente de su fondo, ni siquiera lo buscó. Nadie vio nunca nada, pues ya no había nada en aquel barro seco.

Muchos años después, a Federico, el hijo menor de Trinidad, le llamó poderosamente la atención una publicación en el periódico local.

“Pepitas por Navidad”

La policía local ha decidido hacer pública, tras más de treinta años sin obtener resultados, una curiosa investigación llevada a cabo por el departamento. Se trata de una serie de misteriosas apariciones de pepitas de oro de considerable tamaño, en diferentes domicilios y organizaciones sin ánimo de lucro de la localidad. Todas ellas con varios denominadores en común: los lugares elegidos careían de medios materiales, siempre el día de Navidad y todas las pepitas estaban envueltas en hojas manuscritas en las que se podía leer la siguiente frase:

“El príncipe le pidió entonces a la golondrina que arrancase su recubrimiento de hojas de oro y que se lo llevara a los más pobres…”

Y fue precisamente esta frase de “El príncipe feliz”, la que sorprendió a Federico. Ese era el cuento que solía contarle su madre la noche de Navidad.

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