Vampiros, vampiros y más vampiros. Eran todos unos vampiros y lo gracioso era que él se llamaba Jonathan Hernández, como destinado a luchar contra ellos a muerte para salvar la Tierra. Pero se sentía así: los enfermeros y médicos le querían chupar la sangre y quedarse con su cuerpo. Qué harían con él, sobrepasaba su conocimiento, pero era claro su destino, sólo que jamás lo vio venir de gente así. ¿Cuándo en la historia del mundo un médico y una enfermera podrían querer beber sangre? Era de locos, pero él estaba más que cuerdo, simplemente se habían aprovechado de su ingenuidad.
Jonathan era un estudiante de enfermería como cualquier otro que le tocaba la rotación en urgencias en el Hospital Universitario de Chile. Era un lugar antiguo y conocido por sus trabajadores estrictos y sus protocolos más estrictos aún, por lo que Jonathan estaba algo nervioso antes de empezar con la práctica, pero como había pasado con excelentes calificaciones en las rotaciones previas, había tenido cierta confianza en que lo haría igual de bien que antes. Lamentablemente, no había podido estar más equivocado y su rendimiento era paupérrimo a vista de los médicos y sus futuras colegas, las enfermeras.
Que era muy lento, que no entendía lo que se le decía, entre millones de cosas que rayaban los insultos hacia su ser como profesional e incluso como persona. Más de alguna vez terminó llorando en el baño o vomitando antes de ir al hospital. Es que las enfermeras eran de lo peor y no tenía nada de ayuda tampoco: las técnicos en enfermería se reían como hienas frente a la carroña, así que quienes pensaba podían prestarle ropa, solo aumentaban la burla.
Un día en el que contemplaba el suicidio, una idea nació en él: sus compañeros de trabajo no eran humanos y su prueba era que habían perdido toda su humanidad. Ahora eran bestias, chupaban sangre de todo ser que se les acercara; incluso eran malos con sus pacientes. Si eran así entonces eran simplemente vampiros, ghouls, come-hombres, y probablemente querían comérselo.
Muerto de miedo y lleno de sudor por el pavor de enterarse de la verdad, fue a hablarle a su madre. ¡Cuál fue la risa de la rechoncha cuarentona! Cómo doblaba la cintura escuchando a su hijo malherido del alma, sin poder decirle nada más que estaba exagerando. Y después de un buen tiempo así, Jonathan también creyó que exageraba, alucinaba incluso. ¡Qué imbecilidad! Sí, él merecía ese trato porque era tonto y no porque las enfermeras le querían chupar la sangre.
Se fue a dormir y contempló el suicidio nuevamente, pero esta vez rio. Él era un gran estudiante y mañana lo demostraría. Era un plan muy simple.
Cuando llegó la mañana siguiente, Jonathan llegó al servicio con una sonrisa. Pero esta duró poco al ver los pacientes del día. Llegó una mujer baleada en el pulmón. Venía con neumotorax y se hizo todo lo posible para poder mantenerla viva, pero no resistió y murió en la lona. Jonathan era pura pena, pues mientras la atendía en esas cuatro horas de agonía, se enteró que dejaba cuatro hijos pequeños solos, y las lágrimas le caían por la cara sin parar hasta que escuchó a su supervisora reírse.
-Esto pasa todos los días, cabro. Si no tienes los huevos, mejor te vas- le espetó ahora con una mueca en la cara.
Nunca había llorado delante de los demás y eso hizo que le diera más vergüenza todavía. No sabía cómo enfrentar ahora a los demás que se mofaban de su postura “tan tierna”, como escuchó a unos internos decir con voz ridícula.
No sabía qué hacer, cómo parar el río que emanaba por sus ojos. Parece que el “lloriqueo”, como lo llamó el Jefe de turno, fue demasiado, así que se lo llevaron fuera del servicio hacia los pasillos que daban con el resto del hospital. Que se mojara la cara, tomara aire y quizás un café le haría bien para poder callarse, porque ya era mucho para un hombre tan grande que quería trabajar en urgencias. En realidad él quería trabajar con niños, pero había mentido cuando entró y por eso estaba pagando la mala onda de esta gente vampírica.
Jonathan caminó un poco sin poder dejar de llorar, hasta que encontró unos asientos. Se sentó en ellos mientras ponía sus manos en la cabeza y pensaba acerca de sus decisiones pasadas. De si hubiera sido buena idea haber entrado a semejante carrera, que estaba llena de muerte, gente mala y loca, y pena por doquier. Se creía lo suficientemente fuerte, pero ahora no estaba tan seguro, pensaba, mientras sollozaba un poco más fuerte.
No notó que lo estaban mirando hasta que un pañuelo apareció al frente de su ojos. Se sobresaltó y por fin dejó de llorar. La mano que ofrecía el pañuelo era del color del grano de café y comprendió quién era inmediatamente. Le dio las gracias y se limpió la cara, mientras la señora del aseo lo miraba con tranquilidad.
No sabía qué más hacer, ya que Joanne lo seguía mirando, pero con el correr del tiempo se notaba más inquieta. Su llanto había terminado e incluso se sentía listo para volver, ¿qué podía querer la mujer con él?
Le preguntaría, pero sabía que estos minutos perdidos solo restaban décimas en su pauta de evaluación. Se levantó con toda la intención de irse, pero Joanne lo empujó con suavidad hacia abajo y abrió la boca por primera vez.
-Hoy tener mucho cuidado. Hoy ellos intentarán comer…-. Entre su español quebrado se podía percibir bien lo que quería decir, pero aún así Jonathan no entendía a qué se refería.
-Disculpe, ¿pero qué quiere decir?-. Jonathan preguntó con un nudo en la garganta.
-Hoy tener cuidado si no quiere terminar como amigos, compañeros- Joanne respondió con más información que dejó a Jonathan helado.
Estaba tan anonadado que no supo qué más preguntar, pero Joanne siguió hablando.
-Compañeros pasar por lo mismo y perder el alma, o morir. Yo les expliqué pero ninguno hacer caso. Es el día 66, el día de Él, el día malo-. Los ojos de Joanne se llenaban de exaltación, pero Jonathan no acababa de entender.
Si a tantos compañeros les pasaba lo mismo, ¿por qué nadie sabía?
-¿Cómo nadie sabe? La universidad debería saber-.
-Pacto de sangre de protección a las familias, si no alimento para el demonio-. dijo Joanne tiritando.
Sin embargo, a Jonathan no le terminaba de cerrar el caso.
-Si usted les dijo, ¿cómo no corrieron?-.
-No me creyeron, les pasé agua bendita y la tiraron-.
Joanne se veía triste ante esto y Jonathan pudo haberse sentido consternado por las palabras de la señora de mediana edad, pero estaba demasiado triste para eso. Aunque ahora entendía porqué nadie hacía caso, aún no comprendía la razón por la cual querrían comérselo. ¿Eran acaso asesinos seriales?
-¿Los de urgencias qué son, caníbales?-. Arqueó una ceja esperando una respuesta. Lo que recibió lo dejó espantado en su puesto.
-Vampyr-. fue lo único que dijo Joanne y sacó algo del bolsillo de su delantal.
Completamente alelado por la respuesta tan categórica de la mujer, Jonathan se debatía si esto era un sueño, pesadilla o realidad alterna. Pero Joanne tenía una misión y de su mano salió una cadena con un crucifijo en medio. Miró la hora y se dio cuenta que era tarde, pero del otro bolsillo sacó agua, que Jonathan asumió era agua bendita. Se los pasó al joven estudiante y dijo:
-Para protección-. lo dijo con su acento marcado y un nervio palpable en su lengua.
Después de eso puso su mano en el hombro de Jonathan, como si lo mandara al infierno mismo. Así se despidió y luego continuó con su labor y el carrito que traía tirando. Jonathan se la quedó mirando un buen rato sin decir nada, pero los instrumentos que poseía en sus manos le quemaban.
Todo era mucho para digerir. Había vampiros, en la sala de urgencias por lo menos, no sabía si se extendía a todo el hospital, pero la señora solo los mencionó a ellos. Hacían un ritual justo el día de hoy y él sería el protagonista; la comida para aquellas bestias. Sus únicas armas eran las típicas: agua bendita y un crucifijo. El cómo tenía que ocuparlas lo superaba y le daba miedo, pero el hecho que estaban ahí lo dejaban un poco más tranquilo.
Vio cómo el reloj pegado a las murallas movía sus manecillas. Ya había pasado un tiempo prudente para que su bajón emocional concluyera. Tragó saliva y guardó sus armas en los amplios bolsillos, esperando que nadie las viera. No sabía si por vergüenza o por sobrevivencia, pero temía que si alguien lo veía solo cosas malas podían pasar.
Abrió las puertas batientes y entró en la sala de urgencias. Todos lo miraron y parecía que sus ojos eran rojos. Debía ser un efecto de la luz, pero no lo era. Todos tenían los ojos rojos y la luz del servicio se había vuelto rosa. Jonathan miró el reloj del servicio y notó con pánico que el crucifijo de al lado estaba dado vuelta hacia abajo.
No sabe cuánto tiempo pasó así cuando una mano se posó en su hombro. Miró hacia al lado y por fin su mayor pesadilla se mostró tal como era: un ser horrible con la cara desfigurada que apenas se podía ver sus rojos ojos y la nariz eran orificios. De la boca, unos colmillos tan grandes como los de un lobo rebosaban bajo la luz del servicio.
Más que asustado, Jonathan miró de un lado a otro y encontró que la bestia era plural, y las criaturas lo tenían acorralado. Rogó por su vida y todas rieron. No tenía salvación, sería comido como un cerdo a la parrilla. Lo empujaban de un lado a otro, jugando con él cruelmente mientras estaba indefenso. Una enfermera le iba hincar el diente cuando se le ocurrió una idea, no se iba ir de este mundo tan fácilmente…
-¡Esperen! Conviértanme en uno de ustedes! No aguanto ser humano más-.
Todos lo miraron con asco y escuchó una gran mayoría de “no”, pero siguió insultando a la humanidad, a Jesús, a Dios, tan bien que comenzó a ganarse la aprobación de los vampiros. El último acto para ser de todo su gusto fue tomar el crucifijo que estaba en la pared y romperlo para el deleite de los vampiros. De ahí en más la supervisora se le acercó, hincó sus asquerosos colmillos en su cuello y mientras el veneno del demonio recorría su cuerpo, el crucifijo y el agua bendita quemaban donde tocaban su cuerpo. ¡Cómo las pudo olvidar! El miedo fue más…pero esta ofensa no quedaría así.
…..
Vampiros, vampiros y más vampiros, todos lo eran en el Hospital Universitario de Chile, pero pronto eso cambiaría. Joanne estaba avisada que no fuera a trabajar ese día porque el plan del enfermero Jonathan Hernández contemplaba todo el edificio. Sería en grande y no tenía cómo agradecerle a Joanne, si solo le hubiera hecho caso realmente…
Pero eso era agua pasada y ahora queda lo que siempre supo sería su final: el suicidio. El crucifijo y el agua bendita ardiendo, sí, pero en la piel de esos vampiros. Cumpliría con la inquisición, morir no era un problema. Vivir sin vivir lo era, ¡Dios lo salve!
FIN
OPINIONES Y COMENTARIOS