En un pequeño pueblo lleno de misterio y excentricidades, la primavera parecía no avanzar y perdía sus colores con el tiempo. Las rosas y claveles caían al suelo, mezclándose con la tierra del jardín; era una señal de que ni las flores estaban en su máximo esplendor. Esta primavera sería bastante larga, pensó Jen. Sus pensamientos eran dramáticos, pero al entender su preocupación por lo que le estaba ocurriendo, su paranoia tenía sentido.
Los jardines de la tía Ana, siempre tan llenos de vida, parecían envolverse en una especie de misterio. Cada hoja caía al suelo con una lentitud inusual, como si quisiera decir algo que Jen no alcanzaba a entender. Las flores, que antaño la recibían con su esplendor, parecían distantes, atrapadas en una espera interminable. Todo lo que estaba pasando le causaba incertidumbre, y sabía que nada estaba bien en el pueblo, pero solo ella parecía darse cuenta de ello.
Su rincón favorito se había convertido en el altillo de su habitación. Desde allí, se asomaba al horizonte, observando el paso lento de los días. Esperaba noticias, alguna señal, algo que interrumpiera la monotonía de esas tardes eternas, acompañadas solo por una taza de café que se enfriaba antes de que pudiera terminarla.
Cada tarde, después de sus clases de música, cuando finalmente se decidía a ir al jardín, presentía una vibra inusual en la atmósfera. Las hojas se marchitaban antes que las flores; era como si el tiempo sucediera de manera diferente en aquel lugar. El tiempo parecía detenerse en ese jardín, atrapando a los habitantes del pueblo en un ciclo eterno de espera y desolación. Los días pasaban, pero nada cambiaba. Era como si todo el pueblo se hubiera congelado en una estación sin fin, incapaz de avanzar, atrapado en una primavera que nunca florecía del todo.
El silencio era ensordecedor. En ese jardín mágico, cada día era una batalla entre la esperanza y el abandono. No había respuestas, solo ecos lejanos de canciones que una vez resonaron en tiempos felices. Ahora, esas canciones eran recuerdos desvanecidos, una melodía que flotaba en el aire, recordándole los días que parecían perdidos para siempre.
Una tarde, mientras el cielo se teñía de un rojo apagado y extraño, Jen sintió que algo en el ambiente había cambiado. Los árboles susurraban un secreto que no podía desentrañar, y la tierra misma parecía temblar bajo sus pies. Se dio cuenta de que había llegado a un punto de no retorno. La vida que conocía ya no existía y la rutina, que tanto la había reconfortado en el pasado, ya no le ofrecía consuelo. Debía tomar una decisión.
“Esta primavera será larga”, pensó mientras miraba las sombras alargarse sobre la hierba. Su mente estaba llena de pensamientos, pero ninguno parecía tener sentido. Algo había cambiado, pero no sabía qué. ¿Era ella, el mundo, o simplemente el peso de los recuerdos? Esa pregunta la atormentaba, y nunca lograba reponerse a sí misma.
Y así pasaban los días, observando las flores marchitarse y los pájaros volar sobre su cabeza. Sabía, en lo más profundo de su ser, que algo debía cambiar, pero no estaba lista para descubrir qué. El fuego interno que alguna vez tuvo se había apagado, y ahora solo le quedaba la espera. Tal vez, pensó, algún día el jardín florecería de nuevo y, con él, ella también. Así, Jen decidía ir a la cama a descansar, deseando poder huir de sus propios sueños y apagar su mente.
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